Soñando con los jardines de Chengdu, parte 1: el encanto y el desencanto

Martín Fernández Ordóñez

JinliStreet1

Vistas de Jinli: pabellones y jardines de Jinli Street, Chengdu.

Jamás olvidaré esa primera tarde en la cual, finalmente, empecé a conocer la China. Todo era novedad: los detalles de la arquitectura, la forma caótica en la cual conducían los carros y las motos, motoristas sobre la acera y todos, todos bocinando desenfrenadamente. Para llegar del hotel al museo había que atravesar una especie de galería comercial en la cual vendían de todo lo imaginable: souvenirs baratos, ropa occidental y ropa de la India, joyas y objetos de fina plata, diferentes clases de té, tiendas de dulces en las que, además, vendían unas largas piezas de carne deshidratada que según me explicó Elena[1] días después, se trataba de piezas de carne de res que ellos consumen como snacks

Pero fue al llegar a Jinli Street que la verdadera experiencia inició. Supuestamente se trata de una calle comercial ancestral, con un tejido arquitectónico muy variado que compone varias calles y callejones llenos de tiendas, restaurantes, plazas y jardines. Para un primerizo de la China como yo, haberme adentrado en esas calles aquella tarde fue como transportarme en el tiempo y como si poco a poco ese telón de fondo del que hablaba al inicio fuera tomando forma tridimensional. Ingenuamente pensé que efectivamente se trataba de un lugar muy antiguo, ­tan bien armonizados están los edificios, complejos, puentes y recovecos-, pero para conocer poco a poco la China, la primera lección es aprender que la idea occidental de “autenticidad” o de “originalidad” ahí, virtualmente, no existe. Al menos en lo que a la arquitectura patrimonial respecta, cualquier modificación es aceptada, siempre y cuando lo justifique su nuevo uso.

Me llamó la atención cómo los mismos chinos han llevado a cabo una especie de reinterpretación de su propia historia arquitectónica, llegando a una conclusión casi arqueológica. Porque luego de haber visitado Chengdu y Shanghai, parece que la nueva China ve a su propia arquitectura vernácula como los guatemaltecos vemos a las ruinas mayas: majestuosas, sí, hermosas sí, admirables sus virtudes arquitectónicas y estilísticas también, pero todo forma parte de un pasado demasiado lejano y quizás hasta ajeno.

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Soñando con los jardines de Chengdu, parte 1: la belleza china está en los jardines

Martín Fernández-Ordóñez

Regresando a mi descripción del primer paseo que realicé aquella tarde en Chengdu, luego de haberme internado por el bullicio de Jinli Street, desandé el camino y me fui en dirección opuesta buscando un parque que estaba señalado como highlight de la ciudad por exhibir el monumento conmemorativo de una revolución importante. De modo que, interpretando el mapa lo mejor que pude, me sumergí en calles residenciales donde vi a los locales en sus actividades diarias: personas sentadas en sillas sobre la acera, niños jugando en los patios, tiendas de barrio, edificios viejos, sucios y saturados por viejos aparatos de aire acondicionado colgando debajo de cada ventana.

Parque del Pueblo, Chengdu

Parque del Pueblo, Chengdu

Luego de dar una que otra vuelta para orientarme, por fin llegué al Parque del Pueblo y me encontré por primera vez en uno de esos maravillosos recintos de paz, refinamiento y belleza como solo he visto en los jardines de la China. Este parque era hermoso (el primer parque público de la ciudad), compuesto por varios jardines redondos encerrados por bajas murallas a las cuales se accedía por puertas circulares con marcos de piedra tallada. En algunos había pérgolas, árboles y bancas; en unos, bonsais muy cuidados sembrados en macetas de piedra ornamentada; en otros, estanques con lotos flotando y carpas[1] del tamaño de tiburones pequeños. Me llamó la atención que algunos abuelos detenían a sus nietos, mientras estos les daban alguna bebida en pacha que sujetaban con varas de madera a los gigantes peces. ¿Qué tipo de líquido se les da a los peces en pacha?

Parque del Pueblo, Chengdu

Parque del Pueblo, Chengdu

En el parque había un pabellón con varios negocios de té y mesas para sentarse, placitas en las cuales grupos de mujeres practicaban tai-chi, otros en los que grupos de hombres se entretenían con juegos de mesa y por fin, después de un buen rato, llegué al famoso Monumento a los Mártires de la Línea Férrea, que realmente fue lo que menos me impresionó de aquel inesperado complejo de hermosos jardines secretos y amurallados.

 

[1] Tradicionales peces rojos que nadan en los estanques.

Soñando con los jardines de Chengdu, parte 1: la llegada

Martín Fernández Ordóñez

Dedicado a mis nuevos amigos, con quienes compartí algunos paseos inolvidables: Elena, Aida, Annia, Gia y Liang.

