Martín Fernández-Ordóñez
Adorada hija:
Seguramente te estarás preguntando qué significa esta carta post mortem. También, conociéndote como te conozco, se que estarás pensando por qué decidí escribirte en lugar de contarte en persona todo lo que leerás a continuación. Por este motivo, antes de que sigas leyendo, quiero pedirte mil veces perdón y que no me juzgues.
Perdón por no haber tenido el valor para revelarte mi más íntimo secreto, pero créeme si te digo que lo intenté una y mil veces. Te pido que no me juzgues por haber tenido que callar, por haberte obligado a vivir una vida llena de lagunas, de callejones sin salida, de preguntas sin respuestas. Pero verás, mi adorada Florencia, que nada de lo que hice fue intencional; espero poder transmitirte que todo fue motivado única y exclusivamente por el amor. Por último, espero de todo corazón que al terminar de leer esta carta finalmente llegues a entenderlo todo y que nunca, nunca dejes de amarme.
Algo de siniestro tienen las enfermedades aparte de envenenar tu cuerpo y de acelerar el proceso inevitable hacia la muerte. El estar consciente, hija mía, de que tu fin en este mundo se acerca, hace que te replantees una a una todas las cosas que has hecho en tu vida, ya que te evitas tener que imaginar las que nunca podrás vivir. Para que me entiendas un poco, es un sentimiento parecido, pero aumentado millones de veces, a lo que sientes cada fin de año cuando haces un recuento de lo bueno y lo malo de tu año que termina. La gran diferencia es que en mi caso, no se trata de un recuento para sacar conclusiones y motivaciones para hacerlo todo mejor el año que apenas comienza.
Esta carta, como bien podrás imaginar, la estoy escribiendo en plena posesión de mis facultades mentales, aprovechando un momento de plena lucidez y de un poco de la energía que comienza a abandonarme. Se que muy pronto me será imposible poder llegar a hacerlo, me tiemblan las manos de pensar en el momento en cual ya no podré moverme ni poder expresarme. Me da miedo además saber que mi cerebro se irá nublando poco a poco junto con el resto de mi cuerpo. Pero eso ahora mismo todavía no está pasando y por ello quiero aprovechar lo mejor posible del poco tiempo que me queda.
Florencia, adorada, tu has sido una hija maravillosa. No lo digo solamente por haber sido siempre una niña inmensamente cariñosa y obediente, sino también por haber sabido respetar mi espacio y mis silencios. Recuerdo perfectamente cómo, hará unos 10 años (tú tendrías 8 ó 9 añitos) me preguntaste por primera vez por qué tú no tenías papá. Hasta entonces, yo había vivido con una tensa tranquilidad, algo parecido a un hilo muy delgado tendido por los extremos, el cual sabes que puede romperse en cualquier momento.
Tú tenías todo el derecho del mundo a saber la verdad y comprendo perfectamente la decepción y quizá hasta la rabia que pudiste haber sentido cuando, con la garganta hecha un nudo, la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, te respondí que la vida no siempre era justa y que en tu caso, solamente te había dado madre. Que siempre habíamos sido sólo tú y yo. Pude leer en tus ojos como la tristeza penetró tu alma como dos puñales envenenados y supe que a partir de ese momento, nuestra relación nunca más volvería a ser la misma. Y de hecho así fue. Seguiste siendo cariñosa y comprensiva, pero algo cambió en tu forma de ser conmigo y desde entonces pude leer en tus ojos, día tras día, una especie de poema al reproche.
Hijita, por más que lo intenté a lo largo de todos estos años, nunca tuve el valor de contarte nada. Cada vez que me disponía a hablar, el maldito nudo volvía a apretar mi garganta impidiéndome hablar y los ojos se me cerraban con un telón de lágrimas. Se que tú siempre lo has negado, pero yo estoy segura de que la noche en que me encontraste desmayada en medio de mi habitación, antes de que me diagnosticaran esta enfermedad incurable, se que revisaste el contenido de la caja de madera que se cayó de mis manos.
