Martín Fernández-Ordoñez
Hoy, como cada mañana, salí muy temprano de casa rumbo al trabajo. Como finalmente el clima empezó a refrescar después de un despiadado verano, es un verdadero placer caminar y respirar el aire del otoño.
Cómo me gusta la calle Argumosa con sus frondosos árboles, calle sui generis en el centro de Madrid, donde todos los domingos se transforma completamente el panorama urbano y de barrio residencial se convierte en mercado de pulgas, punto de reunión de los alternativos, anticuario y venta de cachibaches costosos.
Atravieso la plaza del Cascorro con su poco gloriosa estatua del, en España considerado héroe, en Cuba considerado villano. Me encanta vivir en la frontera entre dos de los barrios más interesantes de Madrid, La Latina y Lavapiés.
Algunos días tomo la calle de Juanelo, estrecha y repleta de tiendas chinas de ropa, todas exactamente iguales, vendiendo repetidamente lo mismo. Son los primeros en abrir y los primeros en cerrar. En las aceras juegan los niños chinitos y desde los mostradores los vigilan sus jóvenes padres.
Otros días me gusta cortar por la calle del Duque de Alba y pasar frente a su palacio castizo abandonado, contemplar al otro lado de la calle el hermoso edificio de fachada italianizante convertido en centro comercial de tiendas chinas y antes de llegar a la plaza de Tirso de Molina, pasar frente al elegante palacete estilo francés que alberga un cine pornográfico. Pocas ciudades tienen tantos contrastes y curiosidades que Madrid, sólo hay que irlas descubriendo.
Quizás uno de los momentos que más disfruto de mis días es cuando atravieso, de ida y de regreso, la plaza Tirso de Molina. El hace muy poco centro de acogida para jonkies y delincuentes, después de su poco afortunada remodelación, al menos recuperó su función social de plaza y ha llegado a convertirse en un muy interesante punto de encuentro para la gente del barrio.
Cuando paso saludo a algunos de los sudamericanos dueños de los puestos de flores, quienes desde muy temprano están ya arreglando ramos de flores variadas y frescas. Sentados en los arriates de la plaza se reúnen siempre dos grupos principales de emigrantes: cerca de una de las entradas del metro, los africanos, quienes discuten siempre apasionadamente en idiomas musicales e indescifrables, y más cerca de la fuente, el grupo de rumanos que desde muy temprano empiezan a tomar. A la hora que yo paso por la mañana, ya están montadas las mesas y pueden verse turistas desayunando, los diligentes meseritos entrando y saliendo de las cafeterías llevando cafés y napolitanas.
Poco a poco, conforme voy atravesando la plaza, me gusta pasar revisando la vitrina de la papelería donde venden todo tipo de cajas, bolsas de papel y papeles para empacar regalos. Algunos de ellos son traídos de Italia, con sus elegantes y nostálgicos diseños renacentistas. Me recuerdan a las cartolerie cercanas al Duomo de Florencia. Sigue leyendo