A manera de introducción

Chengdu1Del 14 al 26 de septiembre de 2015 tuve la inmensa suerte de ser acreedor de una beca por parte del ICCROM[1], para tomar parte en un curso titulado RE-ORG China- International Workshop. Se trata de una metodología desarrollada por este organismo parte de la UNESCO, para apoyar a cualquier museo del mundo a ordenar y reorganizar sus depósitos, los cuales albergan y protegen a la mayor parte de objetos que poseen. Esto obedece al hecho de que, por muy grande que sea un museo, lo normal es que cuando los visitamos únicamente tenemos acceso a un 5 % – 10 % del total de la colección. El resto permanece guardado por varios motivos de carácter curatorial, pero ante todo prácticos: sería imposible e insoportable para el visitante que un museo expusiera el total de su colección. Museos gigantes y virtualmente inabarcables como el Louvre, tendrían que construir infinitas galerías más, si todo lo que poseen fuera destinado a la exhibición. Por esta razón es mejor que se practiquen buenas rutinas de rotación de los objetos y que todo lo que no está expuesto se mantenga almacenado de la mejor manera posible.

He pretendido relatar detalladamente lo que experimenté, observé, identifiqué y sentí durante este primer viaje que hice a la China. Tengo claro que tres semanas no bastan para comprender a cabalidad una cultura tan compleja como la del Celeste Imperio, por lo tanto no es mi deseo llegar a conclusiones demasiado simplistas. Mi principal intención es compartir con el lector mis primeras impresiones y describir aquellas situaciones que llamaron particularmente mi atención.

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Asistentes al curso-taller “Re-Org China-International Workshop”.

 

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¿Por qué la mayoría de personas rechaza el arte contemporáneo? (*)

Martín Fernández Ordóñez

Hirst, Damien. "The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living", 1991.

Hirst, Damien. “The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living”, 1991.

Para adentrarnos en esta serie de escritos sobre arte contemporáneo, escogí como método el planteamiento de una pregunta por artículo que intentaré responder durante el desarrollo del tema. El lector notará inmediatamente que no se trata de preguntas engorrosas, ya que algunas veces podrían llegar a parecer hasta simples; sin embargo, dar explicaciones relativamente claras presenta ciertos retos y complejidades.

Personalmente, no me interesan demasiado los cuestionamientos profundos sobre la ontología del arte[1], ni siquiera me seduce el intento de etiquetar si esta o aquella pieza específica debería considerarse como obra de arte o no. Más allá de sumarme a los esfuerzos incansables de muchos académicos por tratar de definir lo que es el arte –una de las obsesiones preferidas de los historiadores de esta disciplina–, me enfocaré en dar algunas explicaciones sencillas a planteamientos que muchos compartimos, como por qué el arte de nuestros tiempos es como es, con sus distintos matices y características que muchas veces contradicen precisamente lo que mayoría entiende como Arte (con A mayúscula).

Como hay que empezar por algún sitio, quizás sea necesario hacerlo con la aclaración de algunos términos técnicos propios de la disciplina histórico-artística. Cuando los académicos hablan de arte contemporáneo, en realidad se refieren a un grupo muy específico de manifestaciones, aunque en realidad existe cierta ambigüedad con el término. Pero sobre este asunto en particular nos ocuparemos en el siguiente artículo. [2]

Como su nombre lo indica, contemporáneo es toda manifestación cultural que existe en el momento de cada generación, es decir, todo aquello que sucede y se desarrolla a nuestro alrededor y en nuestro propio tiempo. Es justo aquí donde empiezan los equívocos respecto al término mismo. Me explico: tomemos como ejemplo alguno de los movimientos artísticos del siglo XIX. Estoy seguro de que a la mayoría se le vendrá a la mente el Impresionismo. Si pensamos, por lo tanto, en la sociedad parisina de aquella época, cuando quienes al tener la oportunidad de visitar el famoso Salón de París se toparon de pronto con las obras de Manet (¿Se acuerdan de su polémico cuadro titulado Almuerzo sobre la hierba?), [3]este tipo de pinturas representó el arte contemporáneo de su momento, acompañado del respectivo shock que causa generalmente lo nuevo y desconocido.

Me gusta citar el caso específico de los impresionistas, porque aunque estemos a más de 140 años de distancia, en nuestro contexto actual suceden situaciones de rechazo hacia el arte contemporáneo muy similares a aquellas. Si hubo artistas en la historia del arte occidental a quienes les costó sobresalir y posicionarse dentro del mundo artístico, fueron precisamente los impresionistas. Algunos, como Caillebotte o Degas, tuvieron la suerte de pertenecer a familias acomodadas que los apoyaban financieramente y algunas veces ellos mismos ofrecieron protección a sus compañeros. Pero la mayoría de ellos vivió aquellas últimas décadas del siglo XIX teniendo que enfrentar innumerables dificultades económicas, a merced de la inestabilidad política y financiera de la Francia posnapoleónica. La escritora británica Sue Roe en su libro The Private Lives of the Impressionists, relata de forma muy amena todas las peripecias y dificultades que tuvieron que superar varios de sus principales representantes; la forma en la cual tuvieron que organizarse en grupos para lograr exponer todos juntos y quiénes fueron los primeros que creyendo en ellos, consiguieron llevarlos a la notoriedad. [4]  Sigue leyendo

Irene Carlos

El texto que presentamos a continuación fue publicado en el catálogo “delARTEalNIÑO” de la XI exposición-venta de arte contemporáneo organizada por Funsilec – Fundación para la superación integral de menores con lesión cerebral – y en la que Martín Fernández-Ordóñez, coordinador de Historia del Arte del Departamento de Educación UFM, participó como curador y museógrafo.