Desde que eras muy niña te hablé del “jardín de los secretos”, de ese importantísimo espacio privado en el cual nadie debería entrar, pues le pertenece a uno solamente. Tú sabías que aquella caja de madera con la tapadera decorada en “pietre dure” contenía la llave del jardín de mis secretos. Varias veces, cuando eras todavía una niña, te sorprendí sin que te dieras cuenta contemplando mi caja como si se tratara de un tesoro que se negaba a dejarse abrir por ti.
Aquella caja contenía recuerdos de mi juventud: unos pendientes de brillantes que me regaló mi abuela, unos listones de seda con los que mi madre decoró mi cabellera el día de mi primera comunión, una tacita con su porcelana de cristal y varias fotografías. Florencia mía, no te digo todo esto para que te sientas mal, seguramente yo en tu lugar habría hecho lo mismo. Se que abriste la caja porque yo sabía de memoria la forma en que cada objeto estaba colocado en su interior, como si se tratara de la estudiada museografía de mis recuerdos. Poco después del maldito incidente, comprendí por qué cada vez que llegabas al hospital durante mi larga estadía se te humedecían los ojos y parecía que estabas haciendo un gran esfuerzo por no preguntarme algo que gritaba en tu interior. Y es que hasta en eso fuiste un ángel niña mía, preferiste ahogar ese impulso porque sabías que preguntarme por tu padre me habría causado todavía más dolor.
Imagino que al ver la fotografía del joven sonriente, de frondosa cabellera rubia y grandes ojos azules, supiste inmediatamente que era él, la sombra en tu pasado: tu padre. Adivino la impresión que te ha de haber causado el contemplar aquellos enormes ojos por primera vez y descubrir que son iguales a los tuyos. Porque hija, de mí sacaste el color de piel aceitunado, el cabello rizado castaño obscuro, las orejas pequeñas y la nariz aguileña. Pero de tu padre sacaste la altura, la forma y el color de los ojos más bellos que he visto en mi vida, el sensual dibujo de los labios, la dentadura perfecta y la sonrisa resplandeciente.
Tu padre, como pudiste leer en la dedicatoria de la fotografía, se llamaba Hagen. Tenía exactamente 20 años cuando se la tomaron, la edad que tú tienes ahora mismo. Es de la época en la que nos conocimos, yo estaba presente en el estudio al lado del fotógrafo haciéndole muecas para que se riera y de esa forma saliera su mejor sonrisa.
Hagen nació en Berlín y era de origen noble, hijo de Karl Heindrick Conde de Einsidel y de la princesa veneciana Lucrezia Ricardi – Loredan. Antes de la segunda guerra mundial, los condes vivían en un palacio feudal en una ciudadela del mismo nombre que el apellido familiar, actualmente situada en la parte oriental de Alemania. Con la subida del poder Nazi, la redistribución del territorio y de los bienes privados de los aristócratas, a tus abuelos les fueron decomisadas todas sus pertenencias y sus propiedades. Solamente les quedaron algunas joyas de familia que les sirvió para escapar y un piano de cola que jamás entendí como lograron salvar. Y sí hija mía, es el mismo piano de cola que está en casa, el mismo en el cual tú has aprendido a tocar con admirable habilidad y por el cual siempre has sentido un afecto especial, casi inconsciente. Llegó a mis manos gracias a la ayuda de un fiel amigo de tu padre, quien lo compró secretamente a tu abuelo cuando éste decidió venderlo.
Al finalizar la guerra, después de pasar algunos años en Londres, tus abuelos regresaron a Berlín y lograron permanecer en la que posteriormente constituyó la parte occidental de la ciudad. Pero tu abuela Lucrezia no pudo soportar la pérdida de la fortuna, de su posición social y la humillación, de modo que decidió abandonar a tu abuelo y a tu padre que era hijo único.
Hagen era un chico muy guapo e inteligente, tenía un porte verdaderamente aristocrático y nunca lograba pasar desapercibido por más que lo intentara. Estudiaba Historia del Arte en la Universidad von Humboldt de Berlín y cuando cursaba su último año de carrera, decidió pasar un año en Florencia para poder dedicarse a la investigación de su tesis sobre el Renacimiento italiano. Fue en Florencia donde nos conocimos, sabes muy bien que yo viví allí durante varios años estudiando mi carrera de restauración de tejidos.
