El enemigo blanco

Martín Fernández-Ordóñez

The Flame, Jackson Pollock

La noche está fría, cae una suave llovizna y el viento comienza a soplar fuertemente. Es una típica noche de otoño. Salí del asfixiante taller porque necesitaba escapar de ese encierro, las dudas me abrumaban con su insoportable bulla. Decidí tomar un largo paseo, dejar que mis ojos se entretengan con las luces y que el soplo mojado refresque la tensión de mi rostro.

Partí de Norfolk Street en el Lower East Side con destino al Brooklyn Bridge, uno de mis lugares preferidos de Manhattan. Quizás estando allí, frente a la impresionante panorámica de la ciudad de Nueva york, vuelva a mí por fin la inspiración.

Llevaba demasiados días encerrado, dando vueltas en el pequeño taller atiborrado de latas de pintura, pinceles, periódicos, libros, trozos de madera. No podía continuar con esa relación tan hiriente entre la blancura del lienzo y el silencio de mi cabeza. No había diálogo, no lograba transportar al pájaro azul -como diría Rubén Darío- que revoloteaba en la jaula de mi mente, a través de mis torpes dedos hasta la corporeidad del lienzo. Empecé a temerle a los pinceles, era como si de pronto esos instrumentos que una vez me fueron inmensamente útiles y lograron darle vida a las nubes de mi interior, ahora se convertían en armas peligrosas. Recuerdo que comencé a soñar que estaba en el taller, enfrentándome a mi lienzo en blanco cuando de pronto los pinceles se transformaban en cuchillos, saltaban desde las estanterías y se clavaban inmisericordes en mis manos. Me despertaba gritando, sintiendo una profunda angustia, tuve que encender inmediatamente la luz para comprobar que mis manos continuaban completas y sanas.

El lienzo en blanco. El insulto silencioso, el golpe invisible. Estúpido soporte, inútil espacialidad. Odio tu textura, los límites de tus bordes, tu ridícula inclinación sobre el caballete. Maldito caballete que sostienes la nada, un trozo de tela impregnado de yeso y cola, mejilla expuesta esperando recibir el primer beso, la primer caricia. Pero no recibes nada, más que una mirada absorta, incapaz ya de contemplar. Sigue leyendo