Irene Carlos

Fotografía publicada en la página web Panorama Noticias, http://panoramanoticias.com/wp-content/uploads/2014/08/irene.bmp

Mi primer contacto con la obra de la artista guatemalteca Irene Carlos fue durante mi época de estudiante universitario. Reinaba una euforia colectiva entre los pocos románticos que estudiábamos historia del arte como carrera profesional y ese sentimiento nos empujaba a visitar cuanta exposición se inaugurara en el momento. No estoy seguro si fue en el año 1997 ó 1998, pero recuerdo muy bien que visitamos una muestra de pintura de Irene en la desaparecida galería Plástica Contemporánea. Tengo muy presente lo mucho que me impresionó su mundo simbólico, su metafísica del origen, sus cuestionamientos existenciales. Hubo una charla antes de la inauguración oficial de la cual no recuerdo nada, pero las imágenes de aquellas obras se quedaron grabadas en mi memoria.

Hace muy poco, aproximadamente 17 años después, tuve la oportunidad de reencontrarme con Irene en su casa, en la que vive rodeada de algunos ejemplos de su largo recorrido como artista, testimonios que revelan su incansable búsqueda de respuestas que tal vez no existen, pero que ella no deja de plantearse.

Posiblemente uno de los aspectos que más llama la atención de la obra de esta polifacética artista, viéndola como un todo, es la habilidad con la que se ha sumergido en una amplia variedad de técnicas. Del trabajo con fibras a la pintura, de la pintura a la cerámica, de ésta a la fibra con pintura, al collage; de la técnica mixta sobre papel a la escultura, de todo lo anterior a la fotografía. Sigue leyendo

Tu maldita llamada

Martín Fernández-Ordóñez

Te marchaste hace muchas, muchas horas y no he recibido todavía ni un mensaje de texto, mucho menos una llamada tuya.

Al despedirte me dijiste claramente, -no me lo he inventado yo- , que me hablarías al llegar al aeropuerto. Pero no lo hiciste. Fui yo quien te llamó para desearte feliz viaje y nuevamente fuiste tu quien me dijo que te comunicarías al llegar a tu destino.

Es fin de semana y es pleno invierno. Me acerco a la gran ventana de la sala y solamente veo las violentas torrentadas de agua golpeando los cristales, cubriendo de un manto gris impresionista todo el paisaje de la ciudad.

Preparo mi comida con lentitud y cada cierto tiempo reviso mi móvil para ver si tal vez ha entrado algún mensaje en lo que yo buscaba latas en la alacena, pero no hay señales tuyas. Como a toda prisa viendo la televisión y decido llevar el móvil al comedor para no estar pendiente de él. Vuelvo a la cocina pero después de diez minutos regreso por él al comedor porque ¿a quién quiero engañar? De todas formas no logro pensar en otra cosa que no sea en tí y en tu llamada.

Transcurre la tarde y mi impaciencia va creciendo con el pasar de las horas. Afuera sigue lloviendo a cántaros y me siento como gato enjaulado dentro del frío apartamento. Me recuesto en el cómodo sofá para leer, pero después de unos minutos me doy cuenta de que no consigo concentrarme. Cierro mis ojos para ver si logro quedarme dormido pero lo único que consigo es que tu imagen se haga todavía más palpable, todavía más intenso el recuerdo de tus besos antes de la despedida.

Decido hacer una larga sesión de yoga, tal vez logre distrarme y relajarme. Pero no logro evitar revisar mi móvil cada vez que hago una pausa. El impulso es más fuerte que yo. Termino el ejercicio y aunque me cuerpo se siente más relajado, mi mente se atiborra de preguntas.

El enojo aumenta.

¿Por qué no me has llamado? ¿Tanto te cuesta tomar el maldito aparato y enviar aunque sea una breve noticia de que ya llegaste? ¿Qué cosa tan importante estarás haciendo que te impide llamarme? Porque si hubiese sido yo, lo primero que habría hecho al bajarme del avión habría sido comunicarme contigo.  Qué desconsideración, seguramente no me amas como tantas veces me lo has dicho.

Entro a la ducha y me quedo bajo el agua por un largo rato, dejándome envolver por su abrazo mojado y cálido. De pronto un pensamiento terrible se me cruza por la mente: ¿Y si me hubiese vuelto dependiente emocional? ¿Cómo es posible que desde que te fuiste no sea capaz de pensar en otra cosa? Y de pronto, sin darme cuenta cómo, me va surgiendo un llanto profundo y amargo desde lo más profundo de mi pecho. Lloro por tu ausencia, por tu silencio, por el dolor que me causa tu indiferencia, por sentirme tan estúpido, infantil y dependiente, por no ser capaz de sacarte de mi mente ni tan solo por un instante.

Salgo de aquella catársis bajo la ducha un poco más sereno, pero profundamente triste. Te debiste haber comunicado hace varias horas ya y yo no tengo manera de localizarte. Pero tampoco quiero hacerlo, también yo tengo mi orgullo. No quiero que pienses, -más bien que sepas- , que estoy casi al borde de la desesperación, que estoy más pendiente de tu llamada que de mi propia respiración.

