William Ospina, Babelia
En las novelas que transcurren en el Amazonas la tierra no es paisaje, sino el personaje más poderoso. A los 500 años del nacimiento de Francisco de Orellana, su descubridor, recorremos su cuenca como inspiración para escritores, pintores, músicos y cineastas
La literatura del mundo amazónico ha sido en cinco siglos un largo diálogo de mitologías. Las que concibieron en centenares de lenguas los diez millones de nativos que habitaban sus orillas a la llegada de los europeos, y las que aportaron el español y el portugués, que se consolidaban entonces y que con la aventura americana se convirtieron en grandes lenguas planetarias. Hay que leer El hablador, de Mario Vargas Llosa, o Macunaíma, de Mario de Andrade, para sentir la complejidad de los mitos indígenas y el modo libre, audaz y conmovedor como la sensibilidad mestiza los interroga y los transforma en inquietantes parábolas de la modernidad. “Una lengua”, escribió Jorge Luis Borges, “es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos”. Los mayores idiomas nativos de la región son el ticuna, el shipibo-conibo, el guahibo y el warao, pero, aunque decrecientes en términos demográficos, ahí están el tupí-guaraní, el mbyá, el kaiwá, el pai tavytera, el chiripá, el omagua, el ñengatú, las lenguas boras como el muinane y el miraña, y las huitoto como el ocaina, el nipode, el meneca, el murui, el nonuya y el coixoma.
Innumerables son las recopilaciones que se han hecho de tradiciones, relatos, mitos y sueños indígenas, pero podemos mencionar Los piros,relatos recopilados en el Perú por el sacerdote español Ricardo Álvarez en 1960; los Mitos e historias aguarunas, recopilados por José Jordana Laguna en 1974; La verdadera biblia de los cashinahuas, cuentos recopilados por el antropólogo francés André Marcel d’Ans en 1975, que ha sido llamada “Las mil y una noches del mundo indígena amazónico”; El universo sagrado, recopilado y reelaborado por Luis Urteaga Cabrera, de Cajamarca, quien convivió diez años con los indígenas shipibos; y las recopilaciones Yaunchuck I y II que recoge la literatura oral de los jíbaros huambisa, publicadas en 1994.
En la región brasileña y venezolana, el etnógrafo alemán Koch-Gruneberg recogió las leyendas e historias de los indígenas taulipangues y arecunás, que dieron a conocer un mundo rico de imaginación y de conocimientos e inspiraron en Brasil a Mario de Andrade, en una semana inolvidable de 1928, su novela Macunaíma. Es una rapsodia que mezcla el espíritu de los romances medievales y la atmósfera de las ciudades fantásticas con el ritmo de la novela picaresca para producir una de las grandes fusiones literarias contemporáneas. Su decurso es ejemplar por los rumbos que abre para la imaginación: el héroe Macunaíma, de la tribu de los tapanhumas, vence a Cí, la reina de las amazonas, la convierte en su esposa, y se apodera de la Muiraquitá, la piedra en forma de caimán que da la felicidad. Un traficante de São Paulo, Venceslau Pietro Pietra (que es en realidad el monstruoso gigante Piaimá), roba el talismán y hace que Macunaíma y sus hermanos Maanepe y Jiqué vayan a la ciudad a buscarlo y allí lo derroten. El héroe recupera el talismán, pero al volver no encuentra ya su aldea, que ha sido devastada. Le cuenta toda su historia a un papagayo, antes de convertirse en una de las estrellas de la Osa Mayor, y el narrador confiesa al final que es aquel papagayo quien se la ha contado.
Ya el nombre del Amazonas logra ser testimonio suficiente de esa tradición de desplazamientos míticos. Que unas mujeres guerreras de Tracia o de Mitilene, que lucharon con Aquiles y con los centauros, hayan terminado dando su nombre al otro lado del mar al mayor río del planeta es indicio suficiente de cómo desde hace cinco siglos se funden nuestros símbolos, de cómo se condensan en nuevos relatos y metáforas las memorias de dos hemisferios incomunicados por treinta mil años.
La selva es un laberinto insondable, pero el río es un camino abierto, una inmensa vía de comunicación que unió desde siempre a los pueblos de la cuenca, y comunicó al mundo del Caribe con las regiones andinas. Las poblaciones y las lenguas del río llegaron del mar, y así lo narran los distintos pueblos en el mito compartido de las grandes anacondas que entraron por la desembocadura y remontaron los cauces de agua.
Esta inmensa cuenca que hoy se reparten ocho países es un gran país en sí misma, el mayor sistema de aguas dulces del planeta, y es comprensible que en el Amazonas todo sea superlativo: sus mil tributarios, su extensión, su caudal, el territorio que abarca y la selva que nutre. La cantidad de agua que mueve es una suerte de océano circulante; porque es una décima parte del mundo que contiene sin embargo la mitad de su patrimonio biológico.
Grandes hechos de la historia suelen ser inesperados y pasar casi inadvertidos. Fray Gaspar de Carvajal no se habría atrevido a compararse con los altos autores del Siglo de Oro español, pero es hoy el símbolo de la curiosidad con que la lengua española registró el descubrimiento del río más largo y caudaloso del mundo y de la selva que lo ciñe. Fray Gaspar no era un literato; sólo su afición a registrar todo lo que ocurría lo convirtió en cronista accidental de una expedición fabulosa, la de Gonzalo Pizarro en busca del País de la Canela más allá de los montes nevados de Quito. Los infinitos caneleros no existían, y en vez de un bosque rojo de una sola especie los viajeros encontraron la selva amazónica, la mayor variedad de plantas del mundo, pero en aquellos tiempos esa no era una buena noticia: necesitaban oro, metálico o vegetal, y lo necesitaban enseguida.
