Regresar sin un rasguño, perdiendo el alma

Rodrigo Fernández Ordóñez

“…pero el descubrimiento de La Vorágine, entre otras, nos abrió el panorama, fue de donde surgió Anaité, después de una serie de visitas y de cacerías en el Petén, en las vacaciones íbamos un mes, existía una población nómada, que era la que cortaba el chicle y la madera, ya casi no había monterías en Guatemala, habían desaparecido en los años treintas, pero hay historias muy famosas de gente que trabajó en esas monterías…”

Mario Monteforte Toledo.

Pájaros feos que cantan.

No hay duda que todo libro tiene su momento.  Anaité, la primera novela de Monteforte Toledo, (ese gigantesco hombre de la Ilustración perdido en el trópico), llevaba años esperando ser leída en un rincón de mi biblioteca, el mismo en donde esperan su turno otras novelas guatemaltecas mezcladas con otras que ya han sido oportunamente espulgadas.  Fue cuestión de tomarla y no dejarla hasta agotar la última página.  Aunque eso no dice mucho en realidad, dado que soy lector obsesivo.  Por eso, para aclarar la mente me senté a escribir esta reseña. Para justificar mi entusiasmo y rumiar esa sensación de cálida satisfacción que me asalta cada vez que termino de leer un buen libro, y así poder recomendarlo con la conciencia tranquila.

Anaité se desarrolla en una geografía nada extraña para mí. La selva petenera y sus innumerables ríos los había recorrido yo en las páginas de Guayacán y Carazamba de Virgilio Rodríguez Macal, en donde nombres como Río La Pasión, Usumacinta, Sayaxché, o Río Santa Amelia me trasladaban fuera del cuarto en donde tumbado en la cama devoraba las aventuras de los protagonistas. Estos libros me entusiasmaron de tal forma que al momento de haber reunido una pequeña suma de dinero me lancé un viaje de 12 horas (eso se tomaba el bus antes de terminarse la carretera Guatemala-Flores) para conocer estos remotos lugares. Esa primera vez tan sólo fue San Benito, Flores y Santa Elena. Flores era entonces una isla polvorienta de tejados rojos y muchas cantinas, antes de su recuperación y de convertirse en atractivo turístico. Luego vendrían otros viajes menos rudimentarios hasta que logré visitar el Parque Nacional Sierra Lacandona, a 6 horas de viaje en ruta de terracería saliendo de la Isla de Flores. En total fueron 18 horas de viaje desde ciudad de Guatemala por vías con poco o nada de pavimento. Ese tercer viaje lo hice con mi amigo de aventuras Rodrigo Arias, con el objeto de tomar fotografías de una serie de incendios que había estado arrasando la selva del municipio de La Libertad, allá por 1999. Guardarecursos del CONAP nos llevaron en un pickup hasta una remota aldea llamada Villa Hermosa en el corazón del parque. Allí nos instalamos en una carpa clavada en la ladera de una colina y de allí salimos durante tres días acompañando a los personeros del CONAP a supervisar la selva y a dirigir a los helicópteros que derramaban sus cargas para sofocar los fuegos. Eran horas de subir y bajar colinas de verde brillante, con un calor sofocante. Horas de caminar por estrechas veredas rodeadas de espesa vegetación. Horas de andar sin hablar, cargando cada uno una mochila de lona con quien sabe cuántos litros de agua para los hombres de la columna y una mochila pequeña con comida. El tercer día, el último que podíamos quedarnos, los guardarecursos nos hicieron caminar largas horas casi sin parar, gastándonos bromas y burlándose de nuestra desfalleciente mirada sólo para anunciarnos victoriosamente desde una empinada colina que al fin habíamos llegado al Usumacinta. Un ruido descomunal y una línea plateada que corría a nuestros pies. “Allá, al otro lado está México”, nos dijo uno de ellos; “Estamos en el vértice cero del mapa”, nos dijo otro. Nos derrumbamos bajo una sombra a ver el río y a escuchar su torrente durante unos minutos. Cuarenta, quizás. Luego, a caminar de regreso al campamento. Tal vez por esa experiencia me devoré las 153 páginas de mi edición en dos sentadas a leer. Sigue leyendo