Gloria y desaparición del diccionario en la era digital

José Antonio Millán

Los diccionarios son uno de los muchos objetos que han desaparecido de la mesa de trabajo de escritores, estudiantes, investigadores…, junto con bolígrafos, cuadernos y tablas de logaritmos, sustituidos todos por un rectángulo iluminado provisto de teclado. No es que hayan perdido su utilidad, sino que las funciones que cumplían las cubren ahora un conjunto de programas y sitios web.

Los diccionarios han servido para saber el significado de una palabra, cómo se integraba en una frase (los de construcción), con qué otras podía ir (combinatorios), para buscarla en otro idioma (bilingües), localizar equivalentes (de sinónimos), comprobar su escritura (ortográficos), para buscar rimas (inversos), o resolver problemas (de dudas). También han informado no sobre la lengua, sino sobre el mundo (enciclopédicos). A estas categorías históricas habría que añadir una nueva: las obras en colaboración, cuya máxima expresión son la enciclopedia Wikipedia, que ahora cumple diez años, y el diccionario Wikcionario, que han abierto una nueva era de autoría colectiva.

En el contexto digital no hay ni que conocer el orden alfabético: basta pulsar unas teclas, o pronunciar en voz alta en un teléfono la palabra buscada para que aparezca su definición. Numerosas aplicaciones permiten consultar una palabra haciendo clic sobre ella, o tocándola con el dedo (en programas de lectura como Instapaper o traductores en navegadores web). También se puede muchas veces acceder a una palabra desde cualquiera de sus formas, acabando con la tradicional queja de extranjeros y (malos) estudiantes: “¡En este diccionario no viene conduje!”. E incluso oír como se pronuncia.

Una función que antaño correspondía a los diccionarios, pero que ahora se oculta en los códigos del teléfono móvil o del procesador de textos, es la comprobación de la escritura (¿ahíncohaínco?) o de la construcción (¿te prevengo quete prevengo de que?). Aunque esta revisión se vuelve molesta cuando el dispositivo las aplica a la redacción de un texto informal, como un SMS. Precisamente una tarea pendiente de estas útiles ayudas digitales es modular su presencia según el tipo de texto.

Cuando sólo existía como libro, el diccionario nada más podía consultarse por la palabra de acceso, pero es absurdo que esto siga ocurriendo en Internet. El diccionario de la Real Academia permite leer sus definiciones en línea, pero no buscar en su interior, aunque esto puede facilitar ciertas consultas: ¿cómo se llama un reloj con música?, ¿y la cadena del reloj de bolsillo? Si pudiéramos ver en qué entradas está presente reloj llegaríamos con facilidad a “carillón” y a “leontina”. Por fortuna, ha aparecido el sitio Dirae, que permite hacer estas búsquedas en el diccionario académico. En otra obra en línea, Clave, sí que se puede buscar dentro de las definiciones, o ver qué palabras terminan igual que otra dada (para reloj: bojtroj). Ni en Clave ni en el DRAE en Internet se puede buscar conduje.

Pero muchas personas que hoy crean o leen textos lo hacen digitalmente, conectados a Internet, y no sólo usan obras de consulta incluidas en programas, o diccionarios en línea, sino que han aprendido a sacar partido a los buscadores. Los diccionarios escolares ilustraban palabras infrecuentes, pero hoy los estudiantes saben que para ver cómo es una babirusa basta escribir su nombre en un buscador. Igual que los nombres propios: muchos correctores los incorporan, aunque siempre se puede resolver una duda mediante un “plebiscito Google”. ¿Se escribe GutenbergGutemberg?: ¡gana la primera por 26 millones de apariciones frente a 7!

Por lo general los diccionarios tienen una sólida identidad: está “el de la Academia”, “el de Seco”, etcétera, pero ¿sabemos qué diccionario nos ayudará al hacer clic en un ordenador o teléfono? Muchas veces no. Será el que juzga conveniente el creador del programa, o el más barato… Por otra parte, aún quedan importantes diccionarios que no están en soporte electrónico (el del Español actual, de Manuel Seco, o Redes, de Ignacio Bosque), y otros existen solamente en papel o CD-ROM (como el Oxford English Dictionary). Un estudioso puede acabar con dos o tres tomos abiertos junto al ordenador más un CD en el lector.

El diccionario del futuro desarrollará interfaces de consulta combinadas con análisis contextuales. Habrá, por ejemplo, menús con sinónimos ordenados según aceptabilidad. Haciendo clic sobre harto se desplegará cansado, hasta las narices(marcado como vulgar) y en rojo otras menos aceptables. La aplicación habrá descartado, para ese texto concreto, harto como equivalente a saciado.

