Rodrigo Fernández Ordóñez
En mi última incursión a las librerías del Centro Histórico me topé con un ejemplar a mi juicio excepcional: Un viaje por Honduras, de Mary Lester. Para quien gusta de la literatura de viajes el libro es insuperable. La historia permite echar un vistazo a ese momento fascinante e irrepetible en que la región trataba de insertarse en el concierto de las naciones modernas, bajo el lema liberal de “Orden y Progreso”. Mary Lester le pone voz a los hechos que tuve el privilegio de discutir innumerables veces con el entrañable amigo y maestro, el hondureño Julio Rendón Cano, quien me regaló una visión crítica de la reforma liberal en nuestros países y a quien dedico esta reseña.
La autora Mary Lester o María Soltera, como se hace llamar también en el relato de sus peripecias, era una mujer británica, que había viajado a Australia para trabajar como institutriz en Sydney y Melbourne, y luego en las islas Fiji. En éste último destino escucha que la remota república centroamericana de Honduras había abierto sus brazos a la inmigración extranjera y que estaba otorgando subsidios a aquellos ciudadanos europeos o norteamericanos que desearan establecerse en el país como colonos, asignándoles sumas en metálico y concesiones de tierra. Es el año de 1881, y el presidente hondureño Marco Aurelio Soto trata de enfilar a su país en la senda del progreso. Soto, que había trabajado al lado de Justo Rufino Barrios en Guatemala en los planes de desarrollo de la Reforma Liberal, llega a su país con las ideas de modernidad imperantes en la época: industrialización agrícola e inmigración extranjera. Lester se embarca en Sydney rumbo a San Francisco, California, en donde inicia su relato, para tomar el vapor que la lleve al puerto hondureño de Amapala, en el Golfo de Fonseca. La intención de Lester es llegar hasta San Pedro Sula para encargarse de la escuela de niños extranjeros de la ciudad. El gobierno le ha ofrecido una subvención temporal y una parcela para su explotación.
El libro tiene un tono suave e inteligente, sin pretensiones. La autora es una hábil narradora que inevitablemente a ratos desprende un poco de displicencia (normal en la época victoriana) de la persona que se sabe perteneciente a una civilización superior y que llega a un país como vanguardia de la modernidad. Sin embargo, y pese a otros libros de viajeros contemporáneos, sus juicios son benevolentes en su mayoría. Se torna más crítica con los europeos radicados en Centroamérica que con los pobladores nativos, a los que ve con cierto aire de paternalismo. Sin embargo, el gran personaje es el paisaje y las penurias del viaje (incluyendo bandidos y merodeadores), con todas sus particularidades, que le inspiran párrafos memorables para reconstruir una época apasionante:
“La navegación es particularmente peligrosa a lo largo de esa costa [la Centroamericana], y en algunos lugares el agua es muy poco profunda y abundan los bancos de arena. Los vapores siempre atracan a la noche. El viaje hacia el sur va a ser muy tedioso, y encontrará que el calor es terrible (…) No se asuste por los rayos. Alarman mucho a los desconocidos, pero pronto se acostumbrará a ellos. Esta es la estación de los rayos.”
Mary Lester pertenece a esa reducida raza de mujeres viajeras de la época victoriana a la que Cristina Morató le ha dedicado varios libros, mujeres que se buscan la vida en sitios peligrosos y remotos, dominados en su mayoría por hombres. Dos mujeres coinciden casi exactamente con su viaje y las cuales también nos heredaron sus fabulosos libros de impresiones: Caroline Salvin (A Pocket Eden) y Helen Sanborn (Un invierno en Guatemala y México), intrépidas viajeras que buscaron destinos en Guatemala durante los proyectos de la Reforma Liberal. Pero Lester se distingue porque viaja sola. Las anteriores viajaron en compañía de sus esposos. Lester, en cambio, es una mujer soltera, que trabaja de institutriz, esa peculiar institución educativa británica a la que nos hemos acostumbrado las generaciones que hemos visto Mary Poppins o Nanny McFee, o cualquiera que haya leído a Jane Austen u otro libro de la misma época. Para su defensa lleva un pequeño revólver, que le regala un compatriota a bordo del vapor que recala en la bahía de Acapulco.
