Rodrigo Fernández-Ordóñez
Tras doblar la última hoja me ha quedado un sentimiento serio de culpabilidad. La culpabilidad de no haber retrasado el final, de releer las páginas para agotarlas y no terminarlo nunca.
El mismo sentimiento que me asaltó cuando lo terminé de leer, no en papel, sino en la versión electrónica de Kindle. El libro de Philip Hoare, Leviatán o la ballena, es un libro que se lee con la misma obsesión con la que fue escrito. Sus páginas se pasean en nuestra mente como si lo estuviéramos soñando. Su contenido se consolida en el cerebro y en nuestro ánimo, sólo cuando dejamos de leer y sus frases nos quedan rondando en la cabeza. Aún mejor, el libro completo se nos queda en el ánimo después de terminado de leer. No sorprende que haya ganado el prestigioso premio literario Samuel Johnson para relatos de no ficción del año 2009, por el que su autor recibió la nada despreciable suma de £20,000.
En esta época en la que las editoriales han reducido sus criterios de calidad al mínimo, y nos vemos asaltados por libros entretenidos, pero de dudoso valor literario (Cincuenta sombras de Gray, el último libro de Dan Brown, Infierno, o los infumables de Paulo Cohelo), es un verdadero placer sumergirse en un libro profundo, sin pretensiones, que discurre, como decía Henry Miller cuando algo le gustaba particularmente, “como una canción”. Para empezar, el libro de Hoare es inclasificable. Es un libro mezcla de relato de viajes, diario íntimo, crítica literaria, crítica de cine, historia natural y exploración científica. Es también un viaje a los miedos de su niñez. Quizás sea más fácil decir que es un largo ensayo sobre las ballenas. Explora a estos maravillosos animales desde todas las perspectivas posibles, y por eso en su libro aparecen tanto Herman Melville, Thoreau, Nathaniel Hawthorne y Ralph Waldo Emerson, como Abraham Lincoln, Frederick Douglas, Joseph Conrad o Gregory Peck. Hasta el legendario Orson Welles tiene una pequeña aparición. Por eso es un libro obsesivo que arranca con la industria de la caza de ballenas en el siglo XIX y nos lleva de viaje a Nantucket, a New Bedford, Cape Cod y Martha’s Vineyard en los Estados Unidos, a Southhampton, Liverpool y Londres en Inglaterra y las Azores. Lee y nos lee libros de historia natural de las ballenas, nos actualiza sus descubrimientos. Los critica. Recrea la época en la que luchar contra el inmenso animal era lo más parecido a la gloria y luego nos confronta con los militantes de Greenpeace y la nueva tendencia de la conservación.
Comparto unos fragmentos tomados al azar, como ejemplo de su calidad literaria y de la diversidad de perspectivas con las que aborda un solo tema, a lo largo de 500 páginas:
Sobre Hawthorne:
“Nathaniel había estudiado en el verde campus de la Universidad de Bowdoin, Maine, antes de cambiarlo por una lúgubre casa en Salem, donde pasó doce años encerrado en el desván, saliendo sólo de noche para pasear por las calles desiertas. ‘He hecho de mí mismo un recluso y me he encerrado en una mazmorra’, confesó; ‘y ahora no encuentro la llave y no puedo salir’”.
De la caza de la ballena:
“Entonces el arponero recogía el arpón del fondo del bote y se ponía en pie, manteniéndose en precario equilibrio sobre la proa, siendo la embarcación y sus armas meras extensiones de su poder. Erguido, con los músculos en tensión y la ballena acercándose, se apuntalaba contra el bote con el muslo derecho fijado en un semicírculo recortado en la borda. Era lo que se llamaba la cornamusa del torpe, en el que el cazador se encajaba.”
De sus vagabundeos en Nantucket:
“En la entrada de la capilla de los marineros –que, con sus listones y su torre cuadrada parece un barco que navega sobre la cima de la colina Johnny Cake- un veterano de la misión que hay en la puerta de al lado me abre, me acompaña dentro y luego sale a echar un cigarrillo, dejándome solo para que curiosee a mi aire. El oscuro recibidor se abre a una sala espaciosa con bancos de iglesia de madera y losas blancas de mármol en la pared, cada una de ellas testimonio de un duelo pasado ‘como si cada silencioso pesar fuera una isla a la que nadie más pudiera llegar’.
Aunque su texto se alimenta de múltiples fuentes, de ninguna manera su resultado es desordenado ni irregular. Tiene un plan trazado, de crearnos en la mente la ballena como animal gigantesco, como materia prima del nacimiento de la era industrial, como huésped de museos, hasta llevarnos al final del libro, en el que en medio del Atlántico nada entre ellas. Nos construye a la ballena en lo más profundo de nuestra mente para que nunca más la podamos olvidar.
Para quienes crecimos leyendo las aventuras de Robinson Crusoe y soñamos con las remotas islas del Caribe que visita Jim en la Isla del Tesoro, este libro es un retorno a los orígenes de la lectura. A recobrar la emoción por las aventuras de las que entusiastamente formábamos parte en la niñez y adolescencia. Además, y eso se agradece, carece del pesimismo de Jack London y no tiene reservas en contarnos historias íntimas de la familia, como la dolorosa muerte de su madre, episodio en el que evita todo patetismo: “Y cuando me incliné sobre ella (…) sus labios exhalaron un último quejido, igual que yo había emitido mi primer lamento hacía cincuenta años.” En todo el recorrido, durante el medio millar de páginas, Hoare no pierde el pulso; mantiene el ritmo y la calidad literaria. Su texto se adivina meditado a cada párrafo. Las citas a las que recurre para apoyar su narrativa y las fotografías que complementan armoniosamente el texto han sido cuidadosamente escogidas de entre un gran número. Se nota. El producto final es una obra maestra de la que uno no logra despegarse del todo cuando la termina. La leí la primera vez en inglés, en la versión electrónica y no me lo pensé dos veces en comprarla cuando la vi ya traducida. La segunda lectura, en español, en la hermosa edición del Ático de los Libros me confirmó ese amor a primera vista. De la hermosura del texto y de la intimidad que alcanza cuando su autor se desprende de su yo y se sumerge en la literatura dejo una última prueba para que refuerce mi más entusiasta recomendación:
“Su enorme cabeza gris se vuelve hacia mí, mirándome como un bloque de granito erguido, arrolladoramente monumental. Su envergadura me superaba. Era todo cuanto podía ver: mucho más alto y ancho que yo, el extremo de un animal que, de repente se me ocurre, cuenta con una desventaja terrible frente al minúsculo ser humano que nada hacia él. No puede verme. Sus ojos no me abarcan. Me acerco a la ballena aprovechando su punto débil. Y cada vez estamos más cerca (…) Sentí que mi cuerpo se soltaba y oriné en el agua. Una idea ridícula me cruzó la mente: había llegado sin anunciarme ni invitación previa, sólo para perder el control de mis funciones corporales y orinar en el felpudo de mi anfitrión…”