Confesiones de Walter Benjamin a su amigo místico Gershom Sholem

Tulio Demicheli, ABC

La editorial Trotta vuelve a reunir las cartas de una profunda amistad en los tiempos del ascenso nazi en Alemania

Walter Benjamin y Gershom Scholem. Nada haría pensar que dos pensadores muy distintos pudieran llegar a mantener una amistad tan humanamente entrañable e intelectualmente fructífera. Walter Benjamin (1892-1940) era un marxista sui generis entre cuyas principales preocupaciones se encontraban la filosofía del lenguaje, el arte y la literatura; cuya obra es más fragmentaria que unitaria, debido a las penurias económicas que arrostró en su obligada trashumancia (Italia, Ibiza, Dinamarca, París) durante el ascenso y apogeo del nacionalsocialismo; y cuya influencia fue muy póstuma y debida, quizás, al éxito durante los años 60 y 70 de la Escuela de Fráncfort (Adorno, Horkheimer, Lukács, Marcuse, Habermas, Pollock), de la que más bien solo fue un contemporáneo afín pero excéntrico.

Por su parte, Gershom Scholem (1897-1982) fue un convencido sionista que emigra a Palestina en 1923 y que dedica su magisterio al estudio de la Cábala y… a la defensa de su gran amigo, cuya obra se truncó prematuramente cuando se suicidó en Port-Bou huyendo de la Gestapo. Si el éxito póstumo de Benjamin obedece a la apoteosis de aquella escuela, este nunca hubiera sido posible si Scholem no hubiera salvaguardado su legado intelectual como un preciadísimo tesoro, pues, aunque Horkheimer le ayudara a sostenerse económicamente, quien habrá de reivindicarlo es su mejor amigo, pese a que intelectualmente les separara un abismo real, ya que marxismo y sionismo eran agua y aceite. El cemento de su amistad era la mística.

Los lectores de lengua española ya disponían de la obra completa de Benjamin y tienen un acceso muy aceptable a la de Scholem. Tampoco su estrechísima relación les era ajena, pues en 2004 Trotta publicó «Los nombres secretos de Benjamin», Nuevas Ediciones de Bolsillo tradujo «Walter Benjamin: historia de una amistad» en 2007 (libro que Scholem dio a imprenta antes de que se encontraran sus cartas perdidas y que él mismo editó después) y ahora Trotta vuelve a poner en circulación esta nueva edición de «Walter Benjamin-Gershom Scholem. Correspondencia 1933-1940» que había publicado Taurus en 1987, libro hoy imposible de encontrar, de ahí su interés para el actual lector culto y curioso.

A través de sus cartas revivimos una época a la vez terrible y prodigiosa. La cultura europea vivía una edad de oro con tres grandes capitales: París, Berlín y Viena, pero se aproximaba a la catástrofe del totalitarismo. Asistimos día a día al brutal ascenso de Hitler: poco a poco familiares y amigos tienen que huir o son apresados y asesinados. Percibimos algo que se escapa en los libros de historia: cómo una amenaza primero difusa se va materializando en el más concreto horror. En lo más humano, nos acongoja la preocupación por su hijo adolescente, Stefan, y por su ex mujer, Dora, que permanecen en Alemania y corren cada día un peligro mayor, y cuyos planes apuntan a Italia… Nos sobrecoge la penuria económica de Benjamin, quien malvive estoicamente gracias a la ayuda de algunos pocos amigos que le asisten con algún dinero o le ayudan a publicar, cada vez menos, pues se clausuran las revistas que le son afines o se le cierran las puertas de las editoriales y de los diarios a medida que el monstruo nacionalsocialista se apodera de Alemania. Y sentimos el aislamiento de Benjamin en París donde recela de todos con una muy razonable paranoia…

Desde Jerusalén Scholem se desespera por ayudarle y, aunque quisiera acogerlo en Palestina, sabe que allí no tiene sitio, pues los intereses intelectuales de Benjamin son absolutamente ajenos a la causa sionista y abrazarla era imprescindible. La aparición de lascartas perdidas de Benjamin resultó fundamental para deshacer un malentendido que siempre torturó a su amigo: Scholem nunca quiso forzarle a que abandonara su destino intelectual para poder emigrar allí. A los lectores españoles, estas cartas les descubre una Ibiza que ya por entonces comenzaba a suscitar el interés de los extranjeros, lo que iba pervirtiendo su casi idílica inocencia isleña, y donde él contrajo una malaria que a punto estuvo de llevarle a la tumba.

En el plano intelectual vibra la admiración por el Angelus Novus de Paul Klee y el paso de numerosos actores, como Brecht o Horkheimer, por citar presencias muy conocidas; pero sobre todo importan la admiración mutua y la gran discusión alrededor de Kafka, tema fundamental para ambos y que ilustra a un lector no judío, a quien su obra sólo le muestra la cáscara si desconoce su matriz mística. Este es un diálogo feraz pues los dos disienten y afilan sus argumentos sobre asuntos tan medulares como son, entre otros, el lugar de la ley y de la tradición, el de las mujeres y el de la Nada (uno de los indecibles nombres de Dios) en la obra del gran genio checo, cuyo verdadero centro no se limita al infranqueable absurdo del mundo contemporáneo o al mero desconcierto del individuo bajo el monstruoso manto del Estado moderno.

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