Martín Fernández-Ordóñez
Dedicado a mi amiga Laura P. Stella
Durante una conversación como las que teníamos frecuentemente con mi amiga Laura en Florencia, mientras caminábamos por la Piazza San Lorenzo de regreso de almorzar en casa de nuestros amigos Siça y Ted, Laura me comentó que su padre era artista. Conforme la plática continuó, ella luego agregó que se trataba de un artista bastante “conocido en Nueva York”. Cuando yo le pregunté de quien se trataba, me dijo como si nada que su padre era Frank Stella. Yo tuve que detenerme y volver a preguntarle si había escuchado bien y si se trataba DEL Frank Stella, del archiconocido artista contemporáneo, el mismo que pertenece al círculo de Jasper Johns, contemporáneo de algunos de los expresionistas abstractos americanos, de los artistas apadrinados por el famoso y legendario galerista newyorkino Leo Castelli.
Ninguno de todos los que estudiábamos la maestría en Palazzo Spinelli sospechábamos que Laura pudiera ser hija de uno de los artistas más famosos del mundo. Ella misma es una persona muy sencilla, natural, divertida y una excelente amiga. Luego de aquella declaración en San Lorenzo, fui conociendo más detalles interesantes sobre la vida familiar y profesional del artista. Fue fascinante como en mi mente se fueron ordenando los diferentes eslabones de forma cronológica. La vida de Frank Stella se convirtió para mí en una especie de fantasía, como una historia que evolucionaba y se enriquecía en mi imaginación conforme Laura seguía compartiéndome historias y anécdotas familiares. Corría el año de 2005.
Aproximadamente dos años después, por distintos motivos y circunstancias, inicié una aventura en Nueva York la cual de dos semanas se prologó hasta casi un año. En ese entonces llevaba muchos meses sin tener contacto con Laura, ya que si bien ella no es muy buena para “keeping in touch”, al final dejó de responder mis correos y los números de teléfono que yo tenía parecían ya no ser los suyos. Empecé a temer que algo le hubiera pasado.
Uno de mis propósitos al estar viviendo en Nueva York, fue el de tratar de localizar a Laura lo antes posible ya que ella vivía allí. Pero, ¿cómo iba a encontrar a mi Laura Stella cuando en Nueva York había miles de mujeres con el mismo nombre? (hecho que confirmé consultando la guía telefónica).
Por suerte, las casualidades no existen. Me encontraba yo trabajando para la galería de arte Gary Snyder Fine Arts en un precioso “townhouse” de la calle 36 entre la 3ª. y 2ª. Avenidas, cuando una de mis tareas fue meter en sus sobres las invitaciones para una próxima inauguración. Nos repartimos los sobres entre los tres chicos que colaborábamos para la galería en ese momento, y mientras hacía mi parte, me tocó meter una de las invitaciones en un sobre dirigido nada más y nada menos que a Mr. Frank Stella.
Apunté discretamente la dirección y pensé que podría enviarle una postal dirigida a Laura, tal vez, si tenía suerte, llegaría pronto a sus manos. Escribí un breve texto avisándole que me encontraba en Nueva York, que llevaba mucho tiempo tratando de localizarla y que podía localizarme en tal dirección y en tal teléfono.
A los dos días recibí su llamada. Me contó que casualmente, el día anterior había ido a ver a su papá (cosa no hace con mucha frecuencia) y que la esposa de su padre le dijo que le había llegado una postal. Me contó que había perdido contacto con muchísima gente pues se le habían borrado sus direcciones del correo electrónico y que además, se había cambiado de casa, que no sabía como localizarme y que había deseado que la encontrara yo. Se alegró muchísimo al recibir mi postal y quedamos de vernos cuanto antes.
Nos encontramos la noche siguiente en la esquina de St. Mark´s Place y 2ª. Avenida. La encontré igualita, solo que con el cabello más largo. Fuimos a cenar a un restaurante indú y platicamos durante horas.
Después de aquel encuentro, nos seguimos viendo frecuentemente durante el resto de mi estadía en la ciudad. Varias veces le comenté que me encantaría conocer a su papá y su colección de arte, pero siempre pasaban cosas y el tiempo fue pasando.
Durante aquella larga estadía en Nueva York, nunca llegué a conocerlo. Volví a casa en abril del 2008.
En enero del año 2011 pasé unos días en esa ciudad de vuelta de un viaje a Madrid y aunque me hospedé en el apartamento de Laura, el tema de su padre casi no se tocó en esa ocasión.
Recientemente tuve la oportunidad de volver a viajar a la Gran Manzana por motivos de trabajo, y volví a hospedarme en el pequeño apartamento de Laura en la calle 95 del Upper West Side. Tuve varias reuniones en distintas partes de Manhattan pero desde el principio volví a insistirle que me encantaría poder conocer finalmente a su padre (tiene aproximadamente 81 años), de modo que pensé que no quería perder esta única oportunidad nuevamente.
Una mañana en la que estaba por salir del apartamento, Laura me dijo que había hablado finalmente con su padre y que nos invitaba a mi y a Peter, mi amigo con quien estaba trabajando, a ir a tomar algo a su townhouse y luego a cenar.
No lo podía creer.
El jueves 12 de julio, para ser exactos, quedamos de encontrarnos con Laura y Peter en la esquina de West 4th y 6ª. Avenida a las 7 en punto de la noche. Peter y yo llegamos antes, ambos estábamos nerviosos y sin una idea de lo que íbamos a experimentar en apenas unos minutos. Laura llegó a recogernos y solamente atravesamos la avenida para adentrarnos en una de las callecitas bulliciosas del West Village. Nos detuvimos frente un townhouse muy discreto y ella abrió la puerta con su llave.
Entramos a la casa de Frank Stella.
Al nomás entrar, nos advirtió que se trataba de un lugar muy desordenado y caótico, lo cual en parte resultó cierto pero no tanto como yo me lo había imaginado. Dejamos nuestras cosas al pie de la escalera y recostado en una pared al otro extremo del vestíbulo se encontraba una brillante y minimalista pintura del artista. Tragué saliva y solo lo señalé. Laura nos explicó que se trataba de una copia que el FBI había interceptado en un mercadillo de arte y se lo habían llevado a Frank para que quedara en su poder.
Fuimos subiendo las angostas escaleras hasta el tercer piso (el entero edificio es la casa de Frank Stella) y de un costado apareció de pronto un señorcito moreno, de cabello blanco y despeinado, sumamente amigable que estrechó nuestras manos en cuanto terminamos de subir.
Aparecimos en una inmensa habitación con grandes tragaluces, era un ambiente muy iluminado y amplio. Laura nos contó que el edificio fue rediseñado por el famoso arquitecto judío Richard Meier. Nos sentamos en una mesa redonda que se encontraba al centro de la habitación. A la izquierda se encontraba el salón amueblado con sillones originales de Le Corbusier, al centro estaba la mesa redonda del comedor y al lado de esta una amplia y abierta cocina. Entre el comedor y la cocina, se veía en una esquina la pequeña puerta de un delgado elevador. A los dos extremos del largo ambiente había sendos corredores que repartían a las recámaras y al lado de la cocina se encontraban unas escaleras en caracol que comunicaban con el segundo piso.