Adiós parcial

Jorge Luis Contreras Molina

 

grandma

Su mirada había aprendido a ser vaga desde hacía mucho tiempo. Seis hijos, dos pérdidas, tres nietos promedio por hijo, cuatro operaciones, algunas enfermedades reales, una voz que siempre fue de mujer, siempre apagada, siempre en sordina.  Cierta clase de vida que pasó de repente de la opresión paterna a la de un falso segundo padre que fue todo lo bien que pudo ser. Un trabajo de medio día, un corre-corre de todo el día, un querer criar, querer vivir, querer trascender de cierta indefinible manera. Una vida normal llena de ruido, llena de pequeños viajes siempre cerca, siempre para conseguir un ocio que la hacía un poco superior a las otras.  Una vida llena de voces cotidianas que sembraban rutina, responsabilidad, acciones mecánicas obligatorias y casi dignas. La mujer se hizo vieja mientras rezaba un Dios bendiga los alimentos.  De repente había canas, pocas energías, muchos prejuicios, y un mundo que se le había escapado.

María está ahora con su mirada vaga de siempre. Espera al nieto número cinco.  Entraron juntos a este restaurante moderno que no sabe de sentimentalismos. Él fue a comprar la comida rápida.  Él recibió una llamada de cierta mujer condenada al ciclo. Él salió sin pensar. Una llanta, un pequeño choque sin trascendencia, un susto menor, un te quiero aquí ahora que estás de vacaciones. Él no lo hizo por maldad porque tiene el alma buena. Solo salió a su compromiso inmediato. Solo olvidó a una vieja de mirada vaga que se dice abuela suya.

 

Tu maldita llamada

Martín Fernández-Ordóñez

Te marchaste hace muchas, muchas horas y no he recibido todavía ni un mensaje de texto, mucho menos una llamada tuya.

Al despedirte me dijiste claramente, -no me lo he inventado yo- , que me hablarías al llegar al aeropuerto. Pero no lo hiciste. Fui yo quien te llamó para desearte feliz viaje y nuevamente fuiste tu quien me dijo que te comunicarías al llegar a tu destino.

Es fin de semana y es pleno invierno. Me acerco a la gran ventana de la sala y solamente veo las violentas torrentadas de agua golpeando los cristales, cubriendo de un manto gris impresionista todo el paisaje de la ciudad.

Preparo mi comida con lentitud y cada cierto tiempo reviso mi móvil para ver si tal vez ha entrado algún mensaje en lo que yo buscaba latas en la alacena, pero no hay señales tuyas. Como a toda prisa viendo la televisión y decido llevar el móvil al comedor para no estar pendiente de él. Vuelvo a la cocina pero después de diez minutos regreso por él al comedor porque ¿a quién quiero engañar? De todas formas no logro pensar en otra cosa que no sea en tí y en tu llamada.

Transcurre la tarde y mi impaciencia va creciendo con el pasar de las horas. Afuera sigue lloviendo a cántaros y me siento como gato enjaulado dentro del frío apartamento. Me recuesto en el cómodo sofá para leer, pero después de unos minutos me doy cuenta de que no consigo concentrarme. Cierro mis ojos para ver si logro quedarme dormido pero lo único que consigo es que tu imagen se haga todavía más palpable, todavía más intenso el recuerdo de tus besos antes de la despedida.

Decido hacer una larga sesión de yoga, tal vez logre distrarme y relajarme. Pero no logro evitar revisar mi móvil cada vez que hago una pausa. El impulso es más fuerte que yo. Termino el ejercicio y aunque me cuerpo se siente más relajado, mi mente se atiborra de preguntas.

El enojo aumenta.

¿Por qué no me has llamado? ¿Tanto te cuesta tomar el maldito aparato y enviar aunque sea una breve noticia de que ya llegaste? ¿Qué cosa tan importante estarás haciendo que te impide llamarme? Porque si hubiese sido yo, lo primero que habría hecho al bajarme del avión habría sido comunicarme contigo.  Qué desconsideración, seguramente no me amas como tantas veces me lo has dicho.

Entro a la ducha y me quedo bajo el agua por un largo rato, dejándome envolver por su abrazo mojado y cálido. De pronto un pensamiento terrible se me cruza por la mente: ¿Y si me hubiese vuelto dependiente emocional? ¿Cómo es posible que desde que te fuiste no sea capaz de pensar en otra cosa? Y de pronto, sin darme cuenta cómo, me va surgiendo un llanto profundo y amargo desde lo más profundo de mi pecho. Lloro por tu ausencia, por tu silencio, por el dolor que me causa tu indiferencia, por sentirme tan estúpido, infantil y dependiente, por no ser capaz de sacarte de mi mente ni tan solo por un instante.

Salgo de aquella catársis bajo la ducha un poco más sereno, pero profundamente triste. Te debiste haber comunicado hace varias horas ya y yo no tengo manera de localizarte. Pero tampoco quiero hacerlo, también yo tengo mi orgullo. No quiero que pienses, -más bien que sepas- , que estoy casi al borde de la desesperación, que estoy más pendiente de tu llamada que de mi propia respiración.

Respiración, claro como no se me había ocurrido. Preparo inmediatamente mi recinto para meditar y permanezco sentado con la vista fija hacia al exterior lluvioso por un tiempo que no se cuanto duró. Desapego, paciencia, renuncia al control, serenidad, tranquilidad… Repito en mi mente estas palabras infinidad de veces, a la vez que intento concentrarme en el aire que entra y sale por mi nariz… Al mismo tiempo que intento no mirar hacia el móvil que permanece mudo, impasible e inútil sobre la orilla de la cama.

