Cuando las palabras matan

Ana Marcos, El País

Acompañado por su profesor de juventud y maestro de vida, el filósofo Emilio Lledó, Juan Cruz presentó ayer por la tarde en el Círculo de Bellas Artes un pequeño alegato contra lo que considera un tipo de asesinato encubierto por su uso habitual y generalizado: la injuria, el desprecio.

La fría tarde comenzaba así cargada de utopías que en palabras del filósofo Lledó parecían casi alcanzables, aunque la realidad, con su particular habilidad para poner palos en la rueda, se empeñara en interrumpir la charla de estos dos amigos. “No quiero resignarme a una sociedad del insulto en la que a fuerza de manejar la violencia verbal contra los otros uno se acaba convirtiendo en mentira, agresividad, violencia, en la nada”, manifestaba el filósofo. “La lucha por la cultura, por la filantropía tiene que mantenerse”.

Contra el insulto argumenta con nombres y apellidos la montura del caballo de batalla que la ciudadanía debería ensillar antes de prestarse al juego de la violencia verbal. El doctor Luis Montes del hospital de Leganés al que un exsecretario de Estado calificó de nazi en televisión; Pilar Miró, denostada de manera reiterada durante su etapa al frente de la televisión pública; y Eduardo Bautista, director general de la SGAE, son tres de los ejemplos que Juan Cruz esgrime en su libro. Algunos de estos insultados han charlado con el autor sobre la impunidad, las campañas de terror y demonización que han sufrido. “El que tiene la verdad es el insultado, el que está en el error es el insultador”, afirmaba con contundencia Lledó. El filósofo, recuperando textos de filosofía y retrotrayéndose a la etimología de las palabras, ha perfilado el origen del vocablo: “Se relaciona con saltar, hacer piruetas y subirte encima o contra el otro, también con las palabras”.

En muchos casos, aquellos que están en el uso y amplificación de la palabra son responsables, para estos dos autores, de la extensión y aceptación del insulto. “Los que tenemos la máquina de decir cosas, a veces nos creemos que podemos decir cualquier cosa. La raíz de este malentendido está en la creencia de que la libertad de expresión puede equivaler a la libertad de insultar”, decía Juan Cruz. “Lo que tenemos que tener es libertad de saber pensar, entender, sentir, querer. Nos convertimos en enemigos de nosotros mismos por las frases hechas que nos han caído, que conocemos desde la escuela”, continuaba Lledó.

La cuestionable habilidad de algunos medios audiovisuales para enarbolar la bandera de la libertad de expresión con vacuidad y sinvergonzonería ha confundido, en palabras de Cruz, “la palabra audiencia con la palabra interés”. Para el escritor, se abreva al público haciéndole creer que “si una persona decide que su inteligencia le permite segregar el insulto, los demás deben aceptarlo porque está impreso o grabado”.

Lo que muchos no parecen tener en cuenta es el grito que Lledó y Cruz han dado esta tarde una y otra vez, con el ánimo de concienciar y no de alarmar: “Mentir, calumniar, ofender son formas de matar”. “Una manera de provocar el asesinato real de las personas es insultándolas, previamente”, decía Lledó. “Y Lorca es el ejemplo de esto”. “Algo habrá hecho”, apostillaba Cruz con la esperanza y la ironía de dos amigos que aún confían en mirarse hacia dentro antes de apuntar.

Cánones subversivos. Ensayos de literatura hispanoamericana

Edgardo Dobry, El País

Ensayo. México tiene una rica tradición de ensayo literario: Alfonso Reyes y José Vasconcelos, Octavio Paz y Carlos Monsiváis practicaron el género en una amplitud de registros e hibridaciones con la crónica, la autobiografía o el diario personal. El novelista Gonzalo Celorio (México, 1948; Tres lindas cubanas es su última ficción, en Tusquets) reúne en este libro nueve ensayos breves donde laten todas esas variantes: la memoria en ‘Mis libros’ y la crónica familiar en ‘Un río español de sangre roja’, en el que se bosqueja un entrañable recuento del exilio español en México. ‘Julio Cortázar, lector’ parte de las visitas a la biblioteca del escritor argentino, que se conserva en la Fundación Juan March de Madrid; ‘Gabriel García Márquez y la narrativa de lo real maravilloso americano’ es otra excursión por las comarcas mentales de Macondo. Alejo Carpentier y Carlos Fuentes son evocados a la vez como amigos y como escritores, igual que el gran historiador mexicano Edmundo O’Gorman, a quien Celorio dedica un homenaje hecho de admiración intelectual y gratitud afectuosa. Capítulos centrales son los dedicados a sendos poetas del grupo Contemporáneos: Salvador Novo y Xavier Villaurrutia. A través del primero Celorio recorre tres épocas de la ciudad de México (y de las crónicas que las registran): la colonial, la de mediados del siglo XX, la de ahora. Con Villaurrutia nos acercamos a la figura del poeta que compone su propia genealogía y le da valor nacional. Así, los Cánones subversivos de Celorio sólo merecen ese adjetivo insurreccional en la medida en que se ajuste al tono sereno, conversado, tejido de fino sentido del humor, que conforma la seductora sustancia de estas páginas.