Martín Fernández Ordóñez
Para adentrarnos en esta serie de escritos sobre arte contemporáneo, escogí como método el planteamiento de una pregunta por artículo que intentaré responder durante el desarrollo del tema. El lector notará inmediatamente que no se trata de preguntas engorrosas, ya que algunas veces podrían llegar a parecer hasta simples; sin embargo, dar explicaciones relativamente claras presenta ciertos retos y complejidades.
Personalmente, no me interesan demasiado los cuestionamientos profundos sobre la ontología del arte[1], ni siquiera me seduce el intento de etiquetar si esta o aquella pieza específica debería considerarse como obra de arte o no. Más allá de sumarme a los esfuerzos incansables de muchos académicos por tratar de definir lo que es el arte –una de las obsesiones preferidas de los historiadores de esta disciplina–, me enfocaré en dar algunas explicaciones sencillas a planteamientos que muchos compartimos, como por qué el arte de nuestros tiempos es como es, con sus distintos matices y características que muchas veces contradicen precisamente lo que mayoría entiende como Arte (con A mayúscula).
Como hay que empezar por algún sitio, quizás sea necesario hacerlo con la aclaración de algunos términos técnicos propios de la disciplina histórico-artística. Cuando los académicos hablan de arte contemporáneo, en realidad se refieren a un grupo muy específico de manifestaciones, aunque en realidad existe cierta ambigüedad con el término. Pero sobre este asunto en particular nos ocuparemos en el siguiente artículo. [2]
Como su nombre lo indica, contemporáneo es toda manifestación cultural que existe en el momento de cada generación, es decir, todo aquello que sucede y se desarrolla a nuestro alrededor y en nuestro propio tiempo. Es justo aquí donde empiezan los equívocos respecto al término mismo. Me explico: tomemos como ejemplo alguno de los movimientos artísticos del siglo XIX. Estoy seguro de que a la mayoría se le vendrá a la mente el Impresionismo. Si pensamos, por lo tanto, en la sociedad parisina de aquella época, cuando quienes al tener la oportunidad de visitar el famoso Salón de París se toparon de pronto con las obras de Manet (¿Se acuerdan de su polémico cuadro titulado Almuerzo sobre la hierba?), [3]este tipo de pinturas representó el arte contemporáneo de su momento, acompañado del respectivo shock que causa generalmente lo nuevo y desconocido.
Me gusta citar el caso específico de los impresionistas, porque aunque estemos a más de 140 años de distancia, en nuestro contexto actual suceden situaciones de rechazo hacia el arte contemporáneo muy similares a aquellas. Si hubo artistas en la historia del arte occidental a quienes les costó sobresalir y posicionarse dentro del mundo artístico, fueron precisamente los impresionistas. Algunos, como Caillebotte o Degas, tuvieron la suerte de pertenecer a familias acomodadas que los apoyaban financieramente y algunas veces ellos mismos ofrecieron protección a sus compañeros. Pero la mayoría de ellos vivió aquellas últimas décadas del siglo XIX teniendo que enfrentar innumerables dificultades económicas, a merced de la inestabilidad política y financiera de la Francia posnapoleónica. La escritora británica Sue Roe en su libro The Private Lives of the Impressionists, relata de forma muy amena todas las peripecias y dificultades que tuvieron que superar varios de sus principales representantes; la forma en la cual tuvieron que organizarse en grupos para lograr exponer todos juntos y quiénes fueron los primeros que creyendo en ellos, consiguieron llevarlos a la notoriedad. [4]
Probablemente algunos lectores se estarán preguntando ahora mismo: ¿pero cómo es posible que les costara tanto a aquellos talentosos artistas encontrar un lugar respetable dentro del mundo del arte? ¿Cómo pudo ser que no obtuvieran un inmediato reconocimiento por parte del público?
Si contemplamos un paisaje de Pisarro o un bodegón de Cezanne, ni siquiera se nos ocurriría cuestionar sus valores estéticos y artísticos. Mucho menos si pensamos en las escenas etéreas de bailarinas de Degas o incluso hasta en los tortuosos paisajes nocturnos de van Gogh. Pero para la gente común de aquella época, para las personas que visitaban el Salón cada año esperando encontrar lo bello, el arte impresionista les pareció feo e inaceptable. ¡Ni hablar! –argumentaban algunos airados caballeros frente a las obras expuestas en el famoso Salón de los Rechazados– ¡Esta pintura es una burla, si ni siquiera está terminada, parece un simple boceto! ¡Hasta mi hija pequeña podría haberlo hecho mejor!
