Aventuras victorianas para leer tumbado en una hamaca

Rodrigo Fernández Ordóñez

hondurasEn mi última incursión a las librerías del Centro Histórico me topé con un ejemplar a mi juicio excepcional: Un viaje por Honduras, de Mary Lester. Para quien gusta de la literatura de viajes el libro es insuperable. La historia permite echar un vistazo a ese momento fascinante e irrepetible en que la región trataba de insertarse en el concierto de las naciones modernas, bajo el lema liberal de “Orden y Progreso”.  Mary Lester le pone voz a los hechos que tuve el privilegio de discutir innumerables veces con el entrañable amigo y maestro, el hondureño Julio Rendón Cano, quien me regaló una visión crítica de la reforma liberal en nuestros países y a quien dedico esta reseña. 

La autora Mary Lester o María Soltera, como se hace llamar también en el relato de sus peripecias, era una mujer británica, que había viajado a Australia para trabajar como institutriz en Sydney y Melbourne, y luego en las islas Fiji. En éste último destino escucha que la remota república centroamericana de Honduras había abierto sus brazos a la inmigración extranjera y que estaba otorgando subsidios a aquellos ciudadanos europeos o norteamericanos que desearan establecerse en el país como colonos, asignándoles sumas en metálico y concesiones de tierra. Es el año de 1881, y el presidente hondureño Marco Aurelio Soto trata de enfilar a su país en la senda del progreso. Soto, que había trabajado al lado de Justo Rufino Barrios en Guatemala en los planes de desarrollo de la Reforma Liberal, llega a su país con las ideas de modernidad imperantes en la época: industrialización agrícola e inmigración extranjera. Lester se embarca en Sydney rumbo a San Francisco, California, en donde inicia su relato, para tomar el vapor que la lleve al puerto hondureño de Amapala, en el Golfo de Fonseca. La intención de Lester es llegar hasta San Pedro Sula para encargarse de la escuela de niños extranjeros de la ciudad. El gobierno le ha ofrecido una subvención temporal y una parcela para su explotación.

El libro tiene un tono suave e inteligente, sin pretensiones. La autora es una hábil narradora que inevitablemente a ratos desprende un poco de displicencia (normal en la época victoriana) de la persona que se sabe perteneciente a una civilización superior y que llega a un país como vanguardia de la modernidad. Sin embargo, y pese a otros libros de viajeros contemporáneos, sus juicios son benevolentes en su mayoría. Se torna más crítica con los europeos radicados en Centroamérica que con los pobladores nativos, a los que ve con cierto aire de paternalismo. Sin embargo, el gran personaje es el paisaje y las penurias del viaje (incluyendo bandidos y merodeadores), con todas sus particularidades, que le inspiran párrafos memorables para reconstruir una época apasionante:

“La navegación es particularmente peligrosa a lo largo de esa costa [la Centroamericana], y en algunos lugares el agua es muy poco profunda y abundan los bancos de arena. Los vapores siempre atracan a la noche. El viaje hacia el sur va a ser muy tedioso, y encontrará que el calor es terrible (…) No se asuste por los rayos. Alarman mucho a los desconocidos, pero pronto se acostumbrará a ellos. Esta es la estación de los rayos.”

Mary Lester pertenece a esa reducida raza de mujeres viajeras de la época victoriana a la que Cristina Morató le ha dedicado varios libros, mujeres que se buscan la vida en sitios peligrosos y remotos, dominados en su mayoría por hombres. Dos mujeres coinciden casi exactamente con su viaje y las cuales también nos heredaron sus fabulosos libros de impresiones: Caroline Salvin (A Pocket Eden) y Helen Sanborn (Un invierno en Guatemala y México), intrépidas viajeras que buscaron destinos en Guatemala durante los proyectos de la Reforma Liberal. Pero Lester se distingue porque viaja sola. Las anteriores viajaron en compañía de sus esposos. Lester, en cambio, es una mujer soltera, que trabaja de institutriz, esa peculiar institución educativa británica a la que nos hemos acostumbrado las generaciones que hemos visto Mary Poppins o Nanny McFee, o cualquiera que haya leído a Jane Austen u otro libro de la misma época. Para su defensa lleva un pequeño revólver, que le regala un compatriota a bordo del vapor que recala en la bahía de Acapulco.

