Eleázar Adolfo Molina, premiado en el concurso interuniversitario Juan Fernando Cifuentes 2016

Eleázar Adolfo Molina (Quetzaltenango, 1990)

Eleázar Adolfo MolinaEstudiante de la Licenciatura en Lengua y Literatura, Departamento de Educación, Universidad Francisco Marroquín. Ha escrito un libro de poesía titulado Pesadillas de un espantapájaros. Actualmente trabaja para la Asociación para la Creatividad y el Desarrollo en Guatemala, administra su librería Owls en la ciudad de Quetzaltenango. Miembro fundador del colectivo literario Testosterona Literaria. Ha dado conferencias en colegios y universidades del país. Gestor cultural en la ciudad de Quetzaltenango. En el ambito de la literatura, escribe su primer novela y publica en su blog personal.

Eleázar participó en el concurso interuniversitario “Juan Fernando Cifuentes 2016”, organizado por la Universidad Rafael Landívar y obtuvo Mención Especial en la rama cuento, categoría estudiantes. Será premiado el lunes 7 de noviembre por el cuento Amatitlán, que les compartimos a continuación. Esta es la segunda ocasión en la que Eleázar es reconocido, pues en el año 2011 fue premiado en la rama de poesía por el mismo concurso.

Atitlán

«Y Él le dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre
de tu hermano clama a mí desde la tierra».
Génesis 4:10.

-¡Corre hijo, corre!-

Llegó sudando hasta la cima de la montaña, desde donde se miraba el lago por la parte baja, era azul como el cielo; pero él recordaba que aquella madrugada lo había visto teñido de rojo sangre.

-¡Nunca te detengas! ¡Por el amor del cielo!-

Abrió la pequeña caja que llevaba al hombro, le quitó los lazos negros y empezó a desempacar los paquetes forrados de papel periódico; las candelas ordenadas religiosamente y por color; cada paquete de media libra estaba atado por un lazo.

Colocó las candelas en ese orden sobre el papel periódico extendido en el piso, las separaba del tanate y las colocaba en orden secuencial: del color rojo, al azul, negro, verde, blanco y amarillo. Luego organizo el copal, cuilco, los aromas; buscó la azúcar blanca y le quitó los pétalos a los claveles.

-¡Sigue y no voltees a ver!-

Aquella madrugada había sido día Kame, hoy es día Ajmaq. En silencio, dirigiendo los ojos a la caída del sol, rasgó con los dientes la bolsa de azúcar. Y pidiendo permiso al Ajaw, dibujó un círculo en el piso con los granitos blancos de la caña, lo dividió en cuatro; cada uno dirigido a los puntos cardinales, cada esquina del mundo. En el centro de cada cuadrante dejó caer un punto de azúcar. Apartando de sí la bolsa y pidiendo permiso al cielo empezó a colocar el copal.

Sus ojos estaban dormidos pero no podían cerrarse, había sido así desde pequeño; su abuelo le había contado historias aquella noche para que pudiera dormir, pues su tata había desaparecido en el campo donde sembraban la milpa. A él le dijeron que se había ido al norte, pues un niño no sabe de guerrilleros y cuques. Las ideologías de los niños siempre son: a la izquierda la inocencia, a la derecha la felicidad y justo en centro la virtud de la ignorancia de este mundo. Estaba dormido pataleando en el piso por las historias que le había contado su abuelo.

-¡Corre hijo, corre! ¡Nunca te detengas por el amor del cielo!-

Después de rellenar el circuito de azúcar con el copal, dejo caer el cuilco, los dulces, en el centro colocó el raxpón, chicles, chocolate en ficha, aquello que en su conjunto formaba un pequeño bulto en la tierra del mismo color, con algunos destellos de colores por los dulces y chicles.

Con ternura colocó ramitas de romero alrededor del círculo, luego en los cuatro puntos cardinales dejo caer tres tablitas de ocote, y pidiendo permiso colocó la candela; la vela roja en el lado de la salida del sol, la negra en el lado de la caída del sol; la vela blanca en la esquina de la entrada del viento y la vela amarilla en la esquina de la salida del viento.

Las velas azul y verde para el corazón del cielo y el de la tierra las colocó en el centro, rodeando el raxpón con ellas.

El silencio de la noche estalló con los gritos de las mujeres y los lamentos de las gentes. Su nana lo despertó y lo jaló del brazo, salieron corriendo de la covacha, ya no se despidió de su abuelo; corrieron en la noche mientras se escuchaban los gritos, carcajadas, disparos y un extraño resplandor amarillo que apareció por sus espaldas para iluminarles el camino.

La nana llevaba a su hermanita en el brazo derecho, y correr se le hacía difícil porque estaba esperando a otro bebe. Él era jaloneado para que corriera lo más rápido que pudiera, tenía nueve años y ya sabía jugar trompo.

Se postro ante la soledad de la montaña, dando gracias una vez, dando gracias dos veces, dando gracias tres veces, dando gracias cuatro veces. Pidió perdón y luego permiso, encendió las velas del centro, las verdes y azules; después las demás velas de las esquinas del mundo. Mientras el fuego empezaba a crecer, él iba bailando un son con la música de su mente. Dejó los pétalos de los claveles rojos en el contorno de la ceremonia, y de aquel naciente fuego, mientras le suspiraba a los abuelos y al Ajaw el nombre de su nana y sus hermanitos.

-¡Corre hijo, corre! ¡Nunca te detengas por el amor del cielo!- le gritó su madre, mientras se quedaba tirada en la tierra, -¡Sigue y no voltees a ver!-; vio cómo su madre intentaba levantarse y levantar a su hermanita, pero él hizo caso y siguió corriendo como nunca lo había hecho. A lo lejos escuchó los gritos y gemidos de su madre, causados por las patadas y golpes de los soldados; escuchó el llanto de su hermanita y escuchó los pasos de un oficial que lo cazaba.

