Paula Corroto en Público.es
Aniversario. El próximo 2 de julio se cumplen 50 años de la muerte del escritor que hoy nos acerca a los valores de la Generación Perdida
Era una calurosa tarde de julio de 1923. Un veinteañero Ernest Hemingway (Oak Park, Illinois, 1899-Ketchum, Idaho, 1961) se hallaba apostado en la puerta trasera del Hotel Maisonnave de Pamplona, muy cerca de la popular calle Estafeta. Esperaba con ansiedad a que cruzasen los toros del encierro. De repente, un mozo le cogió de la mano y el futuro escritor se asustó. Tanto que intentó agarrarse a todo lo que vio a su alrededor. Tiró un jarrón de leche y cuantas cosas se interpusieron en su camino. Al final, el corredor le soltó y el joven norteamericano, que había acudido a la capital navarra como corresponsal del Toronto Daily Star, acabó en el suelo, atemorizado. El hombre que años después se jactaba de cazar leones en África y de ser uno de los primeros en entrar en París tras el desembarco de Normandía acabó temblando.
La anécdota la cuenta Fernando Hualde, conserje del hotel pamplonés La Perla, en el cual Hemingway se alojaba siempre que acudía a los Sanfermines a partir de los años cincuenta. La historia, que Hualde conoce tras haberse pasado más de media vida en el hotel, muestra el carácter dual del escritor: la pasión y la frustración, el idealismo y el desencanto, la valentía y la furia. Particularidades que muchos años después, el 2 de julio de 1961, le llevaron a pegarse un tiro con su escopeta en su casa de Ketchum. La próxima semana se cumplirán 50 años de esta muerte que, como señala el crítico literario Carlos G. Reigosa, “ya está aceptada como suicidio, a pesar de que su amigo el torero Antonio Ordóñez insistiera en aquella época que un hombre como él jamás acabaría su vida con un disparo. Al contrario, el escritor tenía todas las características para matarse”.
“Con morir, no basta”
Hemingway escribió en El Viejo y el mar (1952) que el hombre podría ser destruido, pero jamás derrotado. En la frase lapidaria de este relato que le valió el Premio Pulitzer en 1953 un año después obtuvo el Nobel de Literatura se halla concentrada su vida y su obra. Dos años antes, en Al otro lado del río y entre los árboles (1950) ya había dejado como epitafio: “Con morir, no basta”. “Todo esto es lo que le convierte en un gran clásico. El gran tema de Hemingway es la tragedia de la vida y la lucha por la supervivencia. Y lo que siempre demuestra es una profunda admiración por el ser humano, a pesar de las guerras y las injusticias”, apunta el filólogo Gabriel Rodríguez Pazos. Como el mismo Hemingway escribió, el último paso del hombre debe ser la resignación, ya que “es el sentimiento que precede a la aniquilación”.
Precisamente, medio siglo después de aquel disparo, ciertos valores que adoptó Hemingway si se pule todo esa estampa casi folclórica del macho alfa y el rifle en las manos pueden ser recuperadas si nos atenemos a las circunstancias actuales. El escritor formó parte de la Generación Perdida, el término acuñado por Gertrude Stein para designar a aquellos escritores veinteañeros a los que la Primera Guerra Mundial les había escamoteado las ilusiones. Fueron también los primeros autores que vieron desmoronarse el sueño americano tras el crack de 1929. John Dos Passos, Francis Scott Fitzgerald, William Faulkner, Ezra Pound, Erskine Cadwell y John Steinbeck vieron cómo se tambalearon los bancos de Rockefeller. Todos ellos llevaron a la literatura sus sensaciones de frustración e intentos de supervivencia rehogados con euforia, alcohol y jazz. El retrato de las miserias del hombre y su desorientación quedaron reflejados en novelas como Manhattan transfer (Dos Passos), El ruido y la furia (Faulkner) o Las uvas de la ira (Steinbeck). Sigue leyendo