Durante su viaje esta singular viajera se topa con otros personajes no menos interesantes: extranjeros perdidos en las costas o montañas de Centroamérica, que han respondido al llamado del progreso y la modernización. Estadounidenses capataces de minas en las montañas guatemaltecas y hondureñas, ingenieros que trazan las rutas por las que han de correr los ferrocarriles, capitanes de vapores británicos que hacen la ruta de San Francisco hasta el infierno de paludismo que es el Panamá de las obras de Lesseps, chinos camareros de vapores que recorren las costas desoladas, beliceños y otros caribeños que trabajan en la estiba de barcos de puertos tan dispares como Acapulco o La Unión, los sempiternos cónsules británicos estacionados en las más remotas e insalubres posiciones, avanzadilla del Imperio Británico que no duerme ni de día ni de noche, un doctor italiano que la recibe en Goascorán, un español que la ayuda a organizar el viaje en Amapala, etcétera, son reflejo maravilloso de una época de un romanticismo que se nos antoja color sepia.

Es la época en que los países centroamericanos buscan dejar atrás el legado colonial y saltar al escenario mundial. Todos sueñan con progreso, llámese el presidente Justo Rufino Barrios o Marco Aurelio Soto, y es que, del relato de Lester se nos va formando una imagen de países pobres, atrasados, carentes de infraestructura, en los que nacionales y extranjeros luchan en contra de la naturaleza y la carencia de recursos para construir Naciones modernas.

“Como la mayoría de los lugares de esta costa, La Unión parecía ser un conjunto de techos de tejas rojas construidos en grupos, y espacios llenos de matas enanas, verdes, y de cuando en cuando una alta palmera y una playa baja y arenosa, que parecía como si estuviera lista a saltar al mar a la menor provocación. Sin embargo, este es un lugar de cierta magnitud, construido con más regularidad en el interior. Aquí se comercia bastante; La Unión tiene la reputación de ser un pueblo en vías de desarrollo y progresista.

Los barcos que van y vienen de un puerto al barco son siempre, creo, objeto de interés para los navegantes aún cuando la escena no les concierna más que en forma pasajera…”

Lester nos deleita con detalles que parecen sacadas de películas de Humphrey Bogart, como cuando cuenta:

“Cuando finalmente desembarcamos, estaba muy oscuro. El negro bajó el equipo del bote, vadeando con la carga hasta la playa porque no pudo llegar hasta el desembarcadero mismo. Una vez hecho esto, me levantó como si yo fuese un gato, sin decirme una palabra o hacer un gesto, y de sus fuertes brazos fui depositada sobre Amapala.”

Como la autora es una mujer observadora e inteligente, no se le escapan los detalles más sórdidos del colonialismo británico. Con detalle nos cuenta los trucos y los engaños a los que recurren los ingleses radicados en estos remotos territorios para hacerse ricos y largarse cuanto antes, resaltando el vergonzoso capítulo del ferrocarril interoceánico hondureño, en cuya estafa participaron tanto nacionales como extranjeros, sumiendo a Honduras en la pobreza y en el endeudamiento más absurdo por un tramo útil únicamente entre San Pedro Sula y La Ceiba. Es también, una mujer sensible cuando apunta, conmovida por la pureza de las aguas de los ríos del país:

“Mi deseo ferviente es que Honduras siempre se merezca su nombre. Hondo, se interpreta como laguna o arroyo, y los arroyos de esta hermosa región son tan puros y saludables, que cuando la mano de hierro del progreso penetre, ojalá su misión sea otra que la de corromper, por codicia comercial, la vida de un país.”

El libro se me antoja como un compañero ideal para un sábado por la tarde, cuando luego del almuerzo uno puede tirarse a descansar un rato, en un sillón o en una hamaca. Es definitivamente un libro de hamaca, para leerse a la sombra de un buen corredor antigüeño. También sería buena compañía para leerlo en un lugar fresco, con grama y bajo un árbol mecido por el viento. Un libro para leerse despacio, para estudiar las hermosas fotografías y grabados que acompañan al texto, gozándose la lectura del relato de esta mujer valiente e inteligente, que como si nos estuviera hablando al oído, nos lleva de la mano por empinados caminos de mulas o nos mete hasta la cintura en helados arroyos bajo la sombra de árboles centenarios mientras que en el polvo reverbera el sol centroamericano del medio día. Una lectura sin prisas, para estas vacaciones de fin de año.

