Jorge Luis Contreras
Escucho la voz del Quijote. Ya no hablamos así. Más bien no hemos sabido nunca hablar así. Es gallardo el decir hidalgo, incuestionable. Sancho topa su palabrería vulgar con el frontón del elevado tono discursivo del gigante enamorado. Van al Toboso.
No es solo la profundidad del Quijote; es, y más contundente, la poética cadencia que embelesa al lector cuando Quijano expone sus argumentos. Ángel es Dulcinea, ángel tiene la del Toboso, ángel como León Felipe llamaría a nuestra Isabel.
Don Quijote percibe, como siempre, simple a Sancho. Le endilga, le acicatea, le declama, y, sobre todo, le declara que su amor por Dulcinea es una decisión. Sancho puede solo en su defensa anunciarse simple, transparente y fiel creyente.
Sancho, el simple Sancho, discurre largamente acerca de la trascendencia de los caballeros matagigantes y su inferior condición respecto de los santos mártires cristianos que llegan, incluso, a tener templos de veneración más solemnes que reyes y césares. Luego, colige, habrá que hacerse frailecillos humildes con pasaporte seguro al cielo.
Sancho es ahora hijo de la zozobra. Mintió a su señor acerca de Dulcinea. La verdad asoma rauda cuando amanecen los héroes a las puertas del Toboso.