Rodrigo Fernández Ordóñez
Es un libro con un titulo equívoco, que puede llevar a malentendidos. Junta de Sombras, del mexicano Alfonso Reyes debería tener una faja en la portada con el anuncio siguiente: “Advertencia: para leer a la sombra de un olivar, bajo el luminoso cielo del Ática”. Es uno de esos libros para llevarse de vacaciones y leerlo despreocupadamente, para dejarse guiar por la genial mano de Reyes por los vericuetos del mundo griego que nuestros profesores de educación media no nos supieron explica, pese a sus esfuerzos, y asombrarnos de la modernidad del mundo de Homero, de Herodoto y de Hesíodo. Es un verdadero deleite, de pasta a pasta.
De un Alfonso Reyes al que no regresaba desde mis años de bachillerato en los que me hicieron leer un volumen de sus poesías (y que no me interesaron particularmente), me encontré hace unos días un pequeño ejemplar maravilloso que recoge sus “Estudios Helénicos”, ensayos que son una verdadera joya cada uno de los que lo integran. Afortunado dueño de una mente enciclopédica, nacido en el seno de una familia beneficiada por el porfiriato, sus ensayos breves, claros, amenos, poéticos (estos si impactan por su perfección), son comparables en calidad y hermosura con los Siete ensayos dantescos y Siete Noches de Borges. Es un volumen que no se puede dejar pasar.
Editado con la calidad propia del Fondo de Cultura Económica en su Colección Popular, Junta de Sombras. Estudios Helénicos, permite acceder a una muestra de lo mejor que la intelectualidad mexicana ha aportado a la cultura occidental, y por poco dinero. Porque Alfonso Reyes, apodado el “regiomontano universal”, es un autor admirado por sus extendidos intereses, que van del mundo helénico, pasando por la bohemia europea, al mundo rural mexicano. A riesgo de caer en el cliché, se podría decir que Reyes es un exponente de esos hombres del renacimiento, pero nacido en la época y geografía equivocadas. Autor de poesía, ensayo, teatro, memorias y crítica literaria, cómplice intelectual de José Vasconcelos y Henríquez Ureña, con quienes conformó un ateneo en donde estudiaban a los griegos, dejó una colección de iluminados ensayos propicio para que nos imaginemos que lo estamos escuchando sentados en una playa a orillas del mar Egeo o bien en la ladera de una colina rocosa, bajo el refulgente sol de Creta.
El tono de los ensayos carece, afortunadamente, de la afectación que da la cultura enciclopédica. Sus palabras son un discurrir suave que no nos pierde en laberintos del lenguaje, como le sucede en ocasiones a Octavio Paz, por ejemplo. Como su intención se presume pedagógica, el discurso busca interesar, no aburrir. Sus ensayos son más bien disertaciones para consumo de cualquier lector y no para especialistas, lo que aligera considerablemente el tono de sus investigaciones. Su tercer ensayo, por ejemplo inicia así: “No hay que tener miedo a la erudición. Hay que contemplar la Antigüedad con ojos vivos y el alma de hombres, si queremos recoger el provecho de la poesía”. Lo que constituye una sincera invitación a leer sus ensayos con despreocupación, como estarse paseando un día particularmente tranquilo. Como cualquier tarde de sábado de abril, pues.