Respiración, claro como no se me había ocurrido. Preparo inmediatamente mi recinto para meditar y permanezco sentado con la vista fija hacia al exterior lluvioso por un tiempo que no se cuanto duró. Desapego, paciencia, renuncia al control, serenidad, tranquilidad… Repito en mi mente estas palabras infinidad de veces, a la vez que intento concentrarme en el aire que entra y sale por mi nariz… Al mismo tiempo que intento no mirar hacia el móvil que permanece mudo, impasible e inútil sobre la orilla de la cama.

Por fin llega la noche y ya vi dos películas porque nunca conseguí concentrarme lo suficiente para poder leer. Tengo sueño pero al mismo tiempo siento que el corazón me palpita muy rápido como si tuviese taquicardia. Me acuesto y paso una noche terrible. Me duermo por momentos pero pronto me despierto agitado, con la imagen del móvil sonando. Lo reviso una y mil veces  y sufro cada vez que noto que no me ha entrado ni un solo mensaje. Vuelvo a llorar, de rabia e impotencia. No puedo creer que no me consiga controlar.

Amanece y me doy cuenta de lo poco que logré dormir. Al verme al espejo al levantarme me asusta observar la profundidad de mis ojeras y las arrugas al rededor de mis ojos. Me veo realmente demacrado. No puedo seguir así. Me doy cuenta de que han pasado cinco días que para mí han sido idénticos, como si hubiese sido uno solo. Un largo día que ha durado cinco  vueltas completas del reloj.

Y yo sigo sin saber de tí.

Me bombardean las preguntas, las dudas, los cuestionamientos, los temores, las posibilidades. He pensado en todo lo que me se me pueda ocurrir que podría haber sucedido, pero ninguna me ha dado paz. Estoy furioso, quiero insultarte, decirte cuánto me has hecho sufrir, reprocharte por tu falta de consideración, de respeto. Y yo que te he amado tanto.

Al sexto día, alrededor del medio día, por fin suena el teléfono. Pero estoy tan agotado, tan hecho a la idea de que no volveré a saber de ti, que, dejo que el aparato siga sonando. Finalmente me levanto de mi parsimonia y leo en la pantalla que eres tu llamando desde tu móvil. Llamas una vez, dos veces, tres veces y yo siento desde los miles de kilómetros de distancia la desesperación con la que insistes. Pero yo me he vaciado de tanto llorar. De tanto esperarte ya no te espero.

Llega la noche y pierdo la cuenta de la cantidad de veces que has llamado, hasta has llenado el buzón de mensajes que no he escuchado.

De pronto me invade un impulso certero, implacable, inflexible e inesperado. Camino lentamente hacia la mesa donde mi agotado teléfono agoniza en sus ataques epilépticos cada vez que entra una nueva llamada tuya. Lo tomo cuidadosamente como si fuese un ave herida, y abriendo las ventanas de la habitación de par en par salgo hacia el balcón con el aparato en mis manos.

Continúa la tormenta pero yo me dejo empapar por la lluvia y el viento, sintiéndome cada vez más liviano y vacío. Entonces tomo mi móvil y lo lanzo con fuerza desde el balcón. Este cae sobre la grama del parque justo del otro lado de la calle, y veo desde donde estoy la lucecita de la pantalla que se sigue encendiendo con cada nueva llamada tuya.

Regreso a mi habitación y me quito toda la ropa mojada, sintiendo todavía en la piel los golpes leves de los chorros de lluvia. Me seco con una toalla fresca y pongo un disco de ópera en mi viejo equipo de sonido. Me lavo los dientes con meticulosa calma, contemplo mi rostro sereno en el reflejo del espejo e involuntariamente me contemplo con una amplia sonrisa.

Vuelvo a la habitación perfumada de invierno tropical y decido dejar las ventanas abiertas, a pesar del viento y de la fuerza con la que llueve. Me acuesto en mi cama y me meto desnudo dentro de las suaves y cálidas sábanas. Extiendo mis brazos y piernas para disfrutar de todo el espacio que tengo para mí y poco a poco, sin dominio alguno, cierro mis ojos y me quedo profundamente dormido.

El misterio de la casa de ladrillo

Martín Fernández-Ordóñez

En el yeso, en el bronce, en la madera de la que están hechas estas figuras verticales de tamaño natural, alguien se esconde y respira débilmente. El inaprensible fantasma de la vida. – Jean Frémon (Fragmento de “Louise Bourgeois, Mujer Casa”)

El día amaneció como siempre muy tranquilo en el hermoso y exclusivo vecindario. Algunos niños están ya en la calle montando bicicleta, mientras personas adultas riegan los cuidados jardines delanteros de sus casas. Es un cálido día de primavera, con un cielo limpio de nubes y sopla una agradable brisa matutina.

La propiedad más imponente de todas se encuentra al final de una de las calles. Se trata de una vieja casona de ladrillo, una de las más antiguas de la zona. Al frente cuenta también con un amplio jardín con frondosos árboles que de alguna manera esconden buena parte de la señorial fachada. Detrás de la casa, el terreno se extiende profundamente en dirección a las colinas y a pesar de su dimensión, el inmenso bosque privado está completamente rodeado por un macizo e inexpugnable muro de piedra.

