J. Gracia – Babelia, El País
Narrativa. Naturalmente, no es solo un delirio de amor: es una fábula en torno a Severina y es también una fábula en torno a los libros que ella roba metódica y fielmente. La agilidad de la prosa, la elusión casi sistemática del tópico, la naturalidad de una primera persona atrapada en el delirio sabueso de amor impulsan una novela breve con aire de enigma. Casi todo flota en la novela, como si se dejase la carne sin tocar, pero está de acuerdo con una especie de técnica de la inminencia habitual en Rey Rosa: nada llega a materializarse en páginas morosas y descriptivas, ni siquiera cuando al lector mismo le apetece, porque casi toda ella prefiere recrear atmósferas con indicadores activos y leves, inciertos.
Como las buenas novelas breves, esta también tiene truco: el asedio ansioso del narrador en busca de Severina va entregando los materiales para una metáfora sobre el modo de vivir en y con libros, y seguramente también una alusión intencionada a la autonomía de lo libresco más allá de la realidad material y empírica. Severina y su abuelo no tienen papeles ni pasaportes, han ido de aquí para allá y apenas sabemos nada muy firme ni seguro sobre ellos, aunque sí su aptitud, y sobre todo la de Severina, para hurtar con habilidad libros de las librerías.
El narrador relata la historia de su asedio a Severina cuando ha dejado ya de ser el librero que fue, cuando tanto él como Severina han actuado en la frontera de la verosimilitud -como todo amor en marcha, ella tiene su punto de mujer bruja- y cuando la literatura ha impregnado ya casi cada episodio de alusiones explícitas (desde Rubén Darío a Jorge Riechmann) y reminiscencias implícitas. Todo conduce al centro escapadizo de un relato de amor que es, sobre todo, un relato sobre las redes que la literatura trama sobre la realidad. Por eso las listas de libros robados -casi siempre sin nombre de autor y a menudo en inglés, francés o español- tienden a evocar autores y obras que inevitablemente convergerán en Borges y un falso ejemplar anotado por Borges que pasa por verdadero, a partir de una anécdota que puede ser tan falsa como veraz y que al lector le confirma que este amor delirante por una mujer tiene mucho de amor delirante por los libros y, quizá también, y sobre todo, por la escritura misma de los libros: “Quiero probar suerte escribiendo una novela. Si no lo hago ahora, ¿cuándo?”, les pregunta el narrador a los copropietarios de su librería, poco antes de conjeturar, de nuevo en los límites entre fantasía y metaliteratura invisible, “todo esto me hacía pensar que esta historia sentimental había sido un engaño, pero no un engaño llevado a cabo por dos seres humanos para burlar a otro sino un desvarío de mi propia imaginación”.