José Luis Pardo y Juan Gelman, Babelia – El País
Un nuevo orden moral aflora en tiempos de crisis mundiales e inseguridad, e invita a repensar sobre el optimismo y la felicidad. El filósofo José Luis Pardo y el poeta Juan Gelman reflexionan para Babelia sobre la dicha y el desastre, dos sentimientos antagónicos por los que nos movemos sin transición
La decepción de nuestros días ha erosionado el contrato social y los compromisos morales Saben aquel que diu…? Se levanta el telón y, en total oscuridad, se escucha una voz profunda que dice: “Soy un optimista nato. Allí donde otros ven riesgos, yo veo oportunidades”. El escenario se ilumina poco a poco, hasta que vemos al autor de la declaración: en lo alto de un pico montañoso, se dibuja la siniestra y a la vez esbelta figura de un gran buitre.
De pronto, la psicología parece haber pasado a primer plano. Los hechos, otrora punto de anclaje de una realidad incontrovertible, se han vuelto tan enigmáticos y volubles debido a la fluctuación de los valores financieros que los estados de ánimo se han convertido en una variable independiente: si alguien puede modificar el precio de una mercancía -a veces desde millones de kilómetros de distancia- únicamente con la energía mental de sus expectativas de futuro, ¿por qué no podríamos contribuir a mejorar nuestras propias posibilidades simplemente creyendo muchísimo en ellas? Es una causa basada en nada, como decía Max Stirner, pero, ¿no es en eso mismo -o sea, en nada- en lo que se basaban nuestras esperanzas de crecimiento hace sólo unos años, según hemos descubierto repentinamente en los últimos tiempos? ¿No fue una causa con el mismo fundamento -es decir, ninguno en absoluto- la que hizo grandes a Lehman Brothers y a tantos otros? ¿Por qué no podríamos volver a inflar la burbuja deshinchada de nuestro porvenir con una inyección reforzada de autoestima?
La realidad se nos resiste, sin duda, y quienes nos aseguran ahora que nos dicen la verdad desnuda sobre ella no dejan de constatar nuestra quiebra y nuestro naufragio en todos los órdenes, pero los indicadores de los que se sirven para ello no los pone la terca realidad, que como antaño gusta de ocultarse a nuestros ojos, sino aquellos mismos -los calificadores profesionales del riesgo- que nos aseguraban hasta hace poco que lo real era tan elástico como nuestros deseos y que la verdad dependía estrechamente de nuestra mirada sobre el mundo. Incluso en los peores momentos y ante las más drásticas medidas de reajuste presupuestario, la naturaleza psicológica de las políticas de austeridad parece innegable: se diría que no se toman tales medidas para restaurar la solvencia perdida o para recuperar el equilibrio contable, sino para convencer a nuestros acreedores de que podremos pagarles o para recobrar la credibilidad perdida en los mercados, sin que la cruda realidad parezca tener nada que ver con ello.
Y es incluso así como se calcula (de acuerdo con el efecto psicológico que pueden causar en los inversores) la oportunidad de las convocatorias electorales, las iniciativas parlamentarias, las sentencias judiciales o los titulares de prensa. Llevamos muchos años oyendo que la incertidumbre era el signo mayor de nuestra época, que se jactaba de haber derribado todas las seguridades antes tenidas por inquebrantables, y que debíamos asumir gozosa y festivamente esa inseguridad en lugar de dejarnos arrastrar por el espíritu reaccionario hacia la nostalgia de las firmezas metafísicas del pasado; hemos oído que debíamos olvidarnos felizmente de cosas tales como las newtonianas y pre-cuánticas cadenas de la estabilidad laboral, de la rigidez jurídica del Estado de derecho o de los dogmas atávicos de las ciencias deterministas y mecánicas. Así que la gran decepción de nuestros días ha consistido en descubrir que los promotores de esta doctrina de la incertidumbre gloriosa, los propagandistas de la ilimitada flexibilidad de nuestras vidas, de nuestras moradas, de nuestros empleos, de nuestras familias y de nuestras propiedades, tenían una agenda oculta y un as en la manga: con toda esa defensa de la inconsistencia, de la variabilidad, no buscaban en el fondo más que una sola cosa: seguridad absoluta para sus beneficios. Pero su búsqueda ha sido tan afanosa y desmedida, tan irrestricta, que ha acabado por erosionar aquello mismo que, como ya sabía Hobbes, es la fuente principal de las seguridades humanas -incluida la del retorno de las ganancias esperadas-: el contrato social que nos hacía preferible vivir políticamente vinculados a nuestros semejantes que hacerlo en estado de guerra de todos contra todos. Ahora va a resultar muy difícil convencernos de que renunciemos a nuestros apetitos, porque ellos se han puesto por encima de cualquier otro compromiso moral y civil, incluido el que los gobiernos democráticamente elegidos tenían con sus soberanos legítimos, los ciudadanos.