El texto que presentamos a continuación fue publicado en el catálogo “delARTEalNIÑO” de la XI exposición-venta de arte contemporáneo organizada por Funsilec – Fundación para la superación integral de menores con lesión cerebral – y en la que Martín Fernández-Ordóñez, coordinador de Historia del Arte del Departamento de Educación UFM, participó como curador y museógrafo.
Mi primer contacto con la obra de la artista guatemalteca Irene Carlos fue durante mi época de estudiante universitario. Reinaba una euforia colectiva entre los pocos románticos que estudiábamos historia del arte como carrera profesional y ese sentimiento nos empujaba a visitar cuanta exposición se inaugurara en el momento. No estoy seguro si fue en el año 1997 ó 1998, pero recuerdo muy bien que visitamos una muestra de pintura de Irene en la desaparecida galería Plástica Contemporánea. Tengo muy presente lo mucho que me impresionó su mundo simbólico, su metafísica del origen, sus cuestionamientos existenciales. Hubo una charla antes de la inauguración oficial de la cual no recuerdo nada, pero las imágenes de aquellas obras se quedaron grabadas en mi memoria.
Hace muy poco, aproximadamente 17 años después, tuve la oportunidad de reencontrarme con Irene en su casa, en la que vive rodeada de algunos ejemplos de su largo recorrido como artista, testimonios que revelan su incansable búsqueda de respuestas que tal vez no existen, pero que ella no deja de plantearse.
Posiblemente uno de los aspectos que más llama la atención de la obra de esta polifacética artista, viéndola como un todo, es la habilidad con la que se ha sumergido en una amplia variedad de técnicas. Del trabajo con fibras a la pintura, de la pintura a la cerámica, de ésta a la fibra con pintura, al collage; de la técnica mixta sobre papel a la escultura, de todo lo anterior a la fotografía.
Lo interesante de su trabajo es, a mi modo de ver, que ya sea pintura, collage, tapiz, escultura o fotografía, no deja de verse la mano –y el ojo- de Irene Carlos. Podríamos afirmar entonces que se trata de una artista consistente. Su largo recorrido creativo y de exploración de la propia habilidad denota una especie de coherencia estética por un lado, pero también de fidelidad con su propia forma de plasmar lo que mira y siente.
Cuando le pregunté qué es para ella el arte, sin dudarlo me respondió: “Libertad, puro estado creativo y libre, no condicionado, un auténtico acto de expresión”. Con estas palabras únicamente confirma verbalmente lo que con claridad se revela ante nuestros ojos. Porque podemos navegar entre la producción multidisciplinaria de la artista y sentir precisamente eso: una auténtica y sincera libertad. Pero se trata de una libertad no sólo técnica -porque en este sentido pareciera que Irene no se ha dejado aprisionar por los márgenes de una técnica específica, saltándose las fronteras entre un medio y otro como cuando de niña cabalgaba libremente en la finca familiar-, sino además, una refrescante ausencia en los límites de contenido, enriquecido gracias a sus investigaciones de culturas primitivas, a su fascinación por los símbolos.
Mientras hablábamos de su viaje por Afganistán, me mostró fotografías de los distintos lugares que visitó, pero haciendo constante énfasis en su experiencia espiritual más allá de lo que veían sus ojos o de lo que captaba con su cámara. De ese modo vemos en esas imágenes una atención casi antropológica por las mujeres afganas cubiertas con elaborados textiles alborotados por el viento o congeladas para siempre en espacios arquitectónicos de notable belleza.
Detrás de una voz apacible y serena, de ojos oscuros pero profundos, puede reconocerse a una mujer de personalidad fuerte, que no se ha dejado intimidar por los obstáculos de la vida o las limitaciones culturales. Hablando sobre la importancia de la familia, me contaba cómo de niña su padre motivó a ella y a sus hermanos a perder el miedo a la vida, lo cual provocó que además construyera una relación profunda y casi metafísica con la naturaleza y sus particularidades. Por eso no es de extrañar que haya emprendido tantas aventuras ella sola, pasando largas temporadas en países como República Dominicana, Bolivia, Francia, India, Afganistán… De todos estos lugares y culturas Irene ha recopilado con afán de coleccionista símbolos, colores, texturas, paisajes y formas. Ella teje lo mismo con pinturas que con fibras, creando microcosmos llenos de misterio los cuales hacen cuestionarnos lo que habrá más allá del arte mismo.
Después de recorrer varios ambientes de su casa, de haber charlado sobre su interesante vida, su familia, su formación artística, sus influencias, sus viajes, cerramos el círculo de la conversación con el tema de la espiritualidad, el cual representa quizá, el hilo conductor que atraviesa y unifica toda su obra. Porque al final, su trabajo no ha dejado de ser una búsqueda sin tregua. Los diversos medios artísticos en los que ha incursionado no han sido más que simples herramientas para tratar de responder las preguntas que desde siempre la han intrigado: ¿Cuál es el sentido de la humanidad en este mundo? ¿Cómo se integra el hombre en este planeta? ¿De dónde venimos y hacia dónde vamos?
A la pregunta de qué es para ella el amor y cómo lo definiría, su respuesta inmediata fue: “Blanco. La manera más amplia de dar sin esperar nada a cambio”. Si se me permite que me ponga un poco freudiano, el blanco es un color –o espacio, o silencio- constante en su obra. Blanco como plataforma para la libertad, para la interpretación y la apropiación incondicional de los símbolos de todas las culturas. Blanco como el velo que envuelve los sueños a los cuales siempre se ha sentido vinculada. Blanco como la serenidad de su voz, pero también del fondo de su mirada antigua –nunca vieja-, casi ancestral.
Martín Fernández-Ordóñez, mayo de 2014.