Como dirían los estadounidenses: Sounds familiar?
Jugando un poco el rol del abogado del diablo, no hay que juzgar con demasiada dureza a aquellas personas que apenas empezaban a enfrentarse a un tipo de arte que se salía completamente del marco institucional establecido por la estricta Academia. Tampoco debemos tacharlos de incultos, ni mucho menos de ignorantes. Lo que les sucedió en un principio fue en realidad algo muy normal y sencillo: no lo entendieron. Tuvieron que pasar varias décadas y un sin fin de esfuerzos antes de que la sociedad empezara a tomarle el gusto a aquella nueva pintura. Primero tuvo que sucederse una gran cantidad de exposiciones prácticamente destinadas al fracaso; una larga lista de malas críticas en los periódicos e incluso burlas e insultos, antes de que se llegara a reconocer la belleza y el encanto en aquella nueva forma de representar al mundo.
Debemos recordar que aquella era una sociedad que llevaba más de un siglo aprendiendo en su academia oficial que el Arte (con mayúscula, nuevamente) entraba en un sistema rígido de jerarquías y que además debía obedecer a una función social[5]. De modo que no iba a ser tan fácil que las personas de a pie, pero ni siquiera los más entendidos en la materia, aceptaran de la noche a la mañana que una pintura que representa a mujeres planchando o a gente vestida como ellos teniendo picnics a la orilla de un río, también debía ser considerado Arte.
Esta apresurada revisión del pasado nos sirve para ilustrar una situación que se ha repetido en el mundo occidental, en especial a partir de la Segunda Guerra Mundial, respecto a las manifestaciones artísticas contemporáneas y el público. Porque la ruptura del diálogo entre artista-obra de arte-espectador, empezó a intensificarse a partir de las primeras vanguardias del siglo XX, pero no fue sino hasta los años 60 del siglo pasado cuando la comunicación se rompió casi por completo.
En las próximas entregas haremos una revisión más detallada de este momento histórico, sin el cual no se consigue entender mucho de por qué el arte tomó la dirección que tomó y cómo fue que terminó por alejarse del entendimiento de la mayoría de personas.
(*) Artículo publicado en El Artista Magazine, en la edición octubre-noviembre 2014.
[1] La ontología es la rama de la metafísica que estudia la naturaleza del ser. En historia del arte, la ontología del arte se plantea por lo tanto preguntas sobre la naturaleza misma del arte, sobre sus definiciones y características.
[2] En el siguiente artículo titulado ¿A qué se refieren los expertos con el término “arte contemporáneo”? revisaremos algunas de las principales características del tipo de obras de arte que entran dentro de esta categoría.
[3] En 1863 Édouard Manet (No confundir con Claude Monet), presentó al Salón de París una pintura de gran formato titulada Déjeuner sur l´Herbe (Almuerzo sobre la hierba), con el título Le Bain (el baño), el cual fue rechazado por el jurado, pero finalmente expuesto en un salón alterno llamado precisamente Salon des Refusés (Salón de los rechazados). Esta obra causó mucha polémica por varios motivos técnicos, pero principalmente por su contenido como el desnudo injustificado que desafía la mirada del espectador; la modelo que posó para el cuadro era una mujer conocida y de reputación cuestionable; la vestimenta contemporánea de los personajes del cuadro escandalizó por su cercanía a los espectadores.
[4] Roe, Sue. The Private Lives of the Impressionists. Harper Perenial. New York, 2007
[5] La Real Academia de Pintura y Escultura de Francia fue fundada en París en 1648. Esta institución establecía que el arte estaba estructurado en una especie de pirámide jerárquica según la importancia de su contenido: en la cúspide se encontraba la pintura con temas religiosos, mitológicos, históricos, literarios o alegóricos. En la segunda categoría se encontraba la pintura de género como los retratos, paisajes, naturalezas muertas, escenas costumbristas, etc. Para la Academia, la pintura de la primera categoría tenía una función social porque debía conllevar cierta interpretación de la vida o transmitir valores patrióticos, cívicos o morales.