También podrá alertarnos sobre peculiaridades regionales. A un mexicano que escriba un correo a una dirección española se le propondrá que sustituya profesionista porprofesional, y a un español escribiendo a Argentina se le ofrecerán alternativas al verbo coger. El típico caso en el que el hablante no encuentra una palabra se resolverá sobre la marcha: escribiendo “querría * una cita” se nos propondrá acordar, concertar…

En el momento en el que los diccionarios se integren del todo en los procesadores y navegadores, olvidando sus antepasados en papel, habrán conseguido su finalidad: ayudar a las personas con dificultades en su lengua o en una ajena. Pero también habrá desaparecido su individualidad, su autoría (corporativa o individual), que figurará, en el mejor de los casos, en la letra pequeña del Aviso Legal de un programa. El usuario que escribe o lee en un teléfono o en un ordenador tendrá una comodísima ayuda para construir una frase, para entender un texto, pero puede que nunca llegue a saber con la autoridad de quién se le brinda, ni cuántas horas de trabajo costó, ni mucho menos a quién agradecer el esfuerzo…

La “batalla de la verdad” en torno al 18 de julio

José Andrés Rojo, El País

Ángel Viñas explora los primeros pasos de Franco como conspirador y golpista y el papel de la diplomacia británica en la trama que llevó a la Guerra Civil

Hay, en la primera parte del último libro de Ángel Viñas, mucho de trabajo detectivesco. El cadáver es el del general Amadeo Balmes. Murió en Las Palmas de Gran Canaria el 16 de julio de 1936: por lo que se dice, de un accidente. Había ido a probar unas armas al campo de tiro, se le encasquilló una de ellas y, según la versión del chófer que lo acompañó, “apoyó el cañón en el vientre para, con la mano derecha, hacer más fuerza y dejar corriente el arma, con tan mala fortuna que se disparó ésta, que es un Astra del 9 largo”. No resulta muy sensato ni creíble utilizar semejante procedimiento para resolver ese problema. ¿Qué pasó entonces? Pues que igual al tipo se lo cargaron. Ésa es la hipótesis del detective, y entonces el historiador entra en escena para proceder a la investigación. Como no queda nadie vivo de los que estuvieron cerca del episodio, no hay otra que interrogar a los papeles (documentos, periódicos, libros, correspondencia). Dos días después de la muerte de Balmes, el general Franco sale de Gando en el Dragon Rapide, el avión que los militares rebeldes le han facilitado para que pueda volar hasta Tetuán y tomar el mando de las tropas de África. ¿Hay alguna relación entre una cosa y otra? Viñas sostiene que sí, que la muerte de Balmes facilitó el triunfo de la rebelión en Gran Canaria y que sirvió de coartada a Franco para viajar desde esa isla, y no desde Tenerife (donde residía), para realizar la misión que Mola le había encomendado. Más allá de poder probar que lo de Balmes fue un asesinato (faltan demasiadas piezas, pero muchas pistas confirman la verosimilitud de esa hipótesis), lo revelador del trabajo de Viñas es su reconstrucción del escenario donde Franco dio sus primeros pasos como conspirador y golpista. Y la narración de cuanto rodeó al viaje del avión desde Londres. Unos episodios minúsculos, pero que muestran cómo la trama civil estuvo finamente engarzada con la militar y cómo fueron manejándose los hilos que iban a garantizar el éxito de la rebelión en las islas Canarias, un paso imprescindible para que Franco tuviera el camino abierto para ocuparse de los recursos militares de África.

En la segunda parte del libro, el detective se convierte en un diligente diplomático que revisa los papeles de la embajada y los servicios secretos británicos. Los que planificaban acabar con la República sabían que uno de sus retos mayores era conseguir que Inglaterra se inhibiera cuando las cosas se pusieran en marcha. Tuvieron suerte. En su investigación, Viñas muestra cómo el factor humano tiene en esta historia un peso relevante. En julio de 1935 se jubiló como embajador británico en España sir George Grahame que, hasta entonces, había dado una visión bastante ajustada y acertada de lo que estaba ocurriendo en el seno de la República. Poco antes se había ido, además, el segundo de a bordo. Los que llegaron, nuevos en esta plaza y escorados ideológicamente a la derecha, no tardaron en escuchar cuanto alimentaba su pavor a los comunistas. Viñas desgrana los telegramas enviados al Reino Unido que explican cómo este país terminó abandonando a la República a su suerte. La intoxicación a la que fueron sometidos sus diplomáticos por sectores próximos al golpe les llevó a decir, incluso, que España corría el peligro de convertirse “en una ‘aglomeración de pequeños Estados soviéticos”. Viñas vuelve a tomar en la última parte del libro, y en el epílogo, la voz del historiador para reflexionar sobre “la batalla de la verdad”, y hacer un apasionado alegato contra las mitificaciones que abundan a la hora de contar la Guerra Civil española. Quizá dos de sus conclusiones sirvan para resumir su posición: fue la política británica la que condenó a la República y la revolución, antes de producirse el golpe, nunca estuvo “en el orden del día”.

Thomas Mann se fuga a Egipto

Luis Fernando Moreno Claros – Babelia

Concluye una nueva traducción de una obra de arte:  José y sus hermanos.  El cuarto tomo de una tetralogía bíblica -escrita entre 1926 y 1943- en la que el Nobel alemán expresa su protesta de la política de su tiempo.

Thomas Mann, Premio Nobel de Literatura 1929, Premio Goethe 1949

Aparece al fin en castellano el cuarto volumen de la tetralogía literaria José y sus hermanos, la saga bíblica que Thomas Mann (1875-1955) inició en 1926. En principio iba a ser una “novela breve” sobre la historia de José, el hijo predilecto del patriarca Jacob, abandonado en el desierto por sus diez hermanos mayores. Pero la narración fue cobrando dimensiones extraordinarias y sólo concluiría en 1943 (cuatro tomos, unas 1.600 páginas). Durante 17 años, Mann se entregó a aquella tarea con el gozo de un contumaz escritor, presto a evadirse de las circunstancias políticas europeas mediante una “fuga literaria” a un Cercano Oriente imaginario.