Tienes que saber princesa, que yo era una chica muy joven, tenía apenas 19 años y tu padre uno más que yo.
Nos conocimos una mañana de septiembre en una de las salas de lectura del hermoso Kunsthistorisches Institut, el cual, como todo lo que hacen los alemanes, es un lugar impecable. Para tener acceso a su colección de libros de Historia del Arte, la cual es una de las más completas del mundo, tienes que tener un tema en específico que deseas investigar y una carta de recomendación.
Yo llevaba algunos días de llegar casi a diario para irme familiarizando con la ubicación de los libros, ya que aunque había ficheros y un índice digital de los libros, yo prefería recorrer las salas, anaquel por anaquel, leyendo los lomos de los gruesos libros e ir descubriendo el criterio de organización. Tal vez hasta te haya logrado sacar una sonrisa, al imaginarte a tu despistada madre perdiendo el tiempo de esta forma, pero para mi tenía algo de mágico.
En uno de esos días en que descubrí por fin en donde estaban localizados los catálogos monográficos de los pintores franceses del siglo XVIII, Claude Lorrain y Nicolas Poussin, vi por primera vez de lejos a tu padre. Él se encontraba sentado en una de las grandes mesas de nogal, dándole la espalda al resto de la sala de altas paredes cubiertas de libros y de frente hacia la ventana abierta desde la cual podía contemplarse el bucólico y amplio jardín en estilo inglés. No puedo explicarte por qué me llamó tanto la atención aquel chico de desordenada caballera rubia y de larga espalda en forma de V. Quizá fue la belleza de su delicado perfil que veía parcialmente bañado por la luz dorada de la mañana, lo que le daba un aspecto angelical.
Yo me quedé petrificada mirándole, como si tuviera ante mí una mística visión. No hice algún ruido mientras lo observaba, pero él pareció percibir mi presencia a sus espaldas porque de pronto se volvió y al descubrir mi cara de atontada me regaló una de sus generosísimas sonrisas y me saludó tímidamente con la mano. Yo me sentí muy avergonzada, respondí a su saludo con una sonrisita de nerviosidad torpe y quise salir de ese lugar lo antes posible. El problema fue que al voltear me tropecé con uno de los anaqueles y causé un ruido tal que todos los presentes en la sala brincaron de sus asientos y voltearon hacia donde yo me encontraba. Me sentí la mujer más estúpida del mundo, alcancé a echarme los rizos largos sobre la cara, a recoger los libros que se me habían caído por el golpe y a salir de la sala con la poca dignidad que me quedaba.
Al llegar a la amplia escalinata de piedra y balaustrada muy “miguelangolesca”, bajé a toda prisa y me dirigí a los casilleros para sacar mis cosas y dispuesta a no volver allí jamás. Pero en el instante en que me disponía a cerrar la puerta del casillero y salir, me topé con tu padre que me sonreía con cara de pena ajena y me extendía unas hojas que se me habían caído en el lugar de la tragedia.
Así fue como todo comenzó. Hagen salió conmigo de la biblioteca y me invitó a tomar un café a un “bar” de la cercana Piazza de la SS. Annunziata. Créeme hija mía si te digo que yo le quise desde el momento en que me lo topé frente al locker y me miraba con pena. Pero no se lo decía porque no quería frustrar sus innecesarias estrategias de conquista.
Lo nuestro inició como si hubiera estado preescrito o predefinido cósmicamente. Comenzamos a ir juntos a la biblioteca para hacer nuestras respectivas investigaciones y al salir tomábamos Borgo Pinti hacia la bulliciosa Piazza San Ambrogio, con su maravillosa puerta romana, y almorzábamos en nuestra “ostería” preferida. Como la biblioteca tenía un horario muy extraño e irregular, por las tardes nos dedicábamos a realizar visitas de campo y a buscar portales obscuros donde poder besarnos apasionadamente.
