Jorge Luis Contreras Molina
Sancho tiene el corazón de mantequilla. Don Quijote adhiere a su valeroso espíritu guerrero la nomenclatura de las aguas. Ninguna voz debería morir en tierra. Ningún gran corazón tendría que dejar de latir sin haber navegado.
Polos, paralelos, ecuador, millas náuticas, ciudades y castillos de la ribera. Pero Sancho es ciego para el mundo que su señor atisba más allá de la bruma. Ya están literalmente embarcados. Se deslizan en una nave de pescadores hacia el desastre.
Los encantadores trocaron los ojos de molineros, de marineros y de Sancho. No puede ninguno imaginar que había un castillo, que había presos y que el barco era para el rescate.
Don Quijote, otra vez, se vio solo con su alma de navegante generoso. Aquella que sabe que la vida solo se vive cuando se navega.
Sancho, esta vez desnudo, vuelve a pagar los daños.
Ya se aleja la música del agua. Ya se esconden los pescadores. Ya hornean los panificadores. Todos los observadores de este desastre esconden ahora su alma cotidiana en un día a día soso. Don Quijote sueña con el siguiente capítulo.