Fue el gran Goethe quien observó que la historia bíblica de José “era muy bella, pero demasiado corta”. Thomas Mann, enamorado asimismo de aquella narración, aceptó el reto de alargarla con peripecias y enriquecerla con matices; la antigua Galilea, dominio de Yahvé -el dios de los judíos-, así como el Egipto de Amenhotep IV le parecían escenarios idóneos a los que trasladarse en espíritu para recrear a su manera mitos fundamentales de la civilización europea. El escritor viajó a Egipto en dos ocasiones y quedó cautivado por el ambiente que tan bien plasmaría más tarde en esta obra singular.

Los dos primeros tomos de la saga, Las historias de JacobEl joven José, aparecieron en 1933 y 1934 respectivamente; el tercero, José en Egipto,quedó interrumpido durante los años del exilio: Hitler llegó al poder en Alemania y Mann, perseguido por los nazis, se instaló en Estados Unidos; así, la novela vería la luz en 1936, mientras que el último volumen se publicó en 1943.

Este volumen último mantiene el pulso con los anteriores (Ediciones B, 2000, 2003 y 2008): tras el frustrado intento de seducción de José por parte de la mujer de Putifar, peripecia descrita en el tomo precedente, aquél debe exiliarse; pero casi de inmediato vuelve a ganar el favor del Faraón gracias a su interpretación del sueño de las siete vacas gordas y las siete flacas. José salva Egipto de la hambruna (de ahí el nombre de “proveedor”). Armado de gran poder en la corte egipcia urdirá una trampa burlona en la que enredará a sus hermanos mayores. Conseguirá que su padre Jacob y el hijo predilecto del anciano patriarca, Benjamín, viajen a Egipto, y allí tendrá lugar el reencuentro de la familia y el desenlace de la historia. Aunque conozcamos el final de la saga -pues Mann no se separa del relato bíblico- , su genio artístico consigue entretener al lector, de manera que merece la pena la paciencia de la que hay que hacer gala para hincarle el diente a los cuatro tomos de esta grandiosa novela; al igual que Mann en su día, el lector de hoy también se fugará a Egipto para reencontrarse con la actualidad de una obra de arte, en cuyo núcleo la grandeza de lo eterno y primigenio lo ayudarán a olvidar lo común y pasajero.

Esta obra fue acogida con cierta distancia, nada comparable al clamor que habían suscitado Los BuddenbrookLa montaña mágica; las historias del viejo Jacob y del ascenso político de José en la corte del Faraón pasaron casi desapercibidas. La saga quedó dentro de la inmensa producción de Thomas Mann como una excentricidad, pero él se la tomó muy en serio: se documentó hasta la pedantería sobre el mundo mítico hebreo y egipcio; en sus personajes vertió sus propias obsesiones, pero también su gran empresa fue una manera de protestar contra la política de su tiempo. Después de su frustrada apuesta ideológica por el nacionalismo prusiano, hacia 1924, Mann sufrió una crisis espiritual: los valores nacionales individualistas debían dejarse a un lado en favor de convicciones éticas universales, y nada mejor que el recurso a lo mítico y primigenio para sacar estas últimas a la luz.

Secretos de Hemingway

Colm Tóibín – El País

El autor de El viejo y el mar dedicó su vida literaria a la búsqueda de la emoción a través de una prosa aparentemente sencilla. “Quería escribir como pintaba Cézanne”, escribió el Nobel estadounidense. En el cincuentenario de su muerte, se reeditan sus obras.

En un fragmento eliminado de su relato El gran río de los dos corazones, Ernest Hemingway escribía a propósito de su alter ego: “Quería escribir como pintaba Cézanne. Cézanne empezaba por emplear todos los trucos. Luego lo descomponía todo y construía la obra de verdad. Era un infierno… Quería… escribir sobre el campo de forma que quedase plasmado como había conseguido Cézanne con su pintura… Le parecía casi un deber sagrado”. En su remembranza de sus primeros años en París,París era una fiesta, Hemingway escribió también sobre la influencia que había tenido en él el pintor francés cuando estaba aprendiendo su oficio: “Estaba aprendiendo de la pintura de Cézanne algo que hacía que escribir simples frases verdaderas no fuera suficiente, ni mucho menos, para dar a los relatos las dimensiones que yo quería darles. No sabía expresarme lo bastante bien como para explicárselo a nadie. Además, era un secreto”.

El secreto estaba en las pinceladas de Cézanne, cada una abierta y de textura visible, con repeticiones y variaciones sutiles, cada una llena de algo parecido a la emoción, pero una emoción profundamente controlada. Cada pincelada trataba de captar la mirada y retenerla y, al mismo tiempo, construir una obra más amplia, en la que había riqueza y densidad, pero también mucho de misterioso y oculto. Eso es lo que Hemingway quería hacer con sus frases. Después de contemplar la obra de Cézanne por primera vez en Chicago, luego en los museos de París y en casa de su amiga Gertrude Stein, lo que deseaba era seguir el ejemplo de esta última y escribir frases y párrafos a primera vista simples, llenos de repeticiones y variaciones extrañas, cargados de una especie de electricidad oculta, llenos de una emoción que el lector no podía encontrar en las propias palabras, porque parecía vivir en el espacio entre ellas o en los repentinos finales de algunos párrafos determinados.