Un día viernes, en el cual la biblioteca cerraba a las 8 de la noche, tu padre y yo dispusimos hacer algo arriesgado pero sumamente excitante. Decidimos encerrarnos en uno de los cuartitos del segundo nivel utilizados como bodegas y esperar a que cerraran y se fuera todo el personal. Sabíamos que el enorme palacete construido en el siglo XIX en estilo “brunelleschiano” estaba protegido por alarma, pero ésta se activaba solamente si alguien trataba de ingresar por alguna puerta o ventana a la fuerza, no si alguien estaba ya adentro. Hagen y yo estábamos muy nerviosos, sabíamos que si nos encontraban podían quitarnos nuestras credenciales y que jamás podríamos volver a poner en pie en aquel maravilloso santuario.
Por fin pasó el tiempo y tu padre salió silenciosamente para asegurarse de que ya no hubiera nadie en el edificio. Al cabo de unos minutos regresó dando de brincos y con la sonrisa más traviesa que llegué a ver pintada en su rostro.
Al llegar llevaba consigo una mochila muy cargada de la cual sacó un precioso mantel de lino, una botella de Chianti, dos copas de cristal, quesos, embutidos, pan, uvas y varias candelas. Lo había traído todo para preparar una secreta cena romántica, la cual tendría lugar en una de aquellas hermosas y antiguas mesas para estudio.
Jamás podré explicarte lo especial que fue aquella noche. Ambos éramos apasionados del arte y del pasado, disponíamos de aquel paraíso del saber solamente para nosotros por una única noche.
Comimos con muchas ganas, tal vez porque la sensación de clandestinidad le daba a todo un delicioso ingrediente adicional. Al terminar la cena, nos sentamos sobre la mesa y tu padre se puso a explicarme no me recuerdo qué sobre los paradisíacos paisajes de Claude Lorrain. Yo apenas lo escuchaba, ya que no podía despegar mis ojos de cada detalle de su rostro. Le miraba las orejas pequeñas y como su cabello desordenado las cubría en parte. Mientras él hablaba muy inspirado yo estudiaba la línea que dibujaba su perfil partiendo de la frente, bajando por la línea recta y perfecta de su nariz, siguiendo por sus labios delgados y terminando en la curva de su barbilla partida.
Espero que no te incomode que te cuente estas intimidades, pero siempre fuiste mi mejor amiga y quiero que conozcas todo exactamente como sucedió.
Hagen me preguntó algo y cuando vio que yo no le respondía me volteó a ver y se rió al ver mi cara abobada por su belleza. Se acercó y me regaló un largo y suave beso. Era un hombre infinitamente tierno pero también muy apasionado. Los dos comenzamos a excitarnos y ahí, recostados sobre la antigua mesa de nogal tallada, encima del inmaculado mantel de lino nos fuimos desnudando poco a poco, descubriendo nuestros cuerpos con besos y caricias, iluminados por el tímido resplandor dorado de las velas.
Fue allí donde hicimos el amor por primera y única vez. Fue en ese lugar, mi adorada Florencia, en aquella sala repleta de catálogos y libros, teniendo como cómplices las portadas de las monografías del divino Caravaggio, de Ghirlandaio y de Giovanni Bellini que te concebimos.
Ahora mismo te estarás preguntando que pasó después de aquella noche y por qué tu padre nunca figuró en tu vida hasta ahora.
La vida hija mía tiene caminos indescifrables. Ella quiso que tu padre recibiera a las pocas semanas después de aquella mágica noche un llamado urgente de Berlín en el cual le anunciaban que su padre había sufrido un infarto. Hagen partió una mañana fría de diciembre, con la promesa de que regresaría en cuanto su padre se estabilizara para que pudiéramos pasar una acogedora navidad en algún albergue de Siena.
Pero aquella fría noche, cuando le acompañé a la estación de trenes Santa Maria Novella, sería la última vez que le vería.
Por largos días no supe nada de él, nunca me llamó para avisarme que había llegado bien a su destino porque nunca lo alcanzó. Al par de días de su partida recibí la llamada de un amigo suyo en la que me contó que Hagen había llegado bien al aeropuerto de Schönefeld en Berlín, pero que esa noche había caído una fuerte nevada y que mientras iba en el taxi rumbo al hospital, un camión que venía en el carril opuesto perdió el control y se fue a estrellar contra ellos con tal brutalidad que murieron todos al instante.