Saludaba a todos los abuelos, les pedía que le dieran perdón y fuerza, hoy volvería a ver a su madre después de tantos años. Pedía fuerza para verla de nuevo.

Corrió tan rápido que llego a la orilla del lago, en la oscuridad sintió el frio del agua en sus pies, sintió paz y se puso a llorar. De pronto un golpe le enmudeció el llanto, le dolió su cuello y todo fue oscuridad. Negra como la historia de este país; hay cosas que nunca cambian.

Al terminar la ceremonia descendió de la montaña, y llegó hasta la orilla del lago. Metió de nuevo los pies en las aguas de aquella belleza natural, y sintió paz como aquella noche. Volteó los ojos a su pueblo, y por primera vez desobedeció una orden de su madre, miró hacia atrás. Con la fuerza de los abuelos y el calor del fuego en sus entrañas caminó para el pueblo.

Abrió los ojos por el dolor que sentía en el cuello, pero también por el violento golpe que le dieron en el estómago y que lo dejó sin aire. En medio de las lágrimas pudo ver en el centro de tanta confusión y terror, una fila formada por todas las mujeres del pueblo y sus ancianos, ahí estaba su nana y su abuelo. Su nana tenía a su hermana en los brazos y estaban manchadas de lodo.

Ya era de día y había frio. Una a una las mujeres del pueblo eran fusiladas y tiradas en un hoyo que los soldados habían abierto en la calle principal de la aldea. En silenció, observó cómo le quebraron la columna a su abuelo y aun retorciéndose de vida lo tiraron en el hoyo. Al llegar a su nana que lloraba en silencio y sosteniendo a su hija en los brazos, un oficial llamó a otros dos cuando notó que se encontraba en estado de gestación.

Ella temblaba, y los tres soldados encañonaron sus objetivos: uno al cráneo de la nana, otro al cráneo de su hermanita, y uno más apuntaba al vientre de su nanita. Observó aterrorizado como su madre apretaba la mano de su hija en un silencio que era roto tan solo por los sollozos; tres secos sonidos seguido del silencio más sonoro de toda su vida: la nana y los hermanos caían al hoyo, ambas iban tomadas de la mano. Lloraba y vio como terminaban de matar a las demás.

Los soldados le perdonaron la vida por su velocidad, le dieron comida y le enseñaron a leer y escribir. Lo usaron como mensajero en aquellas montañas occidentales. Pero una mañana reunió valor y se fue para México.

Hoy 17 años después de aquellos días, en una ceremonia, le pedía perdón a su tierra por haberla abandonado, pedía perdón para los que acabaron con su familia. Llegó al pueblo y caminó por la calle principal, en donde había mucha gente. Ahí estaban los de MINUGUA y el Ministerio Publico.

Le dieron una pala a cada uno de los niños y les ordenaron tapar el hoyo. Pudo ver como su madre sangraba en medio de los ojos, su hermanita sangraba por el costado de su cráneo y su boca. El vientre de su madre estaba manchado de sangre, y de algo que parecía ser agua. La mano de su madre no soltó a su hija. Después de hora y media en la calle principal dormían todas las mujeres del pueblo, siete ancianos y un sueño llamado Guatemala.

-¡Sigue no voltees a ver!-

Habían destapado la fosa, y él se acercó a ver hasta la orilla del hoyo. Buscó desesperadamente y por fin localizó a su nana. El huipil de su madre aún tenía los colores, su cráneo tenía el agujero de la bala. Su mano seguía sosteniendo la mano de su hermanita. Las manos de madre e hija seguían unidas después de 17 años. El corazón le empujó, y él brincó la cinta amarilla y se dejó caer a la fosa. Besó el cráneo de su madre, y no notó cuando sus manos comenzaron a rasgar la tierra; besaba aquellos huesos con tanto cariño, ya era un hombre pero seguía siendo un niño.

Sus lágrimas limpiaban la tierra de los huesos, pedía perdón, la llamaba a gritos; esto provocó que los agentes del Ministerio Publico y de MINUGUA se acercaran, uno de ellos con acento español le pidió que se retirará, él llorando lo vio y le dijo que era su madre. El español respetó el dolor y duelo; luego con su acento andaluz le dijo que debía retirarse. Le darían los dos cuerpos en unos momentos, después del reconocimiento y del levantamiento de actas. Él con el corazón en la garganta le dijo que eran tres. El español no entendió y entre sollozos él le dijo que su madre esperaba otro bebe.

Con respeto y curiosidad el español se acercó a los huesos y levantó el huipil, entonces su alma se partió en dos, en las entrañas de la madre estaba la osamenta de un hombre al que le negaron vivir. El español no resistió y recordó que era humano y estalló en llanto. Las manos seguían unidas 17 años después, hay cosas que nunca cambian.

En un salón colocaron las cajas, y él solo lloraba a sus muertos. Cuatro cajas de madera, estaban a sus pies. Levantó los ojos al cielo, y pidió al Ajaw no odiar a la gente que cometió aquel crimen, pidió y suplicó perdón. Sacaron las osamentas de las fosas pero los corazones del pueblo siguen sepultados en el olvido de las montañas; allá quedaron las ilusiones de un país.

Hay cosas que nunca cambian. Atitlán sigue estando ahí.

Un pensamiento en “Eleázar Adolfo Molina, premiado en el concurso interuniversitario Juan Fernando Cifuentes 2016

  1. El talento que remueve la humanidad dentro de nosotros, no es más que una bendición para quienes te podamos leer. Sé que es el inicio de infinidad de triunfos futuros. ¡Felicitaciones!

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