Dejo, como último testimonio de su deliciosa lectura, un párrafo más de muestra:

“Los hombres se alejaron un momento para fumar, y yo aproveché la oportunidad para hundir los pies en el hermoso arroyuelo. Me ardían debido a mis botas negras, una parte poco inteligente de la indumentaria y que no debería adoptarse en los países tropicales. Yo tenía una cajita de lata que contenía un pan de jabón; afortunadamente la llevaba en el bolsillo, y escapó así a la devastación causada por la mula del equipaje; agradecida por el bienestar que éste me proporcionó, disfruté el baño de pies en la deliciosa y cristalina agua alfombrada de guijarros…”

El libro: Lester, Mary. Un viaje por Honduras. Editorial Universitaria Centroamericana –EDUCA-. San José, Costa Rica: 1971.

¡Magnífico!

Rodrigo Fernández Ordóñez

At-the-Fights1Es una publicación especial de la prestigiosa institución editorial, The Library of America.  El libro, como mero objeto, es de por sí, precioso. Un volumen denso, de buen tamaño, pasta semidura, papel blanco que denota mucha calidad y un tipo de letra cómodo y elegante. La sobria portada, negra con letras blancas, recuerda a cualquier obra de Edward Hopper: un cuadrilátero color acqua, completamente vacío brilla bajo los reflectores, y a su alrededor las sillas dispuestas apenas se adivinan entre la sombra. Todo parece preparado para una pelea que va comenzar en instantes. Me recordó inmediatamente al deslucido gimnasio de la zona cinco en el que hace ya un buen par de lustros, hice mis intentos de boxear; espacio de paredes desconchadas, bancas despintadas y un poster inmenso promocionando la pelea del siglo: Alí versus Foreman, a llevarse a cabo en el mismo corazón de África, en Zaire, en 1974.

At The Fights. American Writers on Boxing, es una antología espectacular para los amantes del boxeo y de la literatura. En una colección de escritos deportivos que van desde la nota periodística hasta el verdadero ensayo literario, comparten espacio plumas tan especiales como la del mítico Jack London, el genial periodista A. J. Liebling, el genial Norman Mailer y la desconcertante Joyce Carol Oates (que por su parte tiene un maravilloso volumen titulado On Boxing, de gran calidad). Por sus páginas desfilan moles legendarias, desde los lejanos Jack Dempsey o Primo Carnera, hasta los actuales, Mike Tyson y Oscar de la Hoya, pasando por el más grande de todos, Cassius Clay, alias Mohammed Alí, y sus peldaños derrotados, Sonny Liston, Floyd Patterson y George Foreman.

Para el escéptico que corre el riesgo de perderse de esta verdadera joya de las letras, quiero apuntalar el párrafo anterior con un poco de más información de algunos de los autores de la antología:

De A. J. Liebling cabe decir que además de un periodista deportivo de altos vuelos, como lo atestiguan sus dos reportajes incluidos en este libro, privilegio que dicho sea de paso sólo se dio a unos pocos de los autores antologados. Fue corresponsal de guerra durante la segunda guerra mundial (sus artículos también han sido recogidos en un volumen especial titulado A. L. Liebling Writings, también de la Library of America y en Reporting World War II, de la misma prestigiosa institución), y como cronista de la vida europea de posguerra, incursionando incluso en el periodismo culinario. Para coronar su carrera periodística, su libro especializado en el boxeo, titulado The Sweet Science, fue declarado por los lectores de la revista Sports Ilustrated, como el mejor libro de deportes de todos los tiempos. Galardón nada despreciable.

Norman Mailer por su parte, es un escritor controversial en los Estados Unidos. Escribió una interesante novela The Naked and the Dead, publicada en 1948 sobre sus experiencias en la guerra del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, y llevó varios juicios en su país para poder imprimir la palabra Fuck, en su novela (palabra que aparece bastantes veces), y que originalmente la censura había impreso como: F***, distorsionando según él, la esencia del texto. Años después, en 1968, publicaría la novela traducida como Los ejércitos de la noche, denunciando la política represiva del presidente Nixon en contra de los movimientos antibélicos surgidos en rechazo de la guerra de Vietnam, y un libro monumental, titulado The Fight, publicado en 1975, en el que narra el legendario encuentro Alí vrs. Foreman, desde el momento de su anuncio hasta los extenuantes ocho rounds y el desplome final de Foreman luego de un demoledor uppercut de izquierda y un corto recto de derecha. En su reportaje de largo ambiente, viaja a Kinshasa tanto para ser testigo del combate, como para delinear, con su acostumbrado tono crítico, la dictadura del terrible Mobutu Sese Seko que gobernaba con mano de hierro la nación africana. Sigue leyendo

