Martín Fernández-Ordóñez
En el yeso, en el bronce, en la madera de la que están hechas estas figuras verticales de tamaño natural, alguien se esconde y respira débilmente. El inaprensible fantasma de la vida. – Jean Frémon (Fragmento de “Louise Bourgeois, Mujer Casa”)
El día amaneció como siempre muy tranquilo en el hermoso y exclusivo vecindario. Algunos niños están ya en la calle montando bicicleta, mientras personas adultas riegan los cuidados jardines delanteros de sus casas. Es un cálido día de primavera, con un cielo limpio de nubes y sopla una agradable brisa matutina.
La propiedad más imponente de todas se encuentra al final de una de las calles. Se trata de una vieja casona de ladrillo, una de las más antiguas de la zona. Al frente cuenta también con un amplio jardín con frondosos árboles que de alguna manera esconden buena parte de la señorial fachada. Detrás de la casa, el terreno se extiende profundamente en dirección a las colinas y a pesar de su dimensión, el inmenso bosque privado está completamente rodeado por un macizo e inexpugnable muro de piedra.
Caminando alrededor del muro a cierta distancia pueden divisarse las copas de altos y viejos árboles. Su propietario es un hombrecito de mediana edad que heredó la casa de sus padres. Pero la propiedad ha pertenecido a la misma familia desde al menos tres generaciones y seguramente terminará con esta, ya que su actual dueño es viudo y nunca tuvo hijos. Tiene un nombre largo y de apellidos rimbombantes pero los vecinos lo llaman “el hombrecillo negro”, ya que es un hombre pálido, muy delgado y siempre va vestido de ese color (nunca abandonó el luto desde que murió su esposa a los pocos meses de haber contraído matrimonio). Aunque el hombrecillo negro es muy amable y educado, jamás se ha sabido que haya entablado amistad con alguno de los vecinos. Su existencia está rodeada de misterio ya que nadie sabe con certeza a qué se dedica o qué hace dentro de su fortaleza todo el día. Que se sepa, las únicas dos personas que tienen acceso a la casa son la vieja ama de llaves a la que se ve salir con paso lento y cabizbaja los fines de semana y el jardinero que también se ocupa de la limpieza de la casa.
La residencia del hombrecillo negro es una atracción silenciosa del vecindario ya que nadie la conoce por dentro. Desde su fachada las altas ventanas están cubiertas por pesadas cortinas de terciopelo verde y su muro perimetral la hace ver como un elegante monasterio de clausura.
El hombrecillo negro sale de su casa cada par de meses y solamente cuando comienza a oscurecer. Desde la ventana de alguna de las casas vecinas puede verse en esas ocasiones cómo al abrirse el portón de pesada forja, sale un auto negro de rancia elegancia conducido por él mismo. Si hay alguien en la calle que lo vea por casualidad y con curiosidad, él responde impasible inclinando suavemente la cabeza a manera de saludo.
Las ocasionales ausencias de su refugio duran varias horas. El hombrecillo negro regresa ya entrada la noche. Hace solamente una señal con las luces y al poco tiempo se abren los portones de hierro y el auto se adentra en la obscuridad como tragado por ella. Después de un buen rato y como sonando desde muy lejos, pueden escucharse constantes y secos golpes de piedra, los cuales pueden durar hasta el amanecer. Los golpes pueden escucharse a lo lejos durante semanas y hasta meses sin interrupción. Se detienen hasta que el hombrecillo negro sale nuevamente en uno de sus silenciosos paseos.
Pero nadie sabe con certeza qué es lo que hace allí dentro.
Entre los residentes del vecindario existen muchas versiones e historias sobre la vida del hombrecillo negro, sus esporádicas desapariciones, sobre sus actividades nocturnas y los lejanos golpes de piedra. No falta quien piense que el hombre enloqueció debido a la muerte de su esposa y a su soledad miserable. Otros creen que se trata simplemente de un ricachón excéntrico cuyas actividades secretas no le hacen daño a nadie. Pero más de alguno duda que se trate de un simple nostálgico, extravagante o loco. Podría tratarse de algo más serio y menos romántico.