Caminando alrededor del muro a cierta distancia pueden divisarse las copas de altos y viejos árboles. Su propietario es un hombrecito de mediana edad que heredó la casa de sus padres. Pero la propiedad ha pertenecido a la misma familia desde al menos tres generaciones y seguramente terminará con esta, ya que su actual dueño es viudo y nunca tuvo hijos. Tiene un nombre largo y de apellidos rimbombantes pero los vecinos lo llaman “el hombrecillo negro”, ya que es un hombre pálido, muy delgado y siempre va vestido de ese color (nunca abandonó el luto desde que murió su esposa a los pocos meses de haber contraído matrimonio). Aunque el hombrecillo negro es muy amable y educado, jamás se ha sabido que haya entablado amistad con alguno de los vecinos. Su existencia está rodeada de misterio ya que nadie sabe con certeza a qué se dedica o qué hace dentro de su fortaleza todo el día. Que se sepa, las únicas dos personas que tienen acceso a la casa son la vieja ama de llaves a la que se ve salir con paso lento y cabizbaja los fines de semana y el jardinero que también se ocupa de la limpieza de la casa.

La residencia del hombrecillo negro es una atracción silenciosa del vecindario ya que nadie la conoce por dentro. Desde su fachada las altas ventanas están cubiertas por pesadas cortinas de terciopelo verde y su muro perimetral la hace ver como un elegante monasterio de clausura.

El hombrecillo negro sale de su casa cada par de meses y solamente cuando comienza a oscurecer. Desde la ventana de alguna de las casas vecinas puede verse en esas ocasiones cómo al abrirse el portón de pesada forja, sale un auto negro de rancia elegancia conducido por él mismo. Si hay alguien en la calle que lo vea por casualidad y con curiosidad, él responde impasible inclinando suavemente la cabeza a manera de saludo.

Las ocasionales ausencias de su refugio duran varias horas. El hombrecillo negro regresa ya entrada la noche. Hace solamente una señal con las luces y al poco tiempo se abren los portones de hierro y el auto se adentra en la obscuridad como tragado por ella. Después de un buen rato y como sonando desde muy lejos, pueden escucharse constantes y secos golpes de piedra, los cuales pueden durar hasta el amanecer. Los golpes pueden escucharse a lo lejos durante semanas y hasta meses sin interrupción. Se detienen hasta que el hombrecillo negro sale nuevamente en uno de sus silenciosos paseos.

Pero nadie sabe con certeza qué es lo que hace allí dentro.

Entre los residentes del vecindario existen muchas versiones e historias sobre la vida del hombrecillo negro, sus esporádicas desapariciones, sobre sus actividades nocturnas y los lejanos golpes de piedra. No falta quien piense que el hombre enloqueció debido a la muerte de su esposa y a su soledad miserable. Otros creen que se trata simplemente de un ricachón excéntrico cuyas actividades secretas no le hacen daño a nadie. Pero más de alguno duda que se trate de un simple nostálgico, extravagante o loco. Podría tratarse de algo más serio y menos romántico.

El hombrecillo negro fue durante largos años un maestro de la discreción. Con su silenciosa amabilidad logró por mucho tiempo mantener alejados a los curiosos, aunque no faltaba que de vez en cuando algún chiquillo morboso intentara husmear a través de una ventana o del macizo portón de hierro intentando divisar alguna cosa. Pero la fachada de la casa con sus ventanas ciegas se negaba a dejar ver el más mínimo objeto o movimiento en alguna de las habitaciones. Solamente una luz un tanto mórbida iluminaba el vestíbulo de mármol que nunca se usaba.

Pero a la larga el hombrecillo negro cometió un error. Debido a que en su encierro vivía en su propio universo, se olvidó de que lo que pasara en el mundo exterior podría en algún momento resultar invasivo o hasta peligroso para su sobreprotegida intimidad. Ya no corrían los mismos tiempos y la población de la ciudad fue creciendo, mudándose algunas familias a los tranquilos suburbios que antes fueran campo. De modo que un día el gobierno de la ciudad aceptó vender parte del soberbio parque contiguo a la mansión del hombrecillo negro para que se urbanizara.

Este sería el inicio del fin. Sigue leyendo

La casa de cristal

Martín Fernández-Ordóñez

La casa de cristal, el invernadero, son lo contrario de la madriguera, un mundo protegido pero en el que todo es visible, transparente, el sueño de una situación en que la madriguera ya no fuese necesaria.  Jean Frèmon (Fragmento de “Louise Bourgeois, Mujer Casa”)

El no tiene nombre, lo olvidó en una de las esquinas de las múltiples habitaciones de la casa de cristal. Tal vez lo dejó por descuido sobre una mesa antigua, o quizás este se haya deslizado por la bolsa de su camisa mientras buscaba frenéticamente en alguno de los baúles. De haber sido así, queda poco por hacer. A través de las paredes transparentes logra divisar el intrincado corredor que distribuye las varias estancias, pero se encuentra muy cansado para recorrerlo. Se sienta en el suelo empolvado, ve hacia arriba y a través del techo transparente cree reconocer unos inmensos ojos que lo observan con terror. No soporta la espeluznante visión, se agarra la cabeza con las manos y trata de protegerse metiéndola entre las rodillas. En posición fetal.

