Jorge Luis Contreras Molina
El Quijote es un libro de amistades. Quijano es amigo de su honor: coherente. Don Quijote y Sancho son inseparables: cada cual un individuo, y cada uno complemento del otro. El de los leones es amigo de su caballo: lo ha fabricado, y le ha dado identidad. Sancho es inseparable de su asno: casi nunca se ve a uno sin el otro.
En don Quijote los personajes responden a su destino. Solo el Hidalgo lo ha transformado con valor. Los duques son villanos en la sombra burlesca de una broma necesaria. Sancho es simple, terrenal, amigo de lo que puede ver y asir con sus regordetas manos.
El teatro vuelve a montarse. Vuelven a ponerse a prueba la simplicidad y la cobardía de un escudero práctico siempre dispuesto a huir de los peligros que don Quijote añora (esto a pesar de que en capítulos anteriores vimos ya escapar medroso al hidalgo).
El centro del asunto es ahora un incongruente grupo de mensajeros, encantadores, demonios y magos que se disponen a burlarse tanto del soñador como del pobre Sancho a quien no entienden.
Dulcinea. Vuelve la inspiradora que habría de reaparecer, digamos, en Tabaré. El loco corazón de don Quijote vuelve a latir como lo haría el hombre de Nicanor. Se avecina otra reunión de raros.