El General Plutarco Bowen en Guatemala

Rodrigo Fernández Ordóñez

“Aquellos que tienen el poder pueden maldecirte para toda la vida con tan solo un escupitajo en la cabeza.” – Plutarco Bowen

 

Este breve ensayo fue preparado originalmente con la intención de remitirle toda la información bibliográfica encontrada en Guatemala sobre el General Plutarco Bowen a su pariente Daniel Bowen García, residente en Guayaquil; pero luego se fue convirtiendo en un diálogo e intercambio de información sobre tan singular personaje. De una simple referencia a su nombre, hecha de paso por el siniestro Adrián Vidaurre en sus memorias, fue surgiendo la interesante figura de un militar joven, inquieto, que prestó su espada en luchas por toda Centroamérica y para llevar al éxito la revolución liberal en su patria, Ecuador.  Agradezco a Daniel Bowen la información que me ha proporcionado y por darme una excusa para  revisitar libros y archivos en busca de pistas sobre la vida de su familiar.

I. Antecedentes.

La llamada Revolución Liberal que entró triunfante en ciudad de Guatemala el 30 de junio de 1871, puso fin a cuatro décadas de dominio conservador en la vida política del país. Esta

General Plutarco Bowen

revolución puso en el poder a García Granados, quien gobernó de 1871 hasta 1873, año en que renunció argumentando su avanzada edad, siendo sustituido por el general Barrios quien gobernaría hasta su muerte en la batalla de Chalchuapa, en la vecina república de El Salvador en abril de 1885 en un intento de forzar la unión centroamericana.

A la muerte del “Patrón”, como se le llamaba a Barrios, le sustituyó al frente del gobierno, Alejandro M. Sinibaldi, primer designado a la presidencia, puesto que no existía la figura de la vice presidencia. Sinibaldi gobernó tres días, entregándole el poder al segundo designado, general Manuel Lisandro Barillas, quien había luchado en las filas de la revolución y ejercido desde entonces varios puestos políticos y quien se impuso en el poder durante el sepelio del general Barrios, amenazando con tomar la ciudad con unas tropas que supuestamente estaban acampadas en las afueras de la capital. Sobra decir que las fuerzas no existían y que su argucia, arriesgada, le generó frutos.

El general Barillas reformó la Constitución Política vigente desde 1879, modificando el período presidencial, ampliándolo a seis años. Se postuló para candidato en las elecciones de 1886 y sin mucha sorpresa resultó electo para el cargo de presidente de la república. Culminó su período el 15 de marzo de 1892 luego de una gestión desastrosa según los críticos, en materia económica.

Le sustituyó el general José María Reina Barrios, sobrino del general Justo Rufino Barrios un hombre progresista que sin embargo, al acercarse el final de su gestión se resolvió a disolver la Asamblea Legislativa el 1 de junio de 1897 y convocó a una Asamblea Constituyente. El período para el que había sido electo originalmente, iniciaba el 15 de marzo de 1892 y debía finalizar el 15 de marzo de 1898. Con este golpe de Estado logró prorrogar su mandato, pues la Constitución prohibía la reelección. La Asamblea Constituyente, reunida en el mes de agosto de 1887 decretó: “El período constitucional del Señor General don José María Reina Barrios terminará el 15 de marzo de 1902.”[1] Sigue leyendo

Regresar sin un rasguño, perdiendo el alma

Rodrigo Fernández Ordóñez

“…pero el descubrimiento de La Vorágine, entre otras, nos abrió el panorama, fue de donde surgió Anaité, después de una serie de visitas y de cacerías en el Petén, en las vacaciones íbamos un mes, existía una población nómada, que era la que cortaba el chicle y la madera, ya casi no había monterías en Guatemala, habían desaparecido en los años treintas, pero hay historias muy famosas de gente que trabajó en esas monterías…”

Mario Monteforte Toledo.

Pájaros feos que cantan.

No hay duda que todo libro tiene su momento.  Anaité, la primera novela de Monteforte Toledo, (ese gigantesco hombre de la Ilustración perdido en el trópico), llevaba años esperando ser leída en un rincón de mi biblioteca, el mismo en donde esperan su turno otras novelas guatemaltecas mezcladas con otras que ya han sido oportunamente espulgadas.  Fue cuestión de tomarla y no dejarla hasta agotar la última página.  Aunque eso no dice mucho en realidad, dado que soy lector obsesivo.  Por eso, para aclarar la mente me senté a escribir esta reseña. Para justificar mi entusiasmo y rumiar esa sensación de cálida satisfacción que me asalta cada vez que termino de leer un buen libro, y así poder recomendarlo con la conciencia tranquila.