El hombrecillo negro fue durante largos años un maestro de la discreción. Con su silenciosa amabilidad logró por mucho tiempo mantener alejados a los curiosos, aunque no faltaba que de vez en cuando algún chiquillo morboso intentara husmear a través de una ventana o del macizo portón de hierro intentando divisar alguna cosa. Pero la fachada de la casa con sus ventanas ciegas se negaba a dejar ver el más mínimo objeto o movimiento en alguna de las habitaciones. Solamente una luz un tanto mórbida iluminaba el vestíbulo de mármol que nunca se usaba.
Pero a la larga el hombrecillo negro cometió un error. Debido a que en su encierro vivía en su propio universo, se olvidó de que lo que pasara en el mundo exterior podría en algún momento resultar invasivo o hasta peligroso para su sobreprotegida intimidad. Ya no corrían los mismos tiempos y la población de la ciudad fue creciendo, mudándose algunas familias a los tranquilos suburbios que antes fueran campo. De modo que un día el gobierno de la ciudad aceptó vender parte del soberbio parque contiguo a la mansión del hombrecillo negro para que se urbanizara.
Este sería el inicio del fin.
Poco a poco se fueron instalando nuevas familias en las residencias recién construidas y distribuidas entre el bosque. El muro del jardín del hombrecillo negro formaba ahora parte del día a día para los nuevos residentes de aquél lugar. Si bien es cierto que los muros eran de piedra y muy altos, las tormentas, la humedad y el tiempo fueron haciendo su labor de desgaste en algunas partes de sus cimientos. Y este pequeño talón de Aquiles fue suficiente para que una noche, un chiquillo que jugaba al escondite con sus amigos en el bosque, descubriera un pequeño agujero que se había abierto en el muro a ras del suelo.
Porque una desgracia no llega nunca sola, a pesar de que aquel agujero se encontraba en una parte bastante lejana de la casa, el chiquillo descubrió que a través de él podía ver dónde se estacionaba el viejo auto del hombrecillo negro. Así que se mantuvo vigilante durante varias tardes con la esperanza de verlo salir en su auto y esperarlo en la noche con la intención de enterarse de algo más cuando éste volviera.
Lo que descubrió le dejó horrorizado.
Después de una exasperante espera, por fin una noche al chiquillo se le aceleró el corazón de la emoción cuando desde la ventana de su casa vio salir lentamente el auto del hombrecillo negro a través del pesado portón de la entrada. De modo que esperó unas horas y corrió al bosque para esperar a que volviera y observarlo todo a través de su observatorio secreto.
A las pocas horas escuchó el sonido del auto entrando de vuelta en la casa de ladrillo, internándose poco a poco en el profundo e impenetrable jardín. De pronto el auto se detuvo en una cochera bastante separada de la casa donde esperaba el fiel jardinero. Vio que de él salió el hombrecillo negro dirigiéndose directamente a la cajuela. Al abrirla, el jardinero se acercó y entre los dos sacaron un pesado y largo bulto metido entre una bolsa de plástico negra, el cual se lo llevaron lentamente hacia la profundidad del jardín hasta desaparecer.
El chiquillo ahogó un grito de terror y corriendo directamente a su casa se lo contó todo a sus atemorizados padres. Estos llamaron a la junta de vecinos, convocaron una reunión de emergencia y esa misma noche decidieron llamar a la policía para que arrestara a aquel ser siniestro y peligroso.
Al día siguiente muy temprano, se escuchó el ruido de sirenas y el rechinido de varias llantas. La gente empezó a salir de sus casas y en breve todos los residentes se encontraban frente a la mansión del hombrecillo negro. Un policía sacó su altoparlante y empezó a llamarlo por su nombre, amenazándolo con que si no salía en breve con las manos en alto, entrarían en la propiedad por la fuerza. El policía repitió el anuncio varias veces pero nadie salió. Una niña dijo haber visto correrse levemente una de las cortinas de las ventanas superiores para cerrarse inmediatamente, pero fue el único movimiento que puede recordarse.