Florencia, hija, yo jamás pude superar la muerte de tu padre. Terminé mis estudios por inercia y a los pocos meses naciste tú. Gracias a las prácticas que había realizado en el verano anterior en el Museo del Prado en Madrid, conseguí mi primer trabajo y me mudé para quedarme. Decidí ponerte Florencia como un tributo a la ciudad en la que más feliz y al mismo tiempo mas desgraciada he sido en mi vida.
Siempre fui una mujer fuerte y logré que ambas saliéramos adelante. Pero para poder seguir viviendo tuve que decidir que si tu padre había muerto en mi vida, también tendría que morir en la tuya y de ese modo te evitaría el evocar diariamente su dolorosa ausencia. Este fue el motivo por el cual nunca te hablé de él y el por qué de haberte inculcado desde niña que la nuestra era una familia de 2.
Como ves, fuiste el fruto del más ingenuo y sincero amor. Quizá ahora puedas completar por fin el rompecabezas de tu incertidumbre.
Espero hija mía, que comprendas ahora que mi silencio fue también fruto del amor. Te veía demasiado pequeña e indefensa como para verte crecer con el agudo dolor que causa el saberlo todo sobre un padre maravilloso que ya no está, que nunca estuvo para ti. Preferí que crecieras ignorándolo todo sobre él y que tu imaginación creara su propia fantasía. Pero ya eres una adulta y yo dentro de muy poco dejaré de existir, razón por la cual no tiene ningún sentido seguir guardando este secreto.
Muy al contrario de lo que yo pensé, tu padre supo que yo me quedé embarazada de ti aquella noche. Me lo dijo su amigo la vez que me llamó para avisarme de su muerte. Me comentó que Hagen estaba sumamente emocionado, que lo había descubierto al encontrar por accidente una prueba de embarazo que yo dejé descuidadamente en el basurero del baño.
Ahora hija, con mi consentimiento quiero que abras mi caja de secretos y que rompas el forro de terciopelo del fondo. Dentro de él encontrarás una pequeña carta, la última que me dejó tu padre. La colocó estratégicamente en una de las hojas del libro que estaba estudiando, él sabía que la descubriría en cuanto volviera a la biblioteca. Así podrás conocer su particular caligrafía, su redonda y alegre letra de molde. Habrás comprendido también por qué quise que estudiaras en un colegio alemán, el por qué insistí en que hicieras tu año universitario de Erasmus en Berlín y por qué nunca llegué a visitarte. Espero que ahora entiendas que me habría resultado muy doloroso ir a la ciudad de tu padre e imaginarlo en los sitios que él me describía con tanto detalle.
Gracias a tu buen conocimiento del alemán podrás leer las pocas pero significativas palabras de esa carta que tu padre me dejó antes de su triste partida sin regreso:
“Meine liebe Amelia,
obwohl du mir noch nichts gesagt hast, ich habe irgendwie endeckt das du schwanger bist. Du kannst dir nicht vorstellen, wie ich mich darüber freue. Und weiss du was? Ich habe das Gefühl, dass es ein mädchen ist, so schön wie du. Ich möchte, falls du einverstanden bist, dass wir sie Florencia nennen, aber auf Spanisch und nicht auf italienisch. Wenn ich zurück von zu Hause komme, werden wir sehr glüclkich sein und wir drei werden uns nie wieder trennen. Deins für immer, Hagen.”
(Mi querida Amelia, aunque todavía no me lo hayas dicho, he descubierto que estás embarazada. No puedes imaginarte lo mucho que me alegro. ¿Y sabes qué? Tengo el presentimiento de que se trata de una niña, tan bella como tú. Quisiera, si es que tu estás de acuerdo, que la llamáramos Florencia, pero en español y no en italiano. Cuando regrese de casa seremos muy felices y los tres no nos volveremos a separar nunca más. Tuyo por siempre, Hagen).
Esperando que me logres perdonar por haberte escondido este secreto por tanto tiempo, me despido recordándote que te he amado más que a mi vida y que estaré contigo eternamente.
Hasta siempre hija,
Tu madre
Este relato es bastante conmovedor, y al principio intrigante. Tanto, que captó toda mi atención.
En realidad muchas gracias por compartilo.
Saludos 🙂