El país de la eterna primavera

Martín Fernández-Ordóñez

Dieter se despertó esa mañana de muy buen humor. Caroline, su esposa, se había levantado temprano para prepararle un desayuno especial (había tomado a escondidas un curso dedicado a las nuevas amas de casa donde les enseñaban, entre otras cosas, a preparar desayunos gourmet y veloces). Era el cumpleaños número 34 de su esposo y al mismo tiempo su cuarto aniversario de casados.

Se recostó en la cabecera de la amplia cama para contemplar la vista de la que podía gozar desde el ventanal de su habitación. Se deleitó con el color celeste intenso del cielo, la forma triangular casi perfecta del volcán y más cerca, las ramas de los altos árboles del jardín siendo suavemente sacudidos por el viento. El olor a café fresco lo regresó a la realidad y bajó a desayunar. Caroline había preparado hot cakes de chocolate, fresas y moras con queso cottage y leche condensada, smoothie de banano con mora y todo dispuesto en la mesa de la pérgola al aire libre, sobre un mantel de lino de Almagro, usando la vajilla de KPM que les regaló su madre para la boda. Al centro de la mesa, un arreglo con las flores silvestres del jardín. Cuando vio a su esposa cargando a Melanie esperándolo sonriente frente al banquete, no pudo aguantar la emoción de sentirse tan dichoso y las cubrió a ambas con un tierno abrazo.

Juan tuvo que levantarse esa mañana todavía más temprano que de costumbre. Una de las máquinas para hacer pan se había arruinado la noche anterior y tenía que repararla para poder sacar la producción y tener listo el pan a las 6 de la mañana. Violeta dormía profundamente. La pobre, pensó, se había acostado tardísimo preparando unos pasteles de encargo con los que se ayudaban. Él mismo se preparó un café, un par de tortillas con frijoles, crema y recalentó unos huevos con tomate que habían sobrado de la cena. Se sentó a la pequeña mesa de pino cubierta por un mantel con diseño de flores y protegido por un plástico transparente. Se sirvió el desayuno humeante en un plato de peltre.

Al terminar de desayunar y de dejar a la niña de 2 años con la niñera, los esposos subieron discretamente a la habitación e hicieron el amor apasionadamente. Luego Dieter tomó un largo baño en su jettina, se vistió con un par de prendas sport que había comprado en su último viaje a Nueva York y se alistó para comenzar un nuevo día de trabajo. Se subió a su camioneta BMW modelo X3 del año, puso el nuevo CD de U2, abrió el portón eléctrico de su garaje para 4 carros y salió de su idílico hogar tarareando las canciones. Mientras pasaba su tarjeta electrónica para que se abriera el portón del residencial, saludó muy amablemente al policía de la garita y bajó por entre los pinos y encinos de la montaña hacia la ciudad.

Lavó los trastos en la pila exterior y se lamentó de no tener agua caliente para no tener que sentir las manos congeladas a esas horas de la mañana. Ni modo, pensó, a seguir en la lucha. Entró a la otra habitación de la casa donde dormían sus cuatro hijos, bien acomodaditos en una amplia cama. Algún día, se dijo, pronto, les voy a comprar a cada uno su camita y cuando bien nos vaya voy a cambiar el techo de lámina por uno de madera.

Salió bien abrigado de su casa y caminó hacia la esquina para esperar a que pasara el primer ruletero que lo sacaría de la colonia, luego tendría que tomar una camioneta que lo acercaría a la avenida principal y luego caminar un par de cuadras o tomar un taxi, todo dependería de la rapidez con la que pudiera llegar al centro. Mientras caminaba hacia la esquina, rezó pidiéndole a Dios que no anduviera por allí ningún integrante de la mara, ya que desde hacía un par de semanas los veía rondar la colonia y tenía miedo de que volvieran a molestarlo con lo de las extorsiones. Sabía que no era el único, de hecho varios de sus vecinos habían tenido que abandonar sus casas y se habían marchado por causa del miedo. Pero Juan y su familia no tenían otro lugar a donde ir. Sigue leyendo