José Andrés Rojo, El País
Ángel Viñas explora los primeros pasos de Franco como conspirador y golpista y el papel de la diplomacia británica en la trama que llevó a la Guerra Civil
Hay, en la primera parte del último libro de Ángel Viñas, mucho de trabajo detectivesco. El cadáver es el del general Amadeo Balmes. Murió en Las Palmas de Gran Canaria el 16 de julio de 1936: por lo que se dice, de un accidente. Había ido a probar unas armas al campo de tiro, se le encasquilló una de ellas y, según la versión del chófer que lo acompañó, “apoyó el cañón en el vientre para, con la mano derecha, hacer más fuerza y dejar corriente el arma, con tan mala fortuna que se disparó ésta, que es un Astra del 9 largo”. No resulta muy sensato ni creíble utilizar semejante procedimiento para resolver ese problema. ¿Qué pasó entonces? Pues que igual al tipo se lo cargaron. Ésa es la hipótesis del detective, y entonces el historiador entra en escena para proceder a la investigación. Como no queda nadie vivo de los que estuvieron cerca del episodio, no hay otra que interrogar a los papeles (documentos, periódicos, libros, correspondencia). Dos días después de la muerte de Balmes, el general Franco sale de Gando en el Dragon Rapide, el avión que los militares rebeldes le han facilitado para que pueda volar hasta Tetuán y tomar el mando de las tropas de África. ¿Hay alguna relación entre una cosa y otra? Viñas sostiene que sí, que la muerte de Balmes facilitó el triunfo de la rebelión en Gran Canaria y que sirvió de coartada a Franco para viajar desde esa isla, y no desde Tenerife (donde residía), para realizar la misión que Mola le había encomendado. Más allá de poder probar que lo de Balmes fue un asesinato (faltan demasiadas piezas, pero muchas pistas confirman la verosimilitud de esa hipótesis), lo revelador del trabajo de Viñas es su reconstrucción del escenario donde Franco dio sus primeros pasos como conspirador y golpista. Y la narración de cuanto rodeó al viaje del avión desde Londres. Unos episodios minúsculos, pero que muestran cómo la trama civil estuvo finamente engarzada con la militar y cómo fueron manejándose los hilos que iban a garantizar el éxito de la rebelión en las islas Canarias, un paso imprescindible para que Franco tuviera el camino abierto para ocuparse de los recursos militares de África.
En la segunda parte del libro, el detective se convierte en un diligente diplomático que revisa los papeles de la embajada y los servicios secretos británicos. Los que planificaban acabar con la República sabían que uno de sus retos mayores era conseguir que Inglaterra se inhibiera cuando las cosas se pusieran en marcha. Tuvieron suerte. En su investigación, Viñas muestra cómo el factor humano tiene en esta historia un peso relevante. En julio de 1935 se jubiló como embajador británico en España sir George Grahame que, hasta entonces, había dado una visión bastante ajustada y acertada de lo que estaba ocurriendo en el seno de la República. Poco antes se había ido, además, el segundo de a bordo. Los que llegaron, nuevos en esta plaza y escorados ideológicamente a la derecha, no tardaron en escuchar cuanto alimentaba su pavor a los comunistas. Viñas desgrana los telegramas enviados al Reino Unido que explican cómo este país terminó abandonando a la República a su suerte. La intoxicación a la que fueron sometidos sus diplomáticos por sectores próximos al golpe les llevó a decir, incluso, que España corría el peligro de convertirse “en una ‘aglomeración de pequeños Estados soviéticos”. Viñas vuelve a tomar en la última parte del libro, y en el epílogo, la voz del historiador para reflexionar sobre “la batalla de la verdad”, y hacer un apasionado alegato contra las mitificaciones que abundan a la hora de contar la Guerra Civil española. Quizá dos de sus conclusiones sirvan para resumir su posición: fue la política británica la que condenó a la República y la revolución, antes de producirse el golpe, nunca estuvo “en el orden del día”.