Así, en París era una fiesta, Hemingway pudo escribir: “Pero París era una ciudad muy antigua y nosotros éramos jóvenes y nada era fácil, ni siquiera la pobreza, ni el dinero repentino, ni la luz de la luna, ni el bien y el mal, ni la respiración de la persona que yacía junto a ti bajo la luna”. En esa frase consigue manifestar muy poco pero sugerir mucho; en el original inglés, de las 41 palabras, 27 son monosílabas. Eso hace que el lector se sienta cómodo, como si se estuviera diciendo algo sencillo. Sin embargo, está claro, por la puntuación y las variaciones de la redacción, que nada era fácil, sino que era, en gran parte, ambiguo y casi doloroso. En vez de decirlo, Hemingway logra ofrecer la impresión, alivia al lector con la dicción pero luego le sacude con los cambios de tono y significado dentro de cada oración.

La teoría es dejar que el escritor sienta y plasme ese sentimiento en la prosa, lo entierre en los espacios en blanco entre las palabras o entre los párrafos. Así el lector lo siente con más intensidad, porque no le llega como mera información, sino como algo mucho más poderoso. Le llega como ritmo, y le llega con tanta sutileza que la imaginación del lector se dedica por completo a capturarlo con toda su incertidumbre y su peculiaridad. Es decir, tiene un efecto más próximo al de la música, aunque las palabras conservan su significado. Contrapone la estabilidad de significado al misterio del sonido silencioso.

Esta idea de que, al escribir prosa, lo que se deja fuera es más importante que lo que se incluye inspiró de forma esencial el método de Hemingway como novelista y autor de relatos, hasta tal punto que algunas de sus obras posteriores parecen parodias de ese método, o una elaboración demasiado abierta del sistema que había desarrollado. Ahora bien, en sus mejores ejemplos, el sistema podía obrar milagros.

Hace unos años, cuando trabajaba en la biblioteca de la Universidad de Virginia, encontré un guión cinematográfico de la primera novela de Hemingway, Fiesta,escrito por un guionista profesional al que odiaba. En los márgenes hay insultos escritos por el novelista, al que indignó especialmente que el guionista tratase de insinuar que Jake, el protagonista de la novela, era impotente debido a causas psicológicas. Hemingway explicó de manera enfática que a Jake le habían disparado en los testículos durante la guerra, un suceso que, según escribió, él había visto producirse en varias ocasiones.

Sin embargo, en el propio texto de la novela no lo deja claro. Aunque está implícito, también nos deja margen para creer que Jake tiene algún problema psicosexual que le hace impotente. Tal vez ocurrió en la guerra, se sugiere, pero quizá fue psicológico.

La novela transcurre en el tiempo presente. Nos ofrece pistas e insinuaciones sobre hechos del pasado, sobre quién es Jake y de dónde viene. Pero la mayor parte de su pasado se queda fuera, lo cual otorga profundidad a las acciones actuales. Tampoco hay una descripción de Jake, y eso significa que leer el libro es un intenso acto de imaginación, de llenar las lagunas, que queda reflejado en la propia prosa. La redacción, a primera vista, es sencilla, con cortas frases afirmativas. Hemingway quería conseguir en su obra lo que había conseguido Cézanne en sus cuadros, algo denso, que atrajera la mirada y la imaginación, empleando un método que parece dejar muchas cosas fuera y una técnica que parece abierta y sencilla, pero con un resultado que puede contener no sólo una impresión, sino una cantidad infinita de emoción.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. Colm Tóibín (Enniscorthy, Wexford, 1955) ha publicado recientemente en España la novela Brooklyn (Lumen y Amsterdam). The Empty Family(Viking / Scribner, 2010 / 2011. 288 páginas) es su último libro. www.colmtoibin.com.

“Los sinsabores del verdadero policía”, de Roberto Bolaño

José Luis Amores, Vanguardia

Porque de alguna manera se lo prometí al propio autor hace unos días, me propongo disertar en corto sobre esta nueva novela póstuma de Roberto Bolaño. El problema (porque lo hay) es que la leí sin en ningún momento pensar que algún día tendría que escribir sobre ella. Es decir, la leí por el puro placer de leerla y sin tratarla como material sobre el cual discurrir/producir. Escribiendo sobre ella, en cierto modo me siento como si lo hiciera sobre un suceso que hubiera visto en la calle y que me hubiese llamado poderosamente la atención, pero sin que diera lugar a reflexión posterior alguna. ¿Qué tipo de suceso? Pues, por ejemplo, cruzarme con una belleza deslumbrante que reforzara el buen humor: no vuelvo a pensar en la causa, sólo queda el efecto. ¿Y cómo era esa beldad? ¿De qué color eran su pelo, sus ojos? ¿Cómo iba vestida? ¿Sonreía? Si he de ser sincero, no me acuerdo, y a partir de aquí no habrá más que una sucesión de errores y malentendidos.

Dispuesto a equivocarme, diría que esta novela de Roberto Bolaño es en parte un comentario-homenaje a las Vidas imaginarias de Marcel Schwob y, por derivación, a La sinagoga de los iconoclastas de Juan Rodolfo Wilcock. Pero afirmar tal cosa quizá sea, posiblemente, un enorme disparate.

También podría decir que, como en alguna otra ocasión, el autor aprovecha para satirizar la narrativa barata en que devino el realismo mágico hispanoamericano. Por ejemplo mediante la sucesión de violaciones generacionales, hereditarias, que dan lugar a la existencia de un tal Monge, quien trabajará para un jefe de policía en una ciudad mexicana en la que la vida comienza a no valer nada. Diría entonces que resume —y desflora— la degeneración literaria de la que se apropia la Allende y sus seguidoras/es, etc.