Durante su viaje esta singular viajera se topa con otros personajes no menos interesantes: extranjeros perdidos en las costas o montañas de Centroamérica, que han respondido al llamado del progreso y la modernización. Estadounidenses capataces de minas en las montañas guatemaltecas y hondureñas, ingenieros que trazan las rutas por las que han de correr los ferrocarriles, capitanes de vapores británicos que hacen la ruta de San Francisco hasta el infierno de paludismo que es el Panamá de las obras de Lesseps, chinos camareros de vapores que recorren las costas desoladas, beliceños y otros caribeños que trabajan en la estiba de barcos de puertos tan dispares como Acapulco o La Unión, los sempiternos cónsules británicos estacionados en las más remotas e insalubres posiciones, avanzadilla del Imperio Británico que no duerme ni de día ni de noche, un doctor italiano que la recibe en Goascorán, un español que la ayuda a organizar el viaje en Amapala, etcétera, son reflejo maravilloso de una época de un romanticismo que se nos antoja color sepia.
Es la época en que los países centroamericanos buscan dejar atrás el legado colonial y saltar al escenario mundial. Todos sueñan con progreso, llámese el presidente Justo Rufino Barrios o Marco Aurelio Soto, y es que, del relato de Lester se nos va formando una imagen de países pobres, atrasados, carentes de infraestructura, en los que nacionales y extranjeros luchan en contra de la naturaleza y la carencia de recursos para construir Naciones modernas.
“Como la mayoría de los lugares de esta costa, La Unión parecía ser un conjunto de techos de tejas rojas construidos en grupos, y espacios llenos de matas enanas, verdes, y de cuando en cuando una alta palmera y una playa baja y arenosa, que parecía como si estuviera lista a saltar al mar a la menor provocación. Sin embargo, este es un lugar de cierta magnitud, construido con más regularidad en el interior. Aquí se comercia bastante; La Unión tiene la reputación de ser un pueblo en vías de desarrollo y progresista.
Los barcos que van y vienen de un puerto al barco son siempre, creo, objeto de interés para los navegantes aún cuando la escena no les concierna más que en forma pasajera…”
Lester nos deleita con detalles que parecen sacadas de películas de Humphrey Bogart, como cuando cuenta:
“Cuando finalmente desembarcamos, estaba muy oscuro. El negro bajó el equipo del bote, vadeando con la carga hasta la playa porque no pudo llegar hasta el desembarcadero mismo. Una vez hecho esto, me levantó como si yo fuese un gato, sin decirme una palabra o hacer un gesto, y de sus fuertes brazos fui depositada sobre Amapala.”
Como la autora es una mujer observadora e inteligente, no se le escapan los detalles más sórdidos del colonialismo británico. Con detalle nos cuenta los trucos y los engaños a los que recurren los ingleses radicados en estos remotos territorios para hacerse ricos y largarse cuanto antes, resaltando el vergonzoso capítulo del ferrocarril interoceánico hondureño, en cuya estafa participaron tanto nacionales como extranjeros, sumiendo a Honduras en la pobreza y en el endeudamiento más absurdo por un tramo útil únicamente entre San Pedro Sula y La Ceiba. Es también, una mujer sensible cuando apunta, conmovida por la pureza de las aguas de los ríos del país:
“Mi deseo ferviente es que Honduras siempre se merezca su nombre. Hondo, se interpreta como laguna o arroyo, y los arroyos de esta hermosa región son tan puros y saludables, que cuando la mano de hierro del progreso penetre, ojalá su misión sea otra que la de corromper, por codicia comercial, la vida de un país.”
El libro se me antoja como un compañero ideal para un sábado por la tarde, cuando luego del almuerzo uno puede tirarse a descansar un rato, en un sillón o en una hamaca. Es definitivamente un libro de hamaca, para leerse a la sombra de un buen corredor antigüeño. También sería buena compañía para leerlo en un lugar fresco, con grama y bajo un árbol mecido por el viento. Un libro para leerse despacio, para estudiar las hermosas fotografías y grabados que acompañan al texto, gozándose la lectura del relato de esta mujer valiente e inteligente, que como si nos estuviera hablando al oído, nos lleva de la mano por empinados caminos de mulas o nos mete hasta la cintura en helados arroyos bajo la sombra de árboles centenarios mientras que en el polvo reverbera el sol centroamericano del medio día. Una lectura sin prisas, para estas vacaciones de fin de año.
Dejo, como último testimonio de su deliciosa lectura, un párrafo más de muestra:
“Los hombres se alejaron un momento para fumar, y yo aproveché la oportunidad para hundir los pies en el hermoso arroyuelo. Me ardían debido a mis botas negras, una parte poco inteligente de la indumentaria y que no debería adoptarse en los países tropicales. Yo tenía una cajita de lata que contenía un pan de jabón; afortunadamente la llevaba en el bolsillo, y escapó así a la devastación causada por la mula del equipaje; agradecida por el bienestar que éste me proporcionó, disfruté el baño de pies en la deliciosa y cristalina agua alfombrada de guijarros…”
El libro: Lester, Mary. Un viaje por Honduras. Editorial Universitaria Centroamericana –EDUCA-. San José, Costa Rica: 1971.