Anaité se desarrolla en una geografía nada extraña para mí. La selva petenera y sus innumerables ríos los había recorrido yo en las páginas de Guayacán y Carazamba de Virgilio Rodríguez Macal, en donde nombres como Río La Pasión, Usumacinta, Sayaxché, o Río Santa Amelia me trasladaban fuera del cuarto en donde tumbado en la cama devoraba las aventuras de los protagonistas. Estos libros me entusiasmaron de tal forma que al momento de haber reunido una pequeña suma de dinero me lancé un viaje de 12 horas (eso se tomaba el bus antes de terminarse la carretera Guatemala-Flores) para conocer estos remotos lugares. Esa primera vez tan sólo fue San Benito, Flores y Santa Elena. Flores era entonces una isla polvorienta de tejados rojos y muchas cantinas, antes de su recuperación y de convertirse en atractivo turístico. Luego vendrían otros viajes menos rudimentarios hasta que logré visitar el Parque Nacional Sierra Lacandona, a 6 horas de viaje en ruta de terracería saliendo de la Isla de Flores. En total fueron 18 horas de viaje desde ciudad de Guatemala por vías con poco o nada de pavimento. Ese tercer viaje lo hice con mi amigo de aventuras Rodrigo Arias, con el objeto de tomar fotografías de una serie de incendios que había estado arrasando la selva del municipio de La Libertad, allá por 1999. Guardarecursos del CONAP nos llevaron en un pickup hasta una remota aldea llamada Villa Hermosa en el corazón del parque. Allí nos instalamos en una carpa clavada en la ladera de una colina y de allí salimos durante tres días acompañando a los personeros del CONAP a supervisar la selva y a dirigir a los helicópteros que derramaban sus cargas para sofocar los fuegos. Eran horas de subir y bajar colinas de verde brillante, con un calor sofocante. Horas de caminar por estrechas veredas rodeadas de espesa vegetación. Horas de andar sin hablar, cargando cada uno una mochila de lona con quien sabe cuántos litros de agua para los hombres de la columna y una mochila pequeña con comida. El tercer día, el último que podíamos quedarnos, los guardarecursos nos hicieron caminar largas horas casi sin parar, gastándonos bromas y burlándose de nuestra desfalleciente mirada sólo para anunciarnos victoriosamente desde una empinada colina que al fin habíamos llegado al Usumacinta. Un ruido descomunal y una línea plateada que corría a nuestros pies. “Allá, al otro lado está México”, nos dijo uno de ellos; “Estamos en el vértice cero del mapa”, nos dijo otro. Nos derrumbamos bajo una sombra a ver el río y a escuchar su torrente durante unos minutos. Cuarenta, quizás. Luego, a caminar de regreso al campamento. Tal vez por esa experiencia me devoré las 153 páginas de mi edición en dos sentadas a leer. Sigue leyendo

Una país para el Canal

Rodrigo Fernández Ordóñez

Díaz Espino, Ovidio. El País creado por Wall Street. La historia prohibida de Panamá y su Canal. Ovidio Díaz Espino. Ediciones Destino, Barcelona, España: 2004.

“La historia del canal de Panamá es una larga y prolongada serie de escándalos. Escándalos en el pasado remoto, en el pasado reciente, hay algunos ahora y tememos que habrá otros en el futuro.” New York Times, editorial del 22 de marzo de 1906

El libro del panameño Díaz Espino tiene dos grandes virtudes: la primera, que aporta datos fascinantes y desconocidos de la independencia del país centroamericano y la segunda, que mantiene el interés de la lectura de la primera hasta la última página como si se tratara de un libro de suspenso político como el legendario libro de Carl Bernstein y Bob Woodward (Todos los hombres del presidente) en el que destaparon con todo detalle el escándalo de Watergate.