Si no estuviera yo tan equivocado, se me podría hacer caso cuando digo que las relaciones que constantemente establece Bolaño entre homosexualidad y literatura son mero reflejo de cómo ve él el terreno de juego literario: generalmente tíos leyendo a tíos, homenajeando a tíos, alabando obras de tíos; tíos chupándosela recíprocamente  por escrito, en público y en privado; relaciones endógenas puras en las que, aunque quepan y se acepten diversas tipologías de odio, estarían inmersos tanto autores como lectores: una orgía en la que el sexo de unos y otros es innecesario —superfluo— porque todos adoran falos o simulacros de falos. La visión bolañista de la literatura como sistema que se abastece de sí mismo, autárquico y por tanto corrupto, degenerado por una incesante cópula autorreferencial en la que no ingresan elementos nuevos, conjunto cerrado que sólo puede evolucionar hacia un perfecto hermafroditismo.

Instalado en esta sucesión de errores en la que empiezo a sentirme cómodo, no dejaría de avisar sobre el determinismo que atraviesa la construcción de la obra. Un determinismo extravagante, efectista, que elige contar acontecimientos y vidas anteriores al tiempo de la acción como medio de caracterización de los personajes que en ella intervienen. Procedimiento que alcanza su objetivo: suscitar interés sobre eventualidades banales y sin relación directa con la trama principal. Así, las circunstancias del sujeto son tan importantes como el sujeto mismo y como las circunstancias —causales o derivadas— de aquéllas hasta dos e incluso tres niveles de descentralización. ¿Estamos ante relleno narrativo —ojo, sigo disparatando—? Si es así, diría que ese relleno es una de las razones de existir de la literatura, que la aleja de la simple crónica inventada sin, para ello, recurrir a la divagación parafilosófica tan cara a narradores de todo tiempo y lugar.

Luego está el asunto fragmentario, la cuestión de las fracciones narrativas. Si la novela estuviera realmente terminada, podrían buscarse razones válidas e inválidas —al fin y al cabo lo mismo dan unas que otras— para tal grado de rotura. Por ejemplo: la única forma de reflejar la realidad es mediante fragmentos de la misma (pero así se otorga al estilo de Bolaño un carácter programático que en realidad no tiene). O: el lector de hoy, adicto al zapping, esclavo de la brevedad, asaeteado por cientos de estímulos diferentes en cada momento, es más receptivo a la ingesta de trozos narrativos que a tragar grandes evoluciones noveladas (pero entonces el autor hubiera escrito con las palabras marketing y ventas en la cabeza, lo que parece inverosímil). Prefiero esta: Bolaño ve el mundo como un gran puñado de cristales rotos; unos, tal que espejos, reflejan trozos de caras —y de vidas— de quienes se les asoman; otros, al fracturarse, fijaron la gota de imagen que en aquel momento se desarrollaba a uno u otro de sus lados; y también los hay que actúan como prismas, ya sea dividiendo la luz que reciben, reflejándola o refractándola. Fijar por escrito una ínfima porción de esa realidad hecha trizas fue la tarea que el novelista se impuso en esta obra: otra teoría equivocada pero atractiva, con el suficiente encanto como para suscribirla sin reparos.

Nunca sabremos si Bolaño, de haber seguido con vida, hubiera publicado esta novela (imagino que entonces sí terminada) con tales estructura y grado de revisión. En todo caso, leerla proporciona un alto placer intelectual, por lo que no hay que ponerle peros a la decisión de su viuda de hacerla pública. El resultado es muy superior a su predecesora póstuma, El Tercer Reich, y a la colección de fragmentos El secreto del mal. La lástima es que, como en las mejores obras kafkianas, no sepamos qué pasa con la investigación a que es sometido Amalfitano, ni qué hace exactamente su hija Rosa cuando sale de casa, ni si Monge y ella acaban juntos, si Padilla termina o no su novela antes de morir; nos quedamos con ganas de saber más sobre Arcimboldi, ya que su vida y obra saben a poco por magistralmente logradas, escritas. Probablemente lo que desazone es saber que estas son las últimas gotas que se nos administra de su literatura, que ya no habrá más belleza de este tipo —que no nos la volveremos a cruzar por la calle— y que su época, definitivamente, terminó.

Cánones subversivos. Ensayos de literatura hispanoamericana

Edgardo Dobry, El País

Ensayo. México tiene una rica tradición de ensayo literario: Alfonso Reyes y José Vasconcelos, Octavio Paz y Carlos Monsiváis practicaron el género en una amplitud de registros e hibridaciones con la crónica, la autobiografía o el diario personal. El novelista Gonzalo Celorio (México, 1948; Tres lindas cubanas es su última ficción, en Tusquets) reúne en este libro nueve ensayos breves donde laten todas esas variantes: la memoria en ‘Mis libros’ y la crónica familiar en ‘Un río español de sangre roja’, en el que se bosqueja un entrañable recuento del exilio español en México. ‘Julio Cortázar, lector’ parte de las visitas a la biblioteca del escritor argentino, que se conserva en la Fundación Juan March de Madrid; ‘Gabriel García Márquez y la narrativa de lo real maravilloso americano’ es otra excursión por las comarcas mentales de Macondo. Alejo Carpentier y Carlos Fuentes son evocados a la vez como amigos y como escritores, igual que el gran historiador mexicano Edmundo O’Gorman, a quien Celorio dedica un homenaje hecho de admiración intelectual y gratitud afectuosa. Capítulos centrales son los dedicados a sendos poetas del grupo Contemporáneos: Salvador Novo y Xavier Villaurrutia. A través del primero Celorio recorre tres épocas de la ciudad de México (y de las crónicas que las registran): la colonial, la de mediados del siglo XX, la de ahora. Con Villaurrutia nos acercamos a la figura del poeta que compone su propia genealogía y le da valor nacional. Así, los Cánones subversivos de Celorio sólo merecen ese adjetivo insurreccional en la medida en que se ajuste al tono sereno, conversado, tejido de fino sentido del humor, que conforma la seductora sustancia de estas páginas.

