José Antonio Millán
Los diccionarios son uno de los muchos objetos que han desaparecido de la mesa de trabajo de escritores, estudiantes, investigadores…, junto con bolígrafos, cuadernos y tablas de logaritmos, sustituidos todos por un rectángulo iluminado provisto de teclado. No es que hayan perdido su utilidad, sino que las funciones que cumplían las cubren ahora un conjunto de programas y sitios web.
Los diccionarios han servido para saber el significado de una palabra, cómo se integraba en una frase (los de construcción), con qué otras podía ir (combinatorios), para buscarla en otro idioma (bilingües), localizar equivalentes (de sinónimos), comprobar su escritura (ortográficos), para buscar rimas (inversos), o resolver problemas (de dudas). También han informado no sobre la lengua, sino sobre el mundo (enciclopédicos). A estas categorías históricas habría que añadir una nueva: las obras en colaboración, cuya máxima expresión son la enciclopedia Wikipedia, que ahora cumple diez años, y el diccionario Wikcionario, que han abierto una nueva era de autoría colectiva.
En el contexto digital no hay ni que conocer el orden alfabético: basta pulsar unas teclas, o pronunciar en voz alta en un teléfono la palabra buscada para que aparezca su definición. Numerosas aplicaciones permiten consultar una palabra haciendo clic sobre ella, o tocándola con el dedo (en programas de lectura como Instapaper o traductores en navegadores web). También se puede muchas veces acceder a una palabra desde cualquiera de sus formas, acabando con la tradicional queja de extranjeros y (malos) estudiantes: “¡En este diccionario no viene conduje!”. E incluso oír como se pronuncia.
Una función que antaño correspondía a los diccionarios, pero que ahora se oculta en los códigos del teléfono móvil o del procesador de textos, es la comprobación de la escritura (¿ahínco o haínco?) o de la construcción (¿te prevengo que o te prevengo de que?). Aunque esta revisión se vuelve molesta cuando el dispositivo las aplica a la redacción de un texto informal, como un SMS. Precisamente una tarea pendiente de estas útiles ayudas digitales es modular su presencia según el tipo de texto.
Cuando sólo existía como libro, el diccionario nada más podía consultarse por la palabra de acceso, pero es absurdo que esto siga ocurriendo en Internet. El diccionario de la Real Academia permite leer sus definiciones en línea, pero no buscar en su interior, aunque esto puede facilitar ciertas consultas: ¿cómo se llama un reloj con música?, ¿y la cadena del reloj de bolsillo? Si pudiéramos ver en qué entradas está presente reloj llegaríamos con facilidad a “carillón” y a “leontina”. Por fortuna, ha aparecido el sitio Dirae, que permite hacer estas búsquedas en el diccionario académico. En otra obra en línea, Clave, sí que se puede buscar dentro de las definiciones, o ver qué palabras terminan igual que otra dada (para reloj: boj y troj). Ni en Clave ni en el DRAE en Internet se puede buscar conduje.
Pero muchas personas que hoy crean o leen textos lo hacen digitalmente, conectados a Internet, y no sólo usan obras de consulta incluidas en programas, o diccionarios en línea, sino que han aprendido a sacar partido a los buscadores. Los diccionarios escolares ilustraban palabras infrecuentes, pero hoy los estudiantes saben que para ver cómo es una babirusa basta escribir su nombre en un buscador. Igual que los nombres propios: muchos correctores los incorporan, aunque siempre se puede resolver una duda mediante un “plebiscito Google”. ¿Se escribe Gutenberg o Gutemberg?: ¡gana la primera por 26 millones de apariciones frente a 7!
Por lo general los diccionarios tienen una sólida identidad: está “el de la Academia”, “el de Seco”, etcétera, pero ¿sabemos qué diccionario nos ayudará al hacer clic en un ordenador o teléfono? Muchas veces no. Será el que juzga conveniente el creador del programa, o el más barato… Por otra parte, aún quedan importantes diccionarios que no están en soporte electrónico (el del Español actual, de Manuel Seco, o Redes, de Ignacio Bosque), y otros existen solamente en papel o CD-ROM (como el Oxford English Dictionary). Un estudioso puede acabar con dos o tres tomos abiertos junto al ordenador más un CD en el lector.
El diccionario del futuro desarrollará interfaces de consulta combinadas con análisis contextuales. Habrá, por ejemplo, menús con sinónimos ordenados según aceptabilidad. Haciendo clic sobre harto se desplegará cansado, hasta las narices(marcado como vulgar) y en rojo otras menos aceptables. La aplicación habrá descartado, para ese texto concreto, harto como equivalente a saciado.
También podrá alertarnos sobre peculiaridades regionales. A un mexicano que escriba un correo a una dirección española se le propondrá que sustituya profesionista porprofesional, y a un español escribiendo a Argentina se le ofrecerán alternativas al verbo coger. El típico caso en el que el hablante no encuentra una palabra se resolverá sobre la marcha: escribiendo “querría * una cita” se nos propondrá acordar, concertar…
En el momento en el que los diccionarios se integren del todo en los procesadores y navegadores, olvidando sus antepasados en papel, habrán conseguido su finalidad: ayudar a las personas con dificultades en su lengua o en una ajena. Pero también habrá desaparecido su individualidad, su autoría (corporativa o individual), que figurará, en el mejor de los casos, en la letra pequeña del Aviso Legal de un programa. El usuario que escribe o lee en un teléfono o en un ordenador tendrá una comodísima ayuda para construir una frase, para entender un texto, pero puede que nunca llegue a saber con la autoridad de quién se le brinda, ni cuántas horas de trabajo costó, ni mucho menos a quién agradecer el esfuerzo…