Por fin llega la noche y ya vi dos películas porque nunca conseguí concentrarme lo suficiente para poder leer. Tengo sueño pero al mismo tiempo siento que el corazón me palpita muy rápido como si tuviese taquicardia. Me acuesto y paso una noche terrible. Me duermo por momentos pero pronto me despierto agitado, con la imagen del móvil sonando. Lo reviso una y mil veces  y sufro cada vez que noto que no me ha entrado ni un solo mensaje. Vuelvo a llorar, de rabia e impotencia. No puedo creer que no me consiga controlar.

Amanece y me doy cuenta de lo poco que logré dormir. Al verme al espejo al levantarme me asusta observar la profundidad de mis ojeras y las arrugas al rededor de mis ojos. Me veo realmente demacrado. No puedo seguir así. Me doy cuenta de que han pasado cinco días que para mí han sido idénticos, como si hubiese sido uno solo. Un largo día que ha durado cinco  vueltas completas del reloj.

Y yo sigo sin saber de tí.

Me bombardean las preguntas, las dudas, los cuestionamientos, los temores, las posibilidades. He pensado en todo lo que me se me pueda ocurrir que podría haber sucedido, pero ninguna me ha dado paz. Estoy furioso, quiero insultarte, decirte cuánto me has hecho sufrir, reprocharte por tu falta de consideración, de respeto. Y yo que te he amado tanto.

Al sexto día, alrededor del medio día, por fin suena el teléfono. Pero estoy tan agotado, tan hecho a la idea de que no volveré a saber de ti, que, dejo que el aparato siga sonando. Finalmente me levanto de mi parsimonia y leo en la pantalla que eres tu llamando desde tu móvil. Llamas una vez, dos veces, tres veces y yo siento desde los miles de kilómetros de distancia la desesperación con la que insistes. Pero yo me he vaciado de tanto llorar. De tanto esperarte ya no te espero.

Llega la noche y pierdo la cuenta de la cantidad de veces que has llamado, hasta has llenado el buzón de mensajes que no he escuchado.

De pronto me invade un impulso certero, implacable, inflexible e inesperado. Camino lentamente hacia la mesa donde mi agotado teléfono agoniza en sus ataques epilépticos cada vez que entra una nueva llamada tuya. Lo tomo cuidadosamente como si fuese un ave herida, y abriendo las ventanas de la habitación de par en par salgo hacia el balcón con el aparato en mis manos.

Continúa la tormenta pero yo me dejo empapar por la lluvia y el viento, sintiéndome cada vez más liviano y vacío. Entonces tomo mi móvil y lo lanzo con fuerza desde el balcón. Este cae sobre la grama del parque justo del otro lado de la calle, y veo desde donde estoy la lucecita de la pantalla que se sigue encendiendo con cada nueva llamada tuya.

Regreso a mi habitación y me quito toda la ropa mojada, sintiendo todavía en la piel los golpes leves de los chorros de lluvia. Me seco con una toalla fresca y pongo un disco de ópera en mi viejo equipo de sonido. Me lavo los dientes con meticulosa calma, contemplo mi rostro sereno en el reflejo del espejo e involuntariamente me contemplo con una amplia sonrisa.

Vuelvo a la habitación perfumada de invierno tropical y decido dejar las ventanas abiertas, a pesar del viento y de la fuerza con la que llueve. Me acuesto en mi cama y me meto desnudo dentro de las suaves y cálidas sábanas. Extiendo mis brazos y piernas para disfrutar de todo el espacio que tengo para mí y poco a poco, sin dominio alguno, cierro mis ojos y me quedo profundamente dormido.

El enemigo blanco

Martín Fernández-Ordóñez

The Flame, Jackson Pollock

La noche está fría, cae una suave llovizna y el viento comienza a soplar fuertemente. Es una típica noche de otoño. Salí del asfixiante taller porque necesitaba escapar de ese encierro, las dudas me abrumaban con su insoportable bulla. Decidí tomar un largo paseo, dejar que mis ojos se entretengan con las luces y que el soplo mojado refresque la tensión de mi rostro.

Partí de Norfolk Street en el Lower East Side con destino al Brooklyn Bridge, uno de mis lugares preferidos de Manhattan. Quizás estando allí, frente a la impresionante panorámica de la ciudad de Nueva york, vuelva a mí por fin la inspiración.

Llevaba demasiados días encerrado, dando vueltas en el pequeño taller atiborrado de latas de pintura, pinceles, periódicos, libros, trozos de madera. No podía continuar con esa relación tan hiriente entre la blancura del lienzo y el silencio de mi cabeza. No había diálogo, no lograba transportar al pájaro azul -como diría Rubén Darío- que revoloteaba en la jaula de mi mente, a través de mis torpes dedos hasta la corporeidad del lienzo. Empecé a temerle a los pinceles, era como si de pronto esos instrumentos que una vez me fueron inmensamente útiles y lograron darle vida a las nubes de mi interior, ahora se convertían en armas peligrosas. Recuerdo que comencé a soñar que estaba en el taller, enfrentándome a mi lienzo en blanco cuando de pronto los pinceles se transformaban en cuchillos, saltaban desde las estanterías y se clavaban inmisericordes en mis manos. Me despertaba gritando, sintiendo una profunda angustia, tuve que encender inmediatamente la luz para comprobar que mis manos continuaban completas y sanas.

El lienzo en blanco. El insulto silencioso, el golpe invisible. Estúpido soporte, inútil espacialidad. Odio tu textura, los límites de tus bordes, tu ridícula inclinación sobre el caballete. Maldito caballete que sostienes la nada, un trozo de tela impregnado de yeso y cola, mejilla expuesta esperando recibir el primer beso, la primer caricia. Pero no recibes nada, más que una mirada absorta, incapaz ya de contemplar. Sigue leyendo