La “escritura privada” de Kafka

MAX – Babelia, El País

Incluido en "Dibujos"de Kafka.El autor de El proceso no fue un dibujante tímido o dubitativo. Sus dibujos tienen agilidad, intención y nervio. La edición de 41 de ellos, acompañados de fragmentos de sus textos, lo presenta como un precursor de la estética futurista.

Goethe, Victor Hugo, William Blake, Lewis Carroll, García Lorca, Dino Buzzati, Bruno Schulz… Todos ellos han tenido algo en común además de ser escritores: también fueron dibujantes. El caso de los escritores que dibujan, menos excepcional de lo que a primera vista pudiera parecer, solo ha empezado a merecer cierta atención en años recientes gracias a exposiciones o a libros como Y además saben pintar: escritores, creadores de palabras, creadores de imágenes, de Donald Friedman (Maeva, 2007). Es aún poco sabido, sin embargo, que uno de los escritores más influyentes del siglo XX, el que probablemente mejor supo expresar a través de la escritura la angustia consustancial a su tiempo, también dibujaba. Kafka expresó en muchas ocasiones y a diferentes personas su pasión por el dibujo, y al parecer nunca dejó de practicarlo. Pero también comunicó a su amigo Max Brod, en su carta-testamento de 1921, su deseo de que sus dibujos fueran destruidos junto a su obra literaria a su muerte. Aún hoy, la extensión de la obra dibujada de Kafka es un misterio. Se sospecha que varias cajas de seguridad en bancos de Zúrich y Tel Aviv pueden contener dibujos inéditos de Kafka. Pero las hijas de Ilse Esther Hoffe, asistenta de Max Brod, y herederas de su legado, se niegan obstinadamente a dar a conocer al mundo el contenido de las mismas.

La editorial Sexto Piso publica ahora un precioso y cuidado volumen con la totalidad de los dibujos de Kafka conocidos y publicados a fecha de hoy -apenas una cuarentena- en edición de Niels Bokhove y Marijke van Dorst. Los editores han optado por presentar los dibujos asociándolos a fragmentos literarios procedentes de novelas, relatos, diarios o cartas del autor. El conjunto es extraordinariamente heterogéneo desde el punto de vista estilístico. Junto a la media docena de dibujos más conocidos hasta ahora, suerte de serie a la que Max Brod bautizó como “marionetas negras de hilos invisibles”, encontramos bosquejos procedentes de sus cartas y diarios, de cuadernos de apuntes de su época de estudiante, de postales y hojas sueltas que Max Brod fue conservando oportunamente. A tinta o a lápiz, casi todos ellos transmiten la sensación de estar dibujados espontáneamente, a vuelapluma, sin aparente trabajo preparatorio ni retoques o correcciones posteriores. Lamentablemente se desconoce la datación de la mayoría de las obras con lo que resulta extraordinariamente difícil apreciar la evolución de Kafka como dibujante. Uno estaría tentado de suponer que las “marionetas negras”, por su potencia visual y su contundencia en el trazo, fueron su obra de madurez plástica. Pero el mismo Kafka da al traste con toda conjetura cuando en una de sus cartas a Felice Bauer escribe: “Fui, en otro tiempo, un gran dibujante, pero comencé a tomar lecciones de dibujo escolar con una pintora mediocre y eché a perder todo mi talento”.

Encontramos en el volumen dibujos que, por su increíble dinamismo, prefiguran la estética futurista. Hay también obras deudoras del Jugendstil de la revistaSimplizissimus. Encontramos un autorretrato a lápiz, duro y extraño, pero que sin embargo nos devuelve la exacta imagen que conocemos del rostro de Kafka a través de las fotografías. Hay una viñeta genial y exageradamente grotesca, titulada por el propio Kafka Solicitante y noble mecenas, una de las pocas que desbordan humor. En ciertas ocasiones Kafka opta por dibujar cuando, en sus cartas, reconoce que le será complicado hacerse entender mediante la palabra. Son encantadores, en este sentido, los dos dibujitos, casi diagramas, sobre las maneras de cogerse del brazo dos personas al pasear que le envía en 1913 a su prometida Felice Bauer. La mayoría de los dibujos comparten una cualidad angulosa, dura y nerviosa. Las seis “marionetas negras” revelan quizá una voluntad de estilo en plena consonancia con la vanguardia del momento en Centroeuropa, el expresionismo. La contundencia de la mancha negra y las posturas tensas, que no rígidas, de esas figuras alargadas son tremendamente modernas para su tiempo, pero también para el nuestro, cien años después. No en vano algunas de ellas se siguen usando aún como ilustración de portada para ediciones de sus obras.