El secreto está en la forma en que desarrolla la historia. Lanza en las primeras páginas los resultados finales de su investigación y la teoría central, y luego, a lo largo de los siguientes doce capítulos va desmadejando a pocos la historia secreta de su país y de la construcción de la asombrosa obra de ingeniería que ostenta Panamá. En el párrafo segundo del Prefacio, lanza la primera andanada de información que promete deleites de intriga política: “¿Usted sabe que J. P. Morgan fue el tesorero de Panamá durante su primer decenio de existencia? ¿Sabe que su país fue concebido en la habitación 1.162 del hotel Waldorf Astoria?” (teoría central del libro). Y tan sólo en la página 25 nos resume de que va el libro entero: “El World escribió cómo una camarilla secreta de Wall Street, encabezada por Cromwell, había conspirado para comprar las acciones de la extinta compañía francesa que había intentado, sin éxito, construir el canal de Panamá; la camarilla convenció luego a Theodore Roosevelt de que comprara sus concesiones por 40 millones de dólares, obteniendo con ello una ganancia enorme. Cuando Colombia se negó a ratificar el tratado con Estados Unidos, la camarilla ideó y fomentó una revolución en lo que entonces era la provincia de Panamá, con la ayuda de militares estadounidenses…” (resultado de su investigación).

En las 250 páginas siguientes nos va desgranando la historia con lujo de detalles. Inicia con el triste y rotundo fracaso de los franceses de Lesseps en construir el Canal, planificado equivocadamente a nivel, y de los escándalos de la Compañía Universal del Canal y de la Nueva Compañía del Canal, creada por órdenes del propio gobierno francés para que los socios respondieran económicamente ante los inversionistas del sonado fraude. Luego sigue con la acalorada discusión que primaba en el mundo político de Washington sobre la mejor locación para la construcción de un canal interoceánico: Nicaragua o Panamá, y de las increíblemente violentas divisiones que este tema causó entre los políticos más influyentes del momento, como J. P. Morgan y Vanderbilt que apostaban por Nicaragua o el senador Hanna y Cromwell, que apostaban por Panamá, y de cómo la discusión se zanja con una estampilla postal a favor de Panamá:

“…El sello mostraba un volcán que arrojaba una nube de humo; casualmente se trataba del Momotombo. En primer plano aparecía justamente el muelle que según los informes publicados un mes antes había sido destruido por el movimiento telúrico. Pegó sus preciosos sellos en hojas de papel. En la parte superior de cada hoja decía: ‘Sellos postales de la República de Nicaragua, un testigo oficial de la actividad volcánica de Nicaragua’. Los sellos llegaron a los escritorios de los senadores el 16 de junio, apenas tres días antes de la votación…”

Sin sorpresa ante tal argucia, el resultado de la votación en el senado norteamericano se decanta a favor de Panamá.

Continúa el libro narrando las peripecias del representante Colombiano en la capital de Estados Unidos, tratando de arrancarle a la implacable Casa Blanca el mejor trato para su país a cambio de la construcción del Canal en la provincia de Panamá y que culmina con el Tratado Herrán-Hay y el desprecio del presidente Roosevelt, para quien los diplomáticos de Sudamérica eran “embajadores sudacas de países insignificantes carentes de poder”, y que las negociaciones para lograr un tratado aceptable habían sido “como sostener una ardilla en el regazo”, porque Colombia y sus guerras civiles no permitían trazar una línea estable de diplomacia.

Luego, tras el fracaso de consumar el Tratado Hay-Herrán, se sumerge en la historia secreta y fascinante del mundo de la conspiración, en el que Estados Unidos busca aliados panameños para dar un golpe a Colombia, independizando la provincia. Hay reuniones a mitad de la noche en plazas públicas, conversaciones secretas en vagones de tren o en camarotes de barcos, cenas a altas horas de la noche en mansiones con los salones a oscuras, incluso persecuciones y dinero corriendo a manos llenas para comprar voluntades.

Entre el histórico reparto, destaca el Doctor Amador, padre de la patria canalera, quien encabeza al grupo de nacionalistas que ve en la nueva política norteamericana la salida para consumar el largo sueño independentista panameño. También a medida que avanza el relato, crece en importancia la figura de un personaje complejo, extraño e intrigante: Phillip Bunau-Varilla, francés de nacimiento, que se involucra en la historia panameña dando codazos y que termina traicionando a un país entero que le confió la negociación del canal con el país del norte. Hay también abogados poderosos como Cromwell, que mueve los hilos desde un lejano piso en lo alto de un rascacielos en Nueva York, o mercenarios (como el americano H. L. Jeffries) que se ponen al servicio del mejor postor, como si de condotieros renacentistas se tratara. Sigue leyendo