Ahora es un niño, ha cambiado su semblante pero el lugar es el mismo. De las paredes de cristal cuelgan cuadros con figuras indefinidas, podrían ser paisajes, manchas abstractas o fotografías borradas. Ninguna de las dos primeras opciones tendría importancia alguna pero la tercera sí. ¿Y si realmente se tratara de imágenes borradas? ¿Y si éstas fueran tan sólo las sombras de momentos vividos que ya no puede recordar? ¿Significaría aquello que de sus recuerdos solamente puede conservar imágenes nubladas, indefinidas? Se pone de pie y observa una a una las obras contenidas dentro de aquellos barrocos marcos dorados. Va con desesperación de una a otra, con una ansiedad que aumenta cada vez que reconfirma, que lo único que logra distinguir en ellas son sombras de sus recuerdos. Memorias que un día estuvieron allí, momentos que podía recrear y vivir nuevamente cada vez que deseara pasearse por la inmensa galería de su pasado. Pero ahora se han ido. Se le han escapado. Lo han dejado solo.

A través de la pared puede verse un jardín rodeado por un muro de altos arbustos. Tiene ganas de salir, necesita respirar aire puro para tranquilizarse y pensar con calma. Quizás ha pasado demasiado tiempo encerrado dentro de la casa, dedicándole demasiado tiempo a su ímpetu de recuperarse a sí mismo. Podría ser que en el jardín encontrara alguna pista, eso sería muy reconfortante. Decide salir de la galería de los cuadros de sombras y accidentalmente pasa frente al salón con su inmensa chimenea de mármol. ¿Es posible que el fuego todavía no se haya extinguido? ¿Pero en dónde están los muebles que daban a esta habitación su carácter de cómoda y exquisita elegancia? El suelo es de mármol blanco y está casi alfombrado de hojas secas y ramas. La puerta principal está abierta y por ella entra un viento fuerte. ¿Es que había alguien más en la casa y al salir olvidó dejar la puerta cerrada con pasador como era la costumbre?

Sin pensarlo dos veces corrió hacia el vestíbulo adornado por un viejo chandelier y amueblado por una amplia escalera curva y doble de cristal. Se dirige hacia el jardín. El jardín, ahí puede que se encuentre la chiave di volta. Camina a paso ligero alrededor de la casa y mirando hacia adentro distingue el desorden que ha provocado con su búsqueda. El jardín es un laberinto como los que se mandaban construir los reyes franceses del barroco. Se adentra entre uno de los corredores verdes y luego de un par de vueltas ya está perdido. Mientras más camina más angostos se hacen los pasillos y más tupida se hace la vegetación. Le invade una sensación de claustrofobia. Adentro de la casa de cristal sentía mucho frío y ahora, adentro de este laberinto vegetal se descubre bañado de sudor. Muerto del cansancio cae el suelo y no puede dejar de preguntarse por qué no consigue apagar la bulla de su cabeza, accionar el botón del silencio eterno y soñar en blanco. Pero sabe que tiene que seguir, siente urgencia por encontrar alguna salida del laberinto.

Se pone de pie y se sacude la tierra de sus pantalones blancos. Caminando con un poco de más calma llega hasta el que pareciera ser el centro del jardín, en el cual desembocan ocho salidas/entradas del laberinto. Se encuentra en un espacio rectangular parecido a una plaza y en el centro luce impecable una maqueta exactamente igual a su casa de cristal. Están reproducidos todos sus detalles: la puerta principal con su marco labrado, las ventanas con sus sillares neoclásicos, los techos a dos aguas, las balaustradas de las terrazas. Se acerca lentamente y desde el techo trata de ver hacia adentro. Limpia con la manga de su camisa de lino el vaho de su respiración y de pronto lo invade un escalofrío cuando reconoce en el interior a una figura pequeñita vestida de blanco, acuclillada en una esquina, que de pronto mira hacia arriba y lo observa con similar terror.

Historias entre libros: Florencia

Martín Fernández-Ordóñez

Adorada hija:

Seguramente te estarás preguntando qué significa esta carta post mortem. También, conociéndote como te conozco, se que estarás pensando por qué decidí escribirte en lugar de contarte en persona todo lo que leerás a continuación. Por este motivo, antes de que sigas leyendo, quiero pedirte mil veces perdón y que no me juzgues.

Perdón por no haber tenido el valor para revelarte mi más íntimo secreto, pero créeme si te digo que lo intenté una y mil veces. Te pido que no me juzgues por haber tenido que callar, por haberte obligado a vivir una vida llena de lagunas, de callejones sin salida, de preguntas sin respuestas. Pero verás, mi adorada Florencia, que nada de lo que hice fue intencional; espero poder transmitirte que todo fue motivado única y exclusivamente por el amor. Por último, espero de todo corazón que al terminar de leer esta carta finalmente llegues a entenderlo todo y que nunca, nunca dejes de amarme.

