Premio Cervantes a Ana María Matute

Javier Rodríguez Marcos, El País

Hay un malicioso aforismo que dice que, entre ellos, los escritores no se leen, se vigilan. De ahí la imbatible popularidad en el gremio plumífero del apócrifo autor griego Teleo Melees. Hay, sin embargo, acontecimientos que ponen, y de buena fe, de acuerdo a todo el mundo. Por ejemplo, el Premio Cervantes a Ana María Matute. Pocas veces como ayer (27 de abril) en Alcalá de Henares se ha visto a tantos escritores encantados con un galardón que no les ha tocado directamente a ellos. “Estamos muy contentos”, resumía la novelista y académica Soledad Puértolas tirando espontáneamente del plural.

El Cervantes premiaba tantas cosas en la persona de la Matute -como muchas veces se llama ella a sí misma- que en la medalla que le entregó el Rey había un trozo para todo el mundo. Aunque el mayor galardón de las letras hispanas reconoce una obra literaria y no un símbolo sociológico, la autora de obras ya canónicas como Primera memoria, Los hijos muertosOlvidado rey Gudúes también, a sus 85 años, la tercera mujer en 35 años que obtiene el Cervantes, una niña de la guerra -cumplió 11 años en julio de 1936- y una defensora de tres cosas con reputación de menores y blandas: la literatura infantil, los cuentos y la felicidad.

“¿Por qué tenemos tanto miedo a esa palabra?”, dijo de esta última al comienzo de un discurso que arrancó una de las ovaciones más largas que se recuerdan. Matute, que no pudo subir al púlpito del paraninfo, lo leyó desde la silla de ruedas que empujaba su hijo Juan Pablo, que al final sintetizó los sentimientos de su madre: “Los nervios se le pasaron al empezar. Es como tirarse en paracaídas; una vez que te lanzas…”. Sabe de qué habla. No solo ha sido el objeto de todos los afanes de su madre, sino que, además, fue legionario paracaidista en la propia Alcalá antes de ser piloto de aviación civil en Estados Unidos.

Alineadas en la mesa presidencial, las autoridades escucharon la alocución de la ganadora con una sonrisa que les duró 20 minutos, un tiempo en el que entre el público no se oyó una mosca y, al contrario que en otros momentos de la ceremonia, nadie dejó sonar el móvil ni trasteó con el iPhone, la BlackBerry o el programa de mano (analógico).

“Preferiría escribir tres novelas seguidas y 25 cuentos sin respiro a tener que pronunciar un discurso”, dijo la escritora barcelonesa al comienzo del suyo, que a lo largo de casi nueve páginas, y después de recordar al poeta chileno Gonzalo Rojas -fallecido el lunes pasado y premio Cervantes en 2003-, se convirtió en una hipnótica espiral de frases en la que las ideas convivieron con los recuerdos.

Unas y otras se mezclaron cuando Ana María Matute citó la confesión que, de niña, una de las hijas del compositor catalán Jordi Blancafort le hizo a su propia hermana: “La música de papá no te la creas, se la inventa”. Y un elogio de la invención fueron de principio a fin las palabras de la autora de Paraíso inhabitado. “San Juan dijo: ‘El que no ama está muerto’, y yo me atrevo a decir: ‘El que no inventa, no vive”, afirmó. A lo largo de la “travesía de una vida” salpicada de “abundantes tempestades”, Matute le inventó, dijo, una personalidad que aún dura a su muñeco Gorogó cuando era una muchacha a la que no le gustaban los juegos de las niñas de aquel tiempo, “mujeres recortadas” que imitaban “a mamá y a las amigas de mamá”. Más tarde el invento sería una revista que escribía ella misma de cabo a rabo durante los años atroces en los que la Guerra Civil volvió el mundo del revés, llenó los descampados de cadáveres y de significado la palabra odio. Fue así como la suya se convirtió en una generación de “niños asombrados” que pasaron de salir escoltados por la niñera a plantarse durante horas en la cola del racionamiento.

Con todo, la invención que la puso en órbita fue una novela que con 19 años presentó escrita a mano a la editorial Destino. El contrato (de 3.000 pesetas) lo firmó su padre porque ella era menor de edad, aunque la cosa tardaría en cambiar porque muchos contratos posteriores exigieron que, “con la venia marital”, los firmase también su marido. Suena a ficción pero no es más que historia, historia de un tiempo en el que la minoría de edad de las mujeres duraba casi toda la vida. No es, pues, extraño que para Ana María Matute invención haya sido siempre sinónimo de evasión. En los dos sentidos de la palabra. De “rebelión íntima” habló en su discurso el Rey (Juan Carlos, no Gudú).

De ahí que ayer, en su defensa de esa literatura que llaman infantil, la escritora recordara que los cuentos de hadas no fueron escritos para niños, al tiempo que avisaba contra la tendencia a limar las asperezas de los relatos de Perrault, Andersen o los hermanos Grimm: “Me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no solo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos preguntamos por qué los niños leen poco?”. Al final, Ana María Matute deshizó el hechizo que ella misma había creado -y en el que llegó casi a oler a arzadú, una flor brotada en su imaginación- para decir que lo único que quería era transmitir gratitud y alegría.

En su intervención, Ángeles González-Sinde, ministra de Cultura y ayer, por vía literaria, “de lo invisible y de lo inexplicable”, dijo que en la premiada esa alegría es “casi subversiva”. Era, claro, una metáfora: la ciudad estaba llena de autoridades y de policías. Hay algo literal, sin embargo: la alegría de la Matute es contagiosa. Bastaba con ver las caras de sus colegas en el cóctel para comprobar que -ya hablaran de la crisis, laChampions o la demanda de IVA cero para los libros- todos tenían cara de Premio Cervantes.

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