Kafka no fue un dibujante tímido o dubitativo. Sus dibujos tienen agilidad, intención y nervio. Y quizá podamos empezar a entrever algo de su actitud íntima hacia el acto de dibujar en las observaciones que hizo a Gustav Janouch en 1922 y que este recogió en Gepräche mit Kafka: “Mis dibujos no son imágenes, sino una escritura privada”. Kafka fue, pues, también un precursor en pensar el dibujo como otra forma de escritura, una actitud que está precisamente hoy en el núcleo de las más interesantes aportaciones creativas de las últimas generaciones de dibujantes.

Dibujos. Franz Kafka. Edición de Niels Bokhove y Marijke van Dorst. Traducción de Fruela Fernández. Sexto Piso. Madrid, 2011. 144 páginas.

Amor de libro

J. Gracia – Babelia, El País

El escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa acaba de publicar Severina.

Narrativa. Naturalmente, no es solo un delirio de amor: es una fábula en torno a Severina y es también una fábula en torno a los libros que ella roba metódica y fielmente. La agilidad de la prosa, la elusión casi sistemática del tópico, la naturalidad de una primera persona atrapada en el delirio sabueso de amor impulsan una novela breve con aire de enigma. Casi todo flota en la novela, como si se dejase la carne sin tocar, pero está de acuerdo con una especie de técnica de la inminencia habitual en Rey Rosa: nada llega a materializarse en páginas morosas y descriptivas, ni siquiera cuando al lector mismo le apetece, porque casi toda ella prefiere recrear atmósferas con indicadores activos y leves, inciertos.

Como las buenas novelas breves, esta también tiene truco: el asedio ansioso del narrador en busca de Severina va entregando los materiales para una metáfora sobre el modo de vivir en y con libros, y seguramente también una alusión intencionada a la autonomía de lo libresco más allá de la realidad material y empírica. Severina y su abuelo no tienen papeles ni pasaportes, han ido de aquí para allá y apenas sabemos nada muy firme ni seguro sobre ellos, aunque sí su aptitud, y sobre todo la de Severina, para hurtar con habilidad libros de las librerías.

El narrador relata la historia de su asedio a Severina cuando ha dejado ya de ser el librero que fue, cuando tanto él como Severina han actuado en la frontera de la verosimilitud -como todo amor en marcha, ella tiene su punto de mujer bruja- y cuando la literatura ha impregnado ya casi cada episodio de alusiones explícitas (desde Rubén Darío a Jorge Riechmann) y reminiscencias implícitas. Todo conduce al centro escapadizo de un relato de amor que es, sobre todo, un relato sobre las redes que la literatura trama sobre la realidad. Por eso las listas de libros robados -casi siempre sin nombre de autor y a menudo en inglés, francés o español- tienden a evocar autores y obras que inevitablemente convergerán en Borges y un falso ejemplar anotado por Borges que pasa por verdadero, a partir de una anécdota que puede ser tan falsa como veraz y que al lector le confirma que este amor delirante por una mujer tiene mucho de amor delirante por los libros y, quizá también, y sobre todo, por la escritura misma de los libros: “Quiero probar suerte escribiendo una novela. Si no lo hago ahora, ¿cuándo?”, les pregunta el narrador a los copropietarios de su librería, poco antes de conjeturar, de nuevo en los límites entre fantasía y metaliteratura invisible, “todo esto me hacía pensar que esta historia sentimental había sido un engaño, pero no un engaño llevado a cabo por dos seres humanos para burlar a otro sino un desvarío de mi propia imaginación”.

Un americano: una historia de amor en el tiempo de la Depresión

José María Guelbenzu – Babelia, El País

Narrativa. Después de dar por terminada la tetralogía A merced de una corriente salvaje (Alfaguara, 1999-2002), Henry Roth, cada vez más deteriorado por la artritis, siguió escribiendo con serias dificultades y voluntad de hierro, y dejó tras su muerte una buena cantidad de páginas que han terminado convirtiéndose en esta Un americano. Roth no tuvo tiempo de darle forma, de manera que estamos ante una novela montada con esos materiales, pero hay que decir que la costumbre norteamericana del editing nos permite leer un rescate muy importante. La novela consta de un cuerpo central en el que cuenta la liberación de sus ataduras familiares y personales y se sitúa entre los años 1934, año en que publica su celebrada Llámalo sueño (Alfaguara, 1990), uno de los grandes clásicos de la narrativa americana del siglo XX, y 1938, en que contrae matrimonio con Muriel Parker. Un prólogo y un epílogo enmarcan el libro entre el momento en que conoce a Muriel y el momento en que, cerca de su muerte, recuerda la de su mujer.

Un americano es una historia de amor contada por una de las partes, Ira, el álter ego de Roth, el protagonista inolvidable de Llámalo sueño. Es una historia de amor ligada a las desventuras de Ira en busca de su independencia personal. A lo largo del relato veremos cómo se embarca en una aventura con un camarada, Bill, y su familia, rumbo a la Costa Oeste con la intención de llegar a introducirse en Hollywood para ganarse la vida. Son los años de la Gran Depresión, Bill es un analfabeto y fanático comunista e Ira arrastra una vida miserable. Bill ejerce sobre él la fascinación que el frágil y huidizo Ira siente por alguien fuerte y decidido; pero Bill es un cantamañanas ignorante y de ello ha de darse cuenta Ira y desprenderse de él, lo mismo que ha de hacer con Edith, su mentora y mantenedora, una mujer culta y dominante que lo protege y anima a escribir y a cuyo empuje debe su primera novela de éxito incierto. El problema de Ira es librarse de la dominación y la dependencia y ser alguien por sí mismo y a esa falta de energía atribuye su incapacidad de volver a escribir. En todo este proceso, M. (Muriel) está ausente, entregada, pero en la lejanía, esperando que Ira se encuentre a sí mismo y por sí mismo. De modo que la historia de amor consiste, en realidad, en la lucha de Ira por llegar a ser merecedor de M., pero es una lucha solitaria. La figura de M. actúa como el faro cuya luz guía la travesía de Ira, que es la que verdaderamente se nos cuenta.