Algo de siniestro tienen las enfermedades aparte de envenenar tu cuerpo y de acelerar el proceso inevitable hacia la muerte. El estar consciente, hija mía, de que tu fin en este mundo se acerca, hace que te replantees una a una todas las cosas que has hecho en tu vida, ya que te evitas tener que imaginar las que nunca podrás vivir. Para que me entiendas un poco, es un sentimiento parecido, pero aumentado millones de veces, a lo que sientes cada fin de año cuando haces un recuento de lo bueno y lo malo de tu año que termina. La gran diferencia es que en mi caso, no se trata de un recuento para sacar conclusiones y motivaciones para hacerlo todo mejor el año que apenas comienza.
Esta carta, como bien podrás imaginar, la estoy escribiendo en plena posesión de mis facultades mentales, aprovechando un momento de plena lucidez y de un poco de la energía que comienza a abandonarme. Se que muy pronto me será imposible poder llegar a hacerlo, me tiemblan las manos de pensar en el momento en cual ya no podré moverme ni poder expresarme. Me da miedo además saber que mi cerebro se irá nublando poco a poco junto con el resto de mi cuerpo. Pero eso ahora mismo todavía no está pasando y por ello quiero aprovechar lo mejor posible del poco tiempo que me queda.
Florencia, adorada, tu has sido una hija maravillosa. No lo digo solamente por haber sido siempre una niña inmensamente cariñosa y obediente, sino también por haber sabido respetar mi espacio y mis silencios. Recuerdo perfectamente cómo, hará unos 10 años (tú tendrías 8 ó 9 añitos) me preguntaste por primera vez por qué tú no tenías papá. Hasta entonces, yo había vivido con una tensa tranquilidad, algo parecido a un hilo muy delgado tendido por los extremos, el cual sabes que puede romperse en cualquier momento.
Tú tenías todo el derecho del mundo a saber la verdad y comprendo perfectamente la decepción y quizá hasta la rabia que pudiste haber sentido cuando, con la garganta hecha un nudo, la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, te respondí que la vida no siempre era justa y que en tu caso, solamente te había dado madre. Que siempre habíamos sido sólo tú y yo. Pude leer en tus ojos como la tristeza penetró tu alma como dos puñales envenenados y supe que a partir de ese momento, nuestra relación nunca más volvería a ser la misma. Y de hecho así fue. Seguiste siendo cariñosa y comprensiva, pero algo cambió en tu forma de ser conmigo y desde entonces pude leer en tus ojos, día tras día, una especie de poema al reproche.
Hijita, por más que lo intenté a lo largo de todos estos años, nunca tuve el valor de contarte nada. Cada vez que me disponía a hablar, el maldito nudo volvía a apretar mi garganta impidiéndome hablar y los ojos se me cerraban con un telón de lágrimas. Se que tú siempre lo has negado, pero yo estoy segura de que la noche en que me encontraste desmayada en medio de mi habitación, antes de que me diagnosticaran esta enfermedad incurable, se que revisaste el contenido de la caja de madera que se cayó de mis manos.
Desde que eras muy niña te hablé del “jardín de los secretos”, de ese importantísimo espacio privado en el cual nadie debería entrar, pues le pertenece a uno solamente. Tú sabías que aquella caja de madera con la tapadera decorada en “pietre dure” contenía la llave del jardín de mis secretos. Varias veces, cuando eras todavía una niña, te sorprendí sin que te dieras cuenta contemplando mi caja como si se tratara de un tesoro que se negaba a dejarse abrir por ti.
Aquella caja contenía recuerdos de mi juventud: unos pendientes de brillantes que me regaló mi abuela, unos listones de seda con los que mi madre decoró mi cabellera el día de mi primera comunión, una tacita con su porcelana de cristal y varias fotografías. Florencia mía, no te digo todo esto para que te sientas mal, seguramente yo en tu lugar habría hecho lo mismo. Se que abriste la caja porque yo sabía de memoria la forma en que cada objeto estaba colocado en su interior, como si se tratara de la estudiada museografía de mis recuerdos. Poco después del maldito incidente, comprendí por qué cada vez que llegabas al hospital durante mi larga estadía se te humedecían los ojos y parecía que estabas haciendo un gran esfuerzo por no preguntarme algo que gritaba en tu interior. Y es que hasta en eso fuiste un ángel niña mía, preferiste ahogar ese impulso porque sabías que preguntarme por tu padre me habría causado todavía más dolor.
Imagino que al ver la fotografía del joven sonriente, de frondosa cabellera rubia y grandes ojos azules, supiste inmediatamente que era él, la sombra en tu pasado: tu padre. Adivino la impresión que te ha de haber causado el contemplar aquellos enormes ojos por primera vez y descubrir que son iguales a los tuyos. Porque hija, de mí sacaste el color de piel aceitunado, el cabello rizado castaño obscuro, las orejas pequeñas y la nariz aguileña. Pero de tu padre sacaste la altura, la forma y el color de los ojos más bellos que he visto en mi vida, el sensual dibujo de los labios, la dentadura perfecta y la sonrisa resplandeciente.
Tu padre, como pudiste leer en la dedicatoria de la fotografía, se llamaba Hagen. Tenía exactamente 20 años cuando se la tomaron, la edad que tú tienes ahora mismo. Es de la época en la que nos conocimos, yo estaba presente en el estudio al lado del fotógrafo haciéndole muecas para que se riera y de esa forma saliera su mejor sonrisa.
Hagen nació en Berlín y era de origen noble, hijo de Karl Heindrick Conde de Einsidel y de la princesa veneciana Lucrezia Ricardi – Loredan. Antes de la segunda guerra mundial, los condes vivían en un palacio feudal en una ciudadela del mismo nombre que el apellido familiar, actualmente situada en la parte oriental de Alemania. Con la subida del poder Nazi, la redistribución del territorio y de los bienes privados de los aristócratas, a tus abuelos les fueron decomisadas todas sus pertenencias y sus propiedades. Solamente les quedaron algunas joyas de familia que les sirvió para escapar y un piano de cola que jamás entendí como lograron salvar. Y sí hija mía, es el mismo piano de cola que está en casa, el mismo en el cual tú has aprendido a tocar con admirable habilidad y por el cual siempre has sentido un afecto especial, casi inconsciente. Llegó a mis manos gracias a la ayuda de un fiel amigo de tu padre, quien lo compró secretamente a tu abuelo cuando éste decidió venderlo. Sigue leyendo

