Antonio Muñoz Molina, El País
París era una fiesta. “Los alemanes iban de gris, y tú ibas de azul”, le dice Rick Blaine a su amada Ilsa en Casablanca. El gris de los uniformes de los alemanes acentuaba la grisura del cielo de París cuando César González-Ruano llegó a la ciudad en 1941. En los cafés, en los teatros, en los cabarets en los que hacía sus extraños negocios, González-Ruano advertía la mancha gris de los uniformes alemanes, y le extrañaba que en ninguna parte se observaran signos de la guerra. El 14 de julio de ese mismo año Ernst Jünger se paseaba por París con su uniforme gris de capitán de la Wehrmacht y notaba complacido la alegría de la gente que llenaba las calles y sobre todo, cuenta en su diario, el espectáculo de las parejas de enamorados: Caminan estrechamente entrelazados y de vez en cuando vemos cómo se inclinan el uno hacia el otro y se besan.
La guerra sucedía lejos, les sucedía a otros. Jean Cocteau se negaba resueltamente a que ese estrépito interfiriese en sus tareas creativas. También él llevaba un diario: Por nada del mundo debe uno dejarse distraer de los asuntos serios por esa dramática frivolidad de la guerra. En compañía de su joven amante el actor Jean Marais Cocteau no se perdía ninguna fiesta o acto cultural en el que pudiera rozarse con las autoridades alemanas, militares o diplomáticas. En las fotos de una recepción en homenaje al escultor favorito de Hitler, Arno Breker, fabricante de héroes hercúleos de porte ario y masculinidad dudosa, la sonrisa y los rizos de Jean Cocteau se distinguen entre los severos dignatarios alemanes y los artistas e intelectuales franceses reunidos al efecto. Arno Breker y el muy altivo y muy servicial Albert Speer habían acompañado a Hitler en su visita relámpago a la ciudad recién conquistada y desierta, en el amanecer de un día de junio. Con una vulgaridad de turista del Apocalipsis Hitler se había hecho fotos en la torre Eiffel y se había emocionado ante la arquitectura de lujoso merengue de la Ópera.
Pero no todo era cursilería retrógrada en la sumisión al vencedor. Que la modernidad estética se corresponda de algún modo con el progresismo político es una perdurable superstición que no resiste el contraste con los hechos. El más moderno de los novelistas franceses, Louis-Ferdinand Céline, era también el más histérico ultraderechista, y mucho antes de la invasión alemana de Francia y del proyecto de la Solución Final ya venía clamando en voz alta y por escrito por el exterminio de los judíos. A Céline lo sacaba de quicio que los nazis no fueran lo bastante nazis.
A Le Corbusier no llegaba a entusiasmarle que se persiguiera a los judíos, sin embargo, si bien consideraba que ellos mismos se habían buscado la desgracia, por culpa, escribió ese santo preclaro de la arquitectura, “de una ciega sed de dinero que ha corrompido el país”. Mientras cientos de millares de fugitivos inundaban las carreteras hacia el sur o llenaban los campos de concentración, y mientras en los pasos fronterizos y en el puerto de Marsella se jugaban la vida queriendo escapar algunos de los escritores, músicos, arquitectos y pintores del siglo, a Le Corbusier le faltó tiempo para presentarse en Vichy al mariscal Pétain, con la esperanza de conseguir algún encargo a la altura de su talento, o al menos de su ambición, o de su vanidad.
La Nouvelle Revue Française volvió a publicarse después de una breve interrupción, dirigida ahora por otro fascista visceral, Pierre Drieu la Rochelle. Que algunos de sus antiguos colaboradores hubieran sido asesinados, o estuvieran en la prisión o en el destierro, o no pudieran publicar porque su apellido era judío, no se consideraba un impedimento ético inevitable. Su editor, Gaston Gallimard, encontró la manera de congraciarse con los ocupantes alemanes. André Gide y Jean Giono escribieron en el primer número que salió después del armisticio. Un escritor que se negó radicalmente a publicar nada mientras durara aquel oprobio, Jean Guéhenno, escribió con desprecio: La especie del hombre de letras no es una de las más grandes entre las especies humanas. Incapaz de sobrevivir escondido durante mucho tiempo, venderá su alma por ver su nombre en letras de imprenta.
Como Mijaíl Sebastian en Bucarest o Viktor Klemperer en Dresde, Jean Guéhenno eligió escribir a lo largo de toda la ocupación un testimonio secreto. Desde el lado del invasor Ernst Jünger mantuvo el suyo. Exploraba las tiendas de anticuarios y las librerías de viejo. Asistía cada jueves a los almuerzos en casa de la multimillonaria americana Florence Gould y en ellos se sumergía en una atmósfera algo mareante de colaboracionistas fervorosos, aprovechados astutos, posibles resistentes. En la noche de la Ocupación casi todos los gatos eran pardos. Algunas veces Ernst Jünger, en sus paseos por París, encontraba una mirada de soslayo tan llena de odio que le provocaba un escalofrío: En todos los países hay ahora mismo gente que espera a que les llegue el momento de empezar su matanza. Visitó a Picasso en su estudio y se encontró con un viejo diminuto y amable al que una gorra verde exageraba su aspecto de gnomo.
París era una fiesta para el comercio del arte. Las casas de subastas estaban más atareadas que nunca, con tantas colecciones abandonadas o expropiadas. El mariscal Göring venía de vez en cuando a incautarse obras maestras para sus galerías personales o para el museo que se proyectaba fundar en Linz, la ciudad natal de Hitler. Entre tanto colaborador y tanto aprovechado, Rose Valland, funcionaria del museo del Jeu de Paume, una mujer solitaria en la que nadie reparaba, estaba tomando nota con callado heroísmo de cada una de las obras robadas por los alemanes.
Es lástima que en el repertorio de personajes que pueblan ese París alucinado en el libro de Alan Riding, Y siguió la fiesta, no esté incluido César González-Ruano, que encaja bien en su gama más turbia. Aunque no tenía ocupación definida vivía en un apartamento de lujo de doce habitaciones alquilado por nada a una familia judía fugitiva, y disponía de tres casas más repartidas por la ciudad. Era un notorio simpatizante del Tercer Reich, pero un día lo detuvo la Gestapo. Llevaba en su poder un fajo con doce mil dólares, un pasaporte de una república sudamericana con el nombre en blanco, un brillante muy valioso. Estuvo dos meses en la cárcel y nunca explicó de verdad el motivo de su detención.
Los mejores libros son los que conducen a otros libros. La lectura apasionante de Riding me ha hecho volver a las memorias de González-Ruano, igual que a los diarios de Jünger, y a desear encontrarme cuanto antes con los de Jean Guéhenno. Una imagen queda al final, entre tanto heroísmo, tanta vileza, tanta frivolidad en medio de la matanza. Los aliados desembarcan en Normandía y la fiesta de la Ocupación se ha terminado. El 17 de junio de 1944 Jünger es testigo de la impaciencia con que Céline exige que se le ponga a salvo en Alemania, y anota luego en su diario: Resulta curioso ver cómo hombres capaces de pedir la cabeza de millones de personas con absoluta sangre fría se pueden preocupar tanto por sus vidas miserables.
Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding. Traducción de Carles Andreu. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2011. 489 páginas.