No sé si por casualidad o con toda la intención del caso, el primer ensayo, el que abre el viaje al remoto mundo griego es, a mi gusto, el mejor de todos. Se titula Un dios para el camino, en el que habla entre otras cosas, de los viajes griegos y las aventuras de Odiseo, pero sin dejar de lado el brutal mundo de la edad de bronce:
“Todavía ante, los hombres de aquella edad oscura que va de la caída de Troya a las Guerras Persas solían huir en sus barquichuelos con lo que llevaban encima, porque no había tiempo ni sitio para más, abandonando en los ancorajes, para que corrieran su suerte entre los dorios, a la mujer y al hijo, al que cuando mucho hacían una marca con el cuchillo a fin de reconocerlo algún día…”
Pero así como hay episodios de violencia, hay escenas de una modernidad casi alarmante, pues los cuatro mil años que han transcurrido no parecieran haber afectado particularmente el paisaje. Reyes, a propósito de la Descripción de Grecia, de Dicearco, de quien nos cuenta que fue discípulo de Aristóteles, nos recrea esta imagen, casi impresionista:
“Dondequiera que un árbol tiende un poco de sombra, dondequiera que se abre un pozo, aparece una posadita y hay una mesa en torno a la cual bebe la gente. Vense filas de borricos y amontonamiento de carretas. La antigua Oropo, al término del viaje, era nido de aduaneros y matuteros, a quienes el diablo confunda.”
El primer ensayo toma como excusa la vida del dios Anfiarao, (“mandado hacer para explicar los accidentes del suelo, los agujeros de la tierra”), para recrearnos un mundo lejano en el que viajar más lejos de la aldea era una aventura digna de quedar fija en el imaginario de la comunidad, y todo para abordar los siguientes dos ensayos, Prólogo a Bérard, en donde desenmaraña la leyenda del Homero como poeta ciego y al Homero colectivo, esa suma de poetas y bardos itinerantes que durante siglos le fueron dando forma a la Ilíada y la Odisea (“para que haya poema, tiene que volver a su patria por el camino más largo”), y La estrategia del Gaucho Aquiles, en donde con la excusa del orgullo del héroe se adentra en las motivaciones de la venganza, con toda su carga de odio y de rencor, con tiempo aún para dejar caer monedas de conocimiento, para que comprendamos el mundo antiguo: “…lo compara al astro llamado el perro de Orión, que aparece en los cielos otoñales por la época de las cosechas y es siempre ominoso anuncio de fiebre para los indefensos mortales…”
No es mi intención hacer un repaso de todos los ensayos contenidos en el volumen (que son 25), sino apenas hacer un breve recorrido por ciertas frases perfectamente concebidas y que correspondan o no al espíritu general de los ensayos, pueden servir de anzuelo para aquellos lectores que andan a la caza de buenas lecturas para los momentos tranquilos del día. En el ensayo en donde explora el origen del Olimpo y de la mano genial de Hesíodo (autor de la Teogonía), encontramos una reflexión rápida en el texto, pero digna de permanecer en nuestra mente, para quedarse rumiándola: “Mientras sólo nos dejamos transportar por los días, somos un ligero corcho que flota en la corriente: la vida nos vive y no la vivimos nosotros. Sólo cuando injertamos en los días los trabajos estamos viviendo por obra propia”, que aunque es un enunciado que se nos antoja a anacronismo, tiene una fuerza y una contundencia que desarma cualquier pensamiento en contrario. Claro, yo soy un fiel partidario del ocio…
En el ensayo en donde defiende la mente racional del hombre griego, y le sirve otra vez como excusa para adentrarse en las invasiones de los hombres rubios del norte y su aporte al imaginario espiritual helénico, entresacamos estas imágenes inquietantes, pero inexplicablemente hermosas:
“Así, los guerreros de la Edad Heroica, en vez de enterrar a sus muertos según la antigua usanza, queman los cadáveres, para no exponerlos a la profanación en los territorios donde no esperan establecerse. Y es muy probable que las celebraciones ocultas o ritos de catacumbas hayan comenzado desde entonces ente las tribus oprimidas.”
Imágenes que por su pragmatismo incontestable refrendan las afirmaciones que en cuanto a la mente de los griegos elabora Reyes, y una más, a riesgo de hacerlos caer en el agotamiento de las citas: “Pero la nueva mitología, en cuanto es explicación antropomórfica del universo, suscita, desde los albores de la cosmología helénica, una controversia sustentada en los arrestos de la investigación racional.”
¿Necesita más excusas para leer a Reyes?