Orellana fue desde entonces uno de los personajes de la literatura amazónica, y su carácter ha oscilado en las letras entre el héroe abnegado y sutil, conocedor de lenguas y gran caudillo de hombres del relato de Carvajal, hasta el villano que premeditadamente traiciona a Pizarro y huye con el barco de la expedición llevándose cien mil pesos de oro, la paga de los soldados, y las piedras preciosas que habían obtenido por las montañas, en crónicas como la Historia del reino de Quito de Juan de Velasco.
Veinte años después del viaje de Orellana vino la expedición al Amazonas de Pedro de Ursúa, que dio origen al ciclo literario de Lope de Aguirre. El navarro Ursúa, quien había guerreado diez años en tierras de lo que hoy es Colombia, intentó en 1561 repetir la aventura de Orellana y buscar el país del hombre de oro, pero cometió dos errores, llevarse en su expedición a la mujer más bella del Perú, la mestiza Inés de Atienza, con sus doncellas, y reclutar, entre otros villanos, a Lope de Aguirre, quien encabezó la sublevación que dio muerte a los dos amantes, se apoderó de la expedición, hizo un viaje sanguinario, y provocó libros como La aventura equinoccialde Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender; Lope de Aguirre, príncipe de la libertad, de Miguel Otero Silva; El camino de El Dorado, de Arturo Uslar Pietri; Los marañones de Ciro Bayo, y películas como Aguirre, la cólera de Dios, de Werner Herzog, o El Dorado, de Carlos Saura. Ursúa y Aguirre tuvieron sus cronistas: Francisco Vásquez, Pedrarias de Almesto, Toribio de Ortiguera, Custodio Hernández, Pedro de Munguía y Gonzalo de Zúñiga, quien también escribió un poema, La jornada del Marañón.
Algunos de estos episodios fueron versificados temprano en el poema más extenso de la lengua española, Elegías de varones ilustres de Indias, de Juan de Castellanos, la más vasta y ambiciosa crónica de la conquista americana, el poema que descubrió América para la poesía, y una de las obras más singulares de la literatura universal. De este gran poema se han nutrido por siglos cronistas e historiadores como fray Pedro Simón en sus Noticias historiales, y fray Pedro de Aguado, cuya reconstrucción del ciclo de Ursúa y Aguirre ocupa cuatrocientas páginas de su Recopilación historial.Existe también la obra inédita El Marañón, de Diego de Aguilar y Córdoba, 1578, y elNuevo descubrimiento del Amazonas, 1641, de Cristóbal de Acuña.
Los ocho países de la cuenca tienen cada uno una notable literatura amazónica. Baste mencionar la novela Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos, cuyo tema no es la selva y el río, pero sí la lucha entre la fuerza incontrolable de la naturaleza y el esfuerzo humano por someterla a sus leyes. No es extraño que en su personaje central se sienta vagamente volver la leyenda de la amazona, dominadora de hombres. Un lugar destacado ocupa la novela La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, cuyo escenario sí es la selva, pero cuyo infierno son menos los laberintos vegetales que el horror de las caucherías donde las fuerzas del progreso masacraron a centenares de miles de indígenas. Larga es la lista de novelas, relatos y poemas que giran sobre el poder de la selva, pero el tema volvió renovado en La casa verde, de Mario Vargas Llosa, cuya prosa densa, abigarrada, cambiante, es como esa maraña en la que ocurren intempestivamente las cosas; donde formas, colores, temperaturas, aromas, seres, gestos y pensamientos se organizan y fluyen haciendo del lenguaje un tejido poderoso y orgánico. Hay en esta obra un esfuerzo evidente por lograr que la realidad de la selva se apodere del lenguaje, y allí, en vigoroso contrapunto, el río y la selva son lo sucesivo y lo simultáneo, lo uno y lo múltiple, lo homogéneo y lo diverso, lo que avanza hacia un fin y lo que siempre se repite, camino y laberinto, historia y mito.
Lo mismo puede decirse de la obra monumental de Euclides da Cunha, Los sertones,de 1902. Libros donde la tierra no es paisaje sino un personaje más poderoso que los otros, una fuerza que invade la lengua y le da su textura y su poder, de modo que lo que ocurre no puede separarse jamás de cómo ocurre. Novelas mestizas y mulatas como las de Faulkner, novelas río llenas de savia y sangre, de la vegetación macerada y los enigmas de la tierra fecunda, donde casi no alcanzan los tropos literarios de la tradición para dar cuenta de un mundo inabarcable, de fecundidad destructora.
Los sertones es la historia de cómo treinta mil hombres asediados por la sequía, maltratados por la pobreza y humillados por los señores, se atrincheraron en la región de Canudos y vivieron en comunidad esperando el fin del mundo bajo los sermones inspirados del predicador campesino Antonio Conselheiro, y fueron masacrados por el ejército de la joven república acusados de pretender restaurar la monarquía, cuando no eran más que pobres exaltados y místicos excluidos por una sociedad despiadada. Este mismo tema de la aventura de Conselheiro fue recreado en La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa.
Ya el Amazonas no es sólo tema de historias locales sino escenario de una gran literatura mundial. Desde los primeros cronistas del siglo XVI, pasando por los misioneros del XVII, exploradores del XVIII y el XIX como Alejandro de Humboldt, que combinaron la curiosidad de la Ilustración con la pasión del Romanticismo, novelistas como Julio Verne, Ramón J. Sender y Hartzell Spence, hasta antropólogos, etnólogos, geógrafos y botánicos del siglo XX, como Wade Davis, autor de la monumental obra El río, el mundo amazónico se ha convertido en un gran tema de estudio y reflexión a medida que la degradación de la naturaleza planetaria y el cambio climático lo señalan como la gran reserva de respuestas para los desafíos de la época.