La novela, como las anteriores, es autobiográfica. Resulta emocionante ver a Roth escribiendo estas páginas de tributo a la esposa muerta en la figura de Ira y como última huella que desea dejar de su paso por la tierra. Está escrita con el nervio característico del autor y su amor por los detalles, que tanta importancia tienen en su escritura, sigue mostrando el estilo y el brío que caracterizó su obra anterior. Es impresionante también el relato del vagabundeo en los años de la Depresión. Ira, que se fue de casa a los 32 años, se encuentra sin un centavo en el bolsillo, tratando de hacerse como artista, renunciando a todo lo que no sea dedicarse a su arte, pero, por su propia debilidad (que no falta de coraje, pues su viaje hacia la nada para preservar su espíritu artístico requiere tesón y aguante), tardará en desprenderse de sus miedos. Reconoce que posee “sólo una colosal falta de seguridad e incertidumbre”. M. va a ser su referencia, el puerto al que pone rumbo, y el libro es el relato de ese rumbo.

Un libro descarnado, valiente y dolorido de un hombre que tras un bloqueo de más de treinta años empieza a recuperar su pulso narrativo cuando la reedición de Llámalo sueño en 1964 le concede el abrumador éxito que no tuvo en 1934. Es un caso extraordinario. Al final de su vida consiguió dejar otra obra maestra (A merced de una corriente salvaje) y su historia personal de amor y superación. Hoy es un grande entre los grandes y la lectura de este libro un auténtico regalo para sus lectores.

Borges y Quevedo

Margarita Carrera, Prensa Libre

Para Borges es el más grande escritor español del Siglo de Oro en España. Ello quizá porque Quevedo, en la plenitud de la literatura de su país, es un vivo representante de la mentalidad de la Edad Media europea. Por ello es capaz de decir que los herejes reciban los peores castigos. “Los castigos, todos son justos y todos son pocos”. Es un moralista prepotente, un inquisidor, que desconoce la compasión. Al leerlo, Borges lo defiende diciendo que en Quevedo los apetitos son “vehementes”. Más que el sentimiento amoroso, en él está presente el desengaño, la melancolía; yo agregaría la furia de no ser amado.

Dominado por estos sentimientos, su pluma se convierte en la más temible de su tiempo. Un eterno busca pleitos en lo que escribía y actuaba. Un apasionado. Puede que también sea producto de su era, una era en donde en España hay hambre y miseria a pesar de vivir una época en donde se están dando los más altos talentos de su literatura. Entre los cuales está nada menos que Cervantes.

Quevedo, mucho más difícil de entender, por lo tanto no tan exaltado y reconocido. Frente a Góngora, creador del culteranismo por su lenguaje ampuloso y pleno de metáforas, a Quevedo le fascina la descripción de la fealdad. Conceptista: el pensamiento ha de ser dicho con pocas palabras. Para él todo enseña desengaño, todo expresa caducidad de las cosas. “Las glorias de este mundo/ llaman con luz, para pagar con humo”. Desgarrado, su estilo elíptico contrasta con el estilo perifrástico de Góngora. “La modernidad de Quevedo no está en su admirable retórica, como creía Borges, sino en su dramática conciencia de la caída y en la imposibilidad del rescate”, señala Octavio Paz, otro de sus admiradores.

Otra de sus características es la insolencia y sus constantes alusiones al hambre: “Mandaron los doctores que por nueve días no hablase nadie recio en nuestro aposento, porque como estaban huecos los estómagos, sonaba en ellos el eco de cualquier palabra”.

Borges acusa a Quevedo de ser terrorista. Como tal, observa la intimidación y el ataque directo. El terrorismo o violencia verbal de Quevedo se encamina también en contra de las mujeres. Con todo, su poesía amorosa ya ha traspasado la valla del olvido: “Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día,/ y podrá desatar esta alma mía/ hora a su afán ansioso lisonjera;/ mas no de esotra parte en la ribera / dejará la memoria, en donde ardía;/ nadar sabe mi llama el agua fría / y perder el respeto a la ley severa./ Alma a quien todo un Dios prisión ha sido, / venas que humor a tanto fuego han dado / médulas que han gloriosamente ardido,/ su cuerpo dejarán, no su cuidado;/ serán ceniza, más tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado”.

La prosa y la poesía de Quevedo exige una agilidad mental constante del lector. “Para gustar de Quevedo hay que ser (en acto o en potencia) un hombre de letras; inversamente, nadie que tenga vocación literaria puede no gustar de Quevedo”.

En pocas palabras se necesita de ser muy inteligente y erudito para comprender a este escritor. Quevedo es uno de los más grandes poetas no sólo españoles, sino universales. Razón tiene Borges en considerarlo lo mejor de la literatura española.