Varios policías lograron abrir las puertas de roble de la entrada principal luego de mucho esfuerzo conjunto. Muy para su sorpresa, encontraron una casa exquisitamente decorada, perfumada de limpio, con flores frescas en todos los floreros. Recorrieron una a una las múltiples salas, vestíbulos, comedores y dormitorios que parecían llenos de actividad y vida. Subieron la soberbia escalera de madera con su balaustrada de bronce hasta el segundo nivel y repitieron la inspección.
Fue en la habitación al fondo del corredor derecho donde uno de los policías gritó: ¡Aquí está! y hacia allí corrieron todos los demás agentes armados. En contraste con la claridad y elegancia museológica del resto de la casa, los hombres se encontraron en una enorme estancia obscura, con pesados cortinajes de terciopelo verde impidiéndole la entrada a la luz del sol. En las paredes, en lugar de colgar pinturas antiguas y espejos como en el resto de la casa, estaban completamente tapizadas de fotografías de familia. También colgaban vestidos viejos de hombre y de mujer, zapatos, sombreros, finas estolas, guantes, juguetes. Todo el suelo cercano a la pared estaba alfombrado de candelabros y flores frescas. Era como una capilla dedicada al pasado y al recuerdo. En el centro de la habitación, sobre una extravagante cama con dosel, el hombrecillo negro parecía vencido por un profundo sueño. Una poza de sangre que se deslizaba desde la cama iba manchando el encaje blanco de un vestido de novia que él sostenía con una mano. En la otra apretaba todavía una pistola antigua.
Luego de muchas horas, la policía se llevó el cuerpo y ya entrada la noche empezaron a inspeccionar la vasta propiedad en busca de las temidas pruebas. Atemorizados, se fueron internando en el espeso bosque hasta que entraron en un cementerio de estelas talladas y esculturas de piedra. Nadie pudo decir palabra al encontrarse ante aquel espectáculo visual. Se trataba de un jardín meticulosamente cuidado; del pasto fresco y verde brotaban flores de varios colores y especies. Las esculturas eran auténticas obras de arte.
Había figuras de niños, niñas, adultos, ancianos. Todos llevaban alas, quienes de mariposa, quienes alas de pájaros. La talla no seguía una técnica clásica sino más bien una impresionista. Las formas de los cuerpos y de los rostros estaban a penas esbozadas por hábiles golpes de cincel. Pero eran tallas maravillosas, de sorprendente virtuosismo. Aquel conjunto era como un ejército de ángeles de piedra a punto de lanzar el vuelo.
Pasada la primera impresión, los policías empezaron a cavar debajo de algunas esculturas esperando encontrarse lo peor. Pero lo que encontraron fue, una a una, pequeños relicarios de madera que contenían una fotografía, algunos objetos personales y un poema dedicado al fotografiado.
Luego de una detallada investigación, los expertos no encontraron en toda la propiedad nada que indicara que el hombrecillo negro hubiese incurrido en algún delito. A los pocos días apareció un breve artículo en el periódico local que decía:
“El misterioso propietario de la mansión de ladrillo, conocido por todos como el ‘hombrecillo negro’, se quitó la vida en su residencia –la cual protegía de los ojos de los curiosos con recelo obsesivo-, hace algunos días. Ahora se sabe que salía muy de vez en cuando de su casa en busca de bloques de piedra para poder esculpir la figura de algún protagonista importante de su pasado. Dedicó su vida a levantarle monumentos a sus memorias y colocándolas todas juntas era como si cobraran vida otra vez. Pero el mundo de hoy está demasiado agobiado por sus temores y paranoias. Hasta un inocente demasiado celoso de sus recuerdos puede hacer de su nostalgia un motivo de sospecha. Y pagar el precio”.