Regresar sin un rasguño, perdiendo el alma

Rodrigo Fernández Ordóñez

“…pero el descubrimiento de La Vorágine, entre otras, nos abrió el panorama, fue de donde surgió Anaité, después de una serie de visitas y de cacerías en el Petén, en las vacaciones íbamos un mes, existía una población nómada, que era la que cortaba el chicle y la madera, ya casi no había monterías en Guatemala, habían desaparecido en los años treintas, pero hay historias muy famosas de gente que trabajó en esas monterías…”

Mario Monteforte Toledo.

Pájaros feos que cantan.

No hay duda que todo libro tiene su momento.  Anaité, la primera novela de Monteforte Toledo, (ese gigantesco hombre de la Ilustración perdido en el trópico), llevaba años esperando ser leída en un rincón de mi biblioteca, el mismo en donde esperan su turno otras novelas guatemaltecas mezcladas con otras que ya han sido oportunamente espulgadas.  Fue cuestión de tomarla y no dejarla hasta agotar la última página.  Aunque eso no dice mucho en realidad, dado que soy lector obsesivo.  Por eso, para aclarar la mente me senté a escribir esta reseña. Para justificar mi entusiasmo y rumiar esa sensación de cálida satisfacción que me asalta cada vez que termino de leer un buen libro, y así poder recomendarlo con la conciencia tranquila.

Anaité se desarrolla en una geografía nada extraña para mí. La selva petenera y sus innumerables ríos los había recorrido yo en las páginas de Guayacán y Carazamba de Virgilio Rodríguez Macal, en donde nombres como Río La Pasión, Usumacinta, Sayaxché, o Río Santa Amelia me trasladaban fuera del cuarto en donde tumbado en la cama devoraba las aventuras de los protagonistas. Estos libros me entusiasmaron de tal forma que al momento de haber reunido una pequeña suma de dinero me lancé un viaje de 12 horas (eso se tomaba el bus antes de terminarse la carretera Guatemala-Flores) para conocer estos remotos lugares. Esa primera vez tan sólo fue San Benito, Flores y Santa Elena. Flores era entonces una isla polvorienta de tejados rojos y muchas cantinas, antes de su recuperación y de convertirse en atractivo turístico. Luego vendrían otros viajes menos rudimentarios hasta que logré visitar el Parque Nacional Sierra Lacandona, a 6 horas de viaje en ruta de terracería saliendo de la Isla de Flores. En total fueron 18 horas de viaje desde ciudad de Guatemala por vías con poco o nada de pavimento. Ese tercer viaje lo hice con mi amigo de aventuras Rodrigo Arias, con el objeto de tomar fotografías de una serie de incendios que había estado arrasando la selva del municipio de La Libertad, allá por 1999. Guardarecursos del CONAP nos llevaron en un pickup hasta una remota aldea llamada Villa Hermosa en el corazón del parque. