Jorge Luis Contreras Molina
Leer El Quijote es una experiencia salvadora. Te deja fuera de la vulgaridad de la imprecisión que conlleva la pobreza ética que es moneda corriente en estos y muchos otros tiempos.
La interfaz burlesca hace que algunos desatinados se queden en las afueras de un monumental testimonio de fe, de perseverancia y de ingenio para ser bueno.
Hay en los capítulos cuarenta y siete y cuarenta y ocho dos planos. En uno Sancho prosigue su gobierno. Esta vez el intento de almorzar se le vuelve un infierno. Resulta que toda comida le está prohibida. Todo disfrute del paladar le resulta ajeno. Además de que no es por carestía, pues todo lo tiene. Entonces la reflexión declina en la abstinencia que para los enfermos puestos a dieta es una condición de vida. La abundancia es una maldición para quien, por salud, debe decir no. Sancho no quiere negarse a comer, pero el universo que le crearon se burla de él una y mil veces. Casi renuncia.
Hay un doctor sabelotodo y un viajero inoportuno que acentúan lo mal que Sancho la está pasando.
Don Quijote (en el otro plano) intenta el celibato, el espíritu de monje. Pone tranca, deja la habitación oscura. El Diablo, por supuesto, logra colarse vestido de mujer. Y de mujer penitente con una historia larga que contar. Nada logra mover al hidalgo que sigue preso, porque quiere, del amor que ha creado y que alimenta con cada nuevo personaje que pretende trocarlo por la hojarasca del disfrute momentáneo.
Tal como dice en la breve descripción del cuarenta y ocho, los hechos que se describen pasarán (lo han hecho de sobra) a la eternidad.
El capítulo termina en desconcierto. Uno así como el de El beso de Chejov. Alguien ha entrado. Azota a la mujer que se confesaba con nuestro héroe. Pellizca y desenrolla al convaleciente hidalgo. Quizá más tarde sepamos quién es el encantador.