José Luis Amores, Vanguardia
Porque de alguna manera se lo prometí al propio autor hace unos días, me propongo disertar en corto sobre esta nueva novela póstuma de Roberto Bolaño. El problema (porque lo hay) es que la leí sin en ningún momento pensar que algún día tendría que escribir sobre ella. Es decir, la leí por el puro placer de leerla y sin tratarla como material sobre el cual discurrir/producir. Escribiendo sobre ella, en cierto modo me siento como si lo hiciera sobre un suceso que hubiera visto en la calle y que me hubiese llamado poderosamente la atención, pero sin que diera lugar a reflexión posterior alguna. ¿Qué tipo de suceso? Pues, por ejemplo, cruzarme con una belleza deslumbrante que reforzara el buen humor: no vuelvo a pensar en la causa, sólo queda el efecto. ¿Y cómo era esa beldad? ¿De qué color eran su pelo, sus ojos? ¿Cómo iba vestida? ¿Sonreía? Si he de ser sincero, no me acuerdo, y a partir de aquí no habrá más que una sucesión de errores y malentendidos.
Dispuesto a equivocarme, diría que esta novela de Roberto Bolaño es en parte un comentario-homenaje a las Vidas imaginarias de Marcel Schwob y, por derivación, a La sinagoga de los iconoclastas de Juan Rodolfo Wilcock. Pero afirmar tal cosa quizá sea, posiblemente, un enorme disparate.
También podría decir que, como en alguna otra ocasión, el autor aprovecha para satirizar la narrativa barata en que devino el realismo mágico hispanoamericano. Por ejemplo mediante la sucesión de violaciones generacionales, hereditarias, que dan lugar a la existencia de un tal Monge, quien trabajará para un jefe de policía en una ciudad mexicana en la que la vida comienza a no valer nada. Diría entonces que resume —y desflora— la degeneración literaria de la que se apropia la Allende y sus seguidoras/es, etc.
Si no estuviera yo tan equivocado, se me podría hacer caso cuando digo que las relaciones que constantemente establece Bolaño entre homosexualidad y literatura son mero reflejo de cómo ve él el terreno de juego literario: generalmente tíos leyendo a tíos, homenajeando a tíos, alabando obras de tíos; tíos chupándosela recíprocamente por escrito, en público y en privado; relaciones endógenas puras en las que, aunque quepan y se acepten diversas tipologías de odio, estarían inmersos tanto autores como lectores: una orgía en la que el sexo de unos y otros es innecesario —superfluo— porque todos adoran falos o simulacros de falos. La visión bolañista de la literatura como sistema que se abastece de sí mismo, autárquico y por tanto corrupto, degenerado por una incesante cópula autorreferencial en la que no ingresan elementos nuevos, conjunto cerrado que sólo puede evolucionar hacia un perfecto hermafroditismo.
Instalado en esta sucesión de errores en la que empiezo a sentirme cómodo, no dejaría de avisar sobre el determinismo que atraviesa la construcción de la obra. Un determinismo extravagante, efectista, que elige contar acontecimientos y vidas anteriores al tiempo de la acción como medio de caracterización de los personajes que en ella intervienen. Procedimiento que alcanza su objetivo: suscitar interés sobre eventualidades banales y sin relación directa con la trama principal. Así, las circunstancias del sujeto son tan importantes como el sujeto mismo y como las circunstancias —causales o derivadas— de aquéllas hasta dos e incluso tres niveles de descentralización. ¿Estamos ante relleno narrativo —ojo, sigo disparatando—? Si es así, diría que ese relleno es una de las razones de existir de la literatura, que la aleja de la simple crónica inventada sin, para ello, recurrir a la divagación parafilosófica tan cara a narradores de todo tiempo y lugar.
Luego está el asunto fragmentario, la cuestión de las fracciones narrativas. Si la novela estuviera realmente terminada, podrían buscarse razones válidas e inválidas —al fin y al cabo lo mismo dan unas que otras— para tal grado de rotura. Por ejemplo: la única forma de reflejar la realidad es mediante fragmentos de la misma (pero así se otorga al estilo de Bolaño un carácter programático que en realidad no tiene). O: el lector de hoy, adicto al zapping, esclavo de la brevedad, asaeteado por cientos de estímulos diferentes en cada momento, es más receptivo a la ingesta de trozos narrativos que a tragar grandes evoluciones noveladas (pero entonces el autor hubiera escrito con las palabras marketing y ventas en la cabeza, lo que parece inverosímil). Prefiero esta: Bolaño ve el mundo como un gran puñado de cristales rotos; unos, tal que espejos, reflejan trozos de caras —y de vidas— de quienes se les asoman; otros, al fracturarse, fijaron la gota de imagen que en aquel momento se desarrollaba a uno u otro de sus lados; y también los hay que actúan como prismas, ya sea dividiendo la luz que reciben, reflejándola o refractándola. Fijar por escrito una ínfima porción de esa realidad hecha trizas fue la tarea que el novelista se impuso en esta obra: otra teoría equivocada pero atractiva, con el suficiente encanto como para suscribirla sin reparos.
Nunca sabremos si Bolaño, de haber seguido con vida, hubiera publicado esta novela (imagino que entonces sí terminada) con tales estructura y grado de revisión. En todo caso, leerla proporciona un alto placer intelectual, por lo que no hay que ponerle peros a la decisión de su viuda de hacerla pública. El resultado es muy superior a su predecesora póstuma, El Tercer Reich, y a la colección de fragmentos El secreto del mal. La lástima es que, como en las mejores obras kafkianas, no sepamos qué pasa con la investigación a que es sometido Amalfitano, ni qué hace exactamente su hija Rosa cuando sale de casa, ni si Monge y ella acaban juntos, si Padilla termina o no su novela antes de morir; nos quedamos con ganas de saber más sobre Arcimboldi, ya que su vida y obra saben a poco por magistralmente logradas, escritas. Probablemente lo que desazone es saber que estas son las últimas gotas que se nos administra de su literatura, que ya no habrá más belleza de este tipo —que no nos la volveremos a cruzar por la calle— y que su época, definitivamente, terminó.