Manuel Morales, El País
Una antología reúne versos de soldados caídos en la I Guerra Mundial
Murieron jóvenes, eran idealistas, apasionados, pero perdieron la vida en los campos de batalla de Europa, entre barro, hambre, ratas y piojos. Vivieron las trincheras de la Primera Guerra Mundial para contarlo. Compusieron poemas en los que describían el horror de un conflicto que segó nueve millones de vidas. De la llamada Gran Guerra, Brian Gardner publicó en 1964 en Reino Unido una antología de poemas que los soldados escribieron durante el conflicto, Up the line todeath. Thewarpoets 1914-1918. La editorial Linteo escogió a 21 de los más de 100 poetas del original y dio a luz Tengo una cita con la muerte. Poesía de la guerra, poesía de los muertos.
“Mi abuelo tenía esta antología y fue un libro que siempre me fascinó”, explica por teléfono Ben Clark, uno de los dos responsables de la traducción y edición del libro. Clark (Ibiza, 1984), que también es poeta, cuenta que desde hace años proyectaba junto a su amigo Borja Aguiló publicar la obra en castellano. Su criterio para esta edición bilingüe fue escoger a “los que murieron en combate”, requisito cumplido por todos excepto dos que fallecieron de neumonía y de una sepsis provocada por una picadura de mosquito. De este último poeta, Rupert Brooke, “se recitaban sus versos en las trincheras, era muy popular”, indica Clark. En España, el ejemplo más significativo de poeta soldado y que componía versos en la Guerra Civil fue Miguel Hernández, muerto en 1942 por el tifus y la tuberculosis en una prisión alicantina.
Los intensos versos de Tengo una cita con la muerte -título tomado del inicio de un poema de Alan Seeger- se rescataron de los cadáveres, “estaban entre las ropas, escritos en cuadernos o en hojas sueltas. A algunos les dio tiempo de enviarlos a sus casas”, agrega Clark, para quien el más significativo de aquellos bardos fue Wilfred Owen, que ya había publicado tres poemas y cuya breve obra no se conoció hasta años después de su muerte. Owen perdió la vida a una semana de que acabara el conflicto, tenía 25 años. Una cita suya abre la antología:Sobre todo no estoy preocupado por la Poesía / me ocupo de la Guerra, y de la pena de la Guerra./ La Poesía está en la pena.
Tengo una cita con la muerte es poesía que toca a difuntos, pero no todas las composiciones tienen el mismo tono. Los primeros versos de la guerra eran pasionales y patrióticos, henchidos de idealismo. Sus autores son jóvenes que ignoran el matadero al que se dirigen, sin apenas entrenamiento ni formación militar. A medida que avanza la contienda las palabras se tornan sombrías, teñidas de desengaño y desilusión. En ese cambio fue decisiva la batalla del río Somme, una carnicería al norte de Francia en la que murieron, solo el primer día, el 1 de julio de 1916, casi 20.000 británicos. Uno de ellos fue Leslie Coulson, su libro Fromanoutpost and otherpoems vendió 10.000 copias en un año, después de su muerte. Su poema Desde el Somme finaliza así:Dentro de mi alma siento crecer una música extraña, / vastos cantos de una tragedia demasiado profunda / -demasiado profunda- / para ser pronunciada por mis pobres labios.
Los editores subrayan que el lector no encontrará “poesía escrita por elegantes señores en mansiones inglesas”, sino “voces curtidas en el horror”. Algunos poetas cargaron contra los que cantaban la grandeza de la guerra mientras permanecían cómodamente en sus casas. Así ocurre en Reclutamiento, de E. A. Mackinstosh, muerto con 24 años: Id y ayudad a engrosar a engrosar las listas / con los nombres de los muertos. / Id a ayudar a completar una columna / a los malditos periodistas.
Sin embargo, hay un obstáculo lógico para poder apreciar en estos versos la locura de la guerra: la traducción. La tarea de pasar los poemas originales a esta obra”es frustrante”, como reconocen los autores, y la musicalidad con la que se compusieron (… ) (Loss and failure, pain and death) se pierde, a pesar de que la edición bilingüe lo atempere: (la pérdida y el fracaso; el dolor y la muerte).
En cuanto a los poetas, algunos tenían “cierta bibliografía”, como el galés Edward Thomas, y otros eran principiantes que apenas publicaron algo más que sus poesías de guerra, como Robert Palmer. Los más jóvenes terminaron su vida con 20 años, el más veterano tenía 45. Además de ingleses, en la antología hay irlandeses, un canadiense y un estadounidense.
Con la guerra siempre como paisaje, en Tengo una cita… hay escalofriantes poemas premonitorios, como el que escribió William Noel Hodgson el 1 de julio de 1916, dos días antes de caer en la batalla y que acaba así: Por todos los placeres que voy a perderme, / Ayúdame, Señor, ayúdame a morir.
Los hay también que cuentan las miserias de cada día, como Cazando piojos, del inglés Isaac Rosenberg, que murió con 28 años: (…) por una camisa infestada de parásitos / Lanzó aquel soldado de su garganta / Juramentos / Que amedrentarían a un dios, pero no a los piojos.
Unos versos invocan a Dios, otros a la patria; muchos contienen referencias a las aves y la naturaleza, el edén perdido y añorado; los hay belicistas, los hay de hermandad con el enemigo: Cuando haya paz, entonces podremos ver de nuevo / con nuevos ojos, la verdadera forma del otro y su grandeza.
Por último, se suceden los recuerdos a los caídos en combate, como en Los muertos ansiosos, de John McCrae. Todas estas palabras fueron esfuerzos mentales para sacudirse el miedo a morir. Clark y Aguiló consideran que uno de los grandes momentos del libro está en El vigía, de Owen, que describe cómo fue la gran guerra de trincheras: El poco aire que permanecía apestaba, viejo, y ácido / con humo de obuses y el olor de hombres / que habían vivido allí años, y que dejaron su maldición / en aquel lugar, / si no sus cadáveres…