Ángel Rupérez, El País
En 1609 apareció en Londres un volumen de poemas que contenía 150 sonetos y un largo poema titulado Lamento de un amante. Su autor era el afamado dramaturgo y empresario teatral -además de ocasional actor- William Shakespeare, del que tan poco sabemos. Su destinatario externo era un tal W. H., fuente de interminables conjeturas, pero más importantes son los destinatarios internos de los poemas, un bello joven al comienzo, más tarde sustituido por una enigmática dama. En los dos casos, la obsesión temática de los sonetos es la belleza caduca, el amor frágil y el Tiempo todopoderoso, y cómo vencer a este último monstruo. Solo hay realmente dos métodos: uno, la procreación y legación así al procreado de la belleza caduca del progenitor; dos, la poesía misma, capaz de inmortalizar al elegido por el trabajo inspirado -nunca un regalo- del artista.
Cada cierto tiempo, alguien vuelve a traducir estos sonetos y eso es lo que acaba de hacer R. Gutiérrez en la editorial Visor, que ya tenía en su catálogo los 40 sonetos traducidos por Mújica Laínez in illo tempore. Se trata de una versión métrica y rimada, con el alejandrino como soporte, que revela fidelidad y también seducción rítmica, suficientemente atractiva como para no ceder ante los posibles reproches que formas de traducir como esta -y como todas- puedan plantear.
La traducción métrica y rimada es una de las puestas históricamente en práctica por los traductores de estos sonetos (recordemos García Calvo y más recientemente Pérez Prieto o Ehrenhaus), junto con estas otras tres: trasladar solo el metro, prescindiendo de la rima (Mújica Laínez y más recientemente Law Palacín); prescindir de la rima y de patrones métricos fijos y oscilar entre unos y otros, con cierta libertad (JRJiménez, yo mismo, Gómez Gil) y -actitud prácticamente extinguida- traducir en prosa los pentámetros yámbicos del original, como hizo el gran y venerable Astrana Marín.
Los que se atienen a la métrica rimada deben encajar en sus moldes todas las peculiaridades del original, sacrificando lo necesario para alcanzar ese objetivo, haciendo a veces cabriolas ingeniosas para lograr las rimas, a veces asombrosas y otras veces no tanto (el ridículo acecha). Los que prescinden de todo ese aparato lo tienen en apariencia más fácil pero algo les obliga a dar por perdida esa batalla -¡han leído tantos versos de mala muerte perfectamente medidos y rimados!- y a buscar su verdad en los entresijos de la experiencia y la fuerza de las expresiones e imágenes. Sacrifican el decasílabo con acentos en las sílabas pares del original, sí, pero ¿garantiza el remedo métrico, solo por el hecho de serlo, un verso convincente en español?
Creo que la cuestión de fondo radica en que las soluciones, de un tipo u otro, sean capaces de persuadir al lector de tal modo que, aun a sabiendas de que es una traducción, llegue a parecer el resultado final un poema generado en y por sí mismo, con la naturalidad de las obras auténticas y con el respeto a una experiencia ajena que llega a resultar propia de quien traduce. Puro y duro ideal, sin duda, pero las buenas traducciones se acercan a ese sueño, que no es otro que el sueño de la desaparición de las barreras entre las lenguas.
Ahora bien -oh dura realidad-, si la camisa de fuerza métrica retuerce gravemente la expresividad y el sentido del original, malo, por mucho endecasílabo o alejandrino que valgan. Si el traductor más libre carece de empaque para buscar soluciones imaginativas, convincentes y viables enu lengua -persuasivas, como origi snadas en ella- y encima no tiene el más mínimo sentido del ritmo -hay otros ritmos, hay otras músicas-, igualmente malo. Por tanto, lo ideal sería ser capaz de las dos cosas al tiempo: conseguir gran sonido y gran y fiel sentido, ya fuera en moldes más ceñidos o en moldes más libres, pero de tal modo que el lector pudiera decir: Shakespeare está aquí e incluso -¡asombro!- la tradición poética española está aquí pues, si el traductor es bueno, puede hacer oír en su versión ecos entrecruzados de los poetas españoles en los que ha mamado, sin que ello suponga atentado alguno contra el original.
Sea lo que sea, aviso que los más recientes intentos publicados merecen realmente la pena, por más que sean tan distintos entre sí: J. R. Jiménez persigue el sentido y se deja llevar por él, porque cree en él, porque probablemente en él pesaban las vacuidades métricas modernistas, en las que él fue un virtuoso, y tal vez porque hubiera leído a Goethe: poesía es lo que queda después de haber prescindido de la métrica y de la rima. Law Palacín traduce en endecasílabos sin rima con buen tino mientras que Ehrenhaus tiene a su favor que traduce además Lamento de una amante, con la misma técnica que los sonetos -endecasílabos rimados-, fiel al espíritu barroco en su apretado y casi conceptista fraseo; Pérez Prieto es un virtuoso que hasta llega a asombrar y Gutiérrez aplasta a todos los demás con su aparato erudito al final, con apuestas interpretativas interesantes y hasta inquietantes: ¿le preocupaba tanto a Shakespeare el semen, principio de la fecundación?
Sonetos de Shakespeare. Traducción de Ramón Gutiérrez Izquierdo. Visor. Madrid, 2011. 736 páginas. Sonetos. Edición bilingüe. Christian Law Palacín. Bartleby. 2009. 168 páginas. Sonetos y Lamento de una amante. Traducción de Andrés Ehrenhaus. Galaxia Gutenberg. Barcelona. 2009. 400 páginas. Sonetos. Edición bilingüe. Pedro Pérez Prieto. Nivola. Madrid. 2008. 352 páginas. Música de otros. Traducciones y paráfrasis. Juan Ramón Jiménez. Galaxia Gutenberg. Barcelona. 2006. 640 páginas.