El país de la eterna primavera

Martín Fernández-Ordóñez

Dieter se despertó esa mañana de muy buen humor. Caroline, su esposa, se había levantado temprano para prepararle un desayuno especial (había tomado a escondidas un curso dedicado a las nuevas amas de casa donde les enseñaban, entre otras cosas, a preparar desayunos gourmet y veloces). Era el cumpleaños número 34 de su esposo y al mismo tiempo su cuarto aniversario de casados.

Se recostó en la cabecera de la amplia cama para contemplar la vista de la que podía gozar desde el ventanal de su habitación. Se deleitó con el color celeste intenso del cielo, la forma triangular casi perfecta del volcán y más cerca, las ramas de los altos árboles del jardín siendo suavemente sacudidos por el viento. El olor a café fresco lo regresó a la realidad y bajó a desayunar. Caroline había preparado hot cakes de chocolate, fresas y moras con queso cottage y leche condensada, smoothie de banano con mora y todo dispuesto en la mesa de la pérgola al aire libre, sobre un mantel de lino de Almagro, usando la vajilla de KPM que les regaló su madre para la boda. Al centro de la mesa, un arreglo con las flores silvestres del jardín. Cuando vio a su esposa cargando a Melanie esperándolo sonriente frente al banquete, no pudo aguantar la emoción de sentirse tan dichoso y las cubrió a ambas con un tierno abrazo.

Juan tuvo que levantarse esa mañana todavía más temprano que de costumbre. Una de las máquinas para hacer pan se había arruinado la noche anterior y tenía que repararla para poder sacar la producción y tener listo el pan a las 6 de la mañana. Violeta dormía profundamente. La pobre, pensó, se había acostado tardísimo preparando unos pasteles de encargo con los que se ayudaban. Él mismo se preparó un café, un par de tortillas con frijoles, crema y recalentó unos huevos con tomate que habían sobrado de la cena. Se sentó a la pequeña mesa de pino cubierta por un mantel con diseño de flores y protegido por un plástico transparente. Se sirvió el desayuno humeante en un plato de peltre.

Al terminar de desayunar y de dejar a la niña de 2 años con la niñera, los esposos subieron discretamente a la habitación e hicieron el amor apasionadamente. Luego Dieter tomó un largo baño en su jettina, se vistió con un par de prendas sport que había comprado en su último viaje a Nueva York y se alistó para comenzar un nuevo día de trabajo. Se subió a su camioneta BMW modelo X3 del año, puso el nuevo CD de U2, abrió el portón eléctrico de su garaje para 4 carros y salió de su idílico hogar tarareando las canciones. Mientras pasaba su tarjeta electrónica para que se abriera el portón del residencial, saludó muy amablemente al policía de la garita y bajó por entre los pinos y encinos de la montaña hacia la ciudad.

Lavó los trastos en la pila exterior y se lamentó de no tener agua caliente para no tener que sentir las manos congeladas a esas horas de la mañana. Ni modo, pensó, a seguir en la lucha. Entró a la otra habitación de la casa donde dormían sus cuatro hijos, bien acomodaditos en una amplia cama. Algún día, se dijo, pronto, les voy a comprar a cada uno su camita y cuando bien nos vaya voy a cambiar el techo de lámina por uno de madera.

Salió bien abrigado de su casa y caminó hacia la esquina para esperar a que pasara el primer ruletero que lo sacaría de la colonia, luego tendría que tomar una camioneta que lo acercaría a la avenida principal y luego caminar un par de cuadras o tomar un taxi, todo dependería de la rapidez con la que pudiera llegar al centro. Mientras caminaba hacia la esquina, rezó pidiéndole a Dios que no anduviera por allí ningún integrante de la mara, ya que desde hacía un par de semanas los veía rondar la colonia y tenía miedo de que volvieran a molestarlo con lo de las extorsiones. Sabía que no era el único, de hecho varios de sus vecinos habían tenido que abandonar sus casas y se habían marchado por causa del miedo. Pero Juan y su familia no tenían otro lugar a donde ir. Sigue leyendo