Ligia Pérez de Pineda
Ser un mito tiene sus ventajas. La principal, que el hombre queda desprovisto de sus defectos y sólo trasciende su grandeza, su carácter épico. Pero no son muchos los que tienen entrada a este mundo donde no cuenta cómo fueron, sino cómo se les recuerda. De hecho, ni siquiera importa si ellos algún día existieron.
Arturo es un personaje moldeado durante siglos de leyendas, canciones y literatura, para acabar conformando un mundo mágico donde el rey es perfecto. ¡Y eso que el personaje parece más héroe de telenovela! La historia podría resumirse así: su padre se enamora de la mujer de otro, a la que seduce disfrazándose de marido con la ayuda de un trotaconventos que va de mago. Fruto de la noche de engaño nace un niño, que es entregado al celestino que favoreció el adulterio y que se encarga de educarlo. El joven, al primer despiste, le hace un bebé a su hermanastra y luego se casa con la más guapa del barrio, quien, para hacerlo más interesante, le es infiel con su mejor amigo. Por último, el protagonista muere tras una pelea con su hijo, que también es su sobrino, y que se quiere quedar con toda la herencia familiar.
A la historia no le falta nada: sexo, adulterio, ambición y falta de escrúpulos; y aún así el resultado es un panegírico al amor, la amistad y el honor. Porque Arturo, finalmente, simboliza la esperanza de un pueblo por contar con un buen gobernante, hasta el punto que, durante siglos, es esgrimido como excusa por los reyes de Inglaterra para justificar el derecho al trono.
Como podemos ver, Arturo es un personaje legendario, que se va transformando con el devenir de los siglos. De canción en canción, de verso en verso, de novela en novela, de película en película hasta convertirse en lo que conocemos: un mito, que se ha ido adornando de virtudes universales y ha ido dejando de lado todas aquellas cosas que lo harían antipático ante nuestros ojos. El principal de sus adornos es esa vena trágica que le hace perdonar la infidelidad de su esposa, la traición del amigo, el abandono de sus caballeros y el odio de su sobrino – hijo y que causa que en la muerte encuentre una victoria y que la esperanza de su regreso sea la ilusión de un pueblo, que desea el buen gobierno, la paz y la justicia. Puede que no haya otro arquetipo en la historia del hombre que encarne estos ideales tan exactamente. Pero para eso existen los mitos, porque si no fueran necesarios podríamos prescindir de ellos.
Pero seamos justos: los mitos no crecen solos. Hay quienes los riegan, los abonan, los educan, los llevan al colegio, los hacen grandes luego los dejan hechos unas epopeyas. A Arturo le ocurrió esto. Nace como un personaje real, valiente y con méritos sobrados. Por ello es cantado por bardos e historiadores. Después, un monje tan imaginativo como poco escrupuloso en narrar la historia lo transforma en el símbolo de unos tiempos cambiantes en la historia de Inglaterra: los normandos se habían apropiado de la isla. Luego, los trovadores y los primeros novelistas lo convierten en emblema del cristianismo para colocarlo en el eje de la más simbólica persecución de la cristiandad: la búsqueda del Santo Grial; otro mito. Y luego llega Thomas Malory, quien le da las últimas manos de pintura que dejan plenamente dibujado al héroe y a toda su corte de amigos. Este Arturo, que luego es cantado por poetas y literatos contemporáneos tan eximios como John Steinbeck está, por supuesto, lleno de inexactitudes históricas.
Hemos dicho que hay un fundamento real en Arturo… es, entonces, tarea de los historiadores presentarnos al verdadero personaje. Quizá algún día un galés esté cavando en su jardín y encuentre una tumba, o las pistas que permitan conocer quién fue, cómo se llamó y cuáles fueron los actos del Arturo de la historia real. Pero casi mejor que no, porque entonces igual nos enteramos que fue un hombre como muchos otros, sediento de poder, sin escrúpulos y con la mano ligera para dar muerte a sus semejantes. Mejor no saber nunca quién fue Arturo, que se quede como está. Que Arturo continúe siendo ese mito con ribetes trágicos que se enfrenta solo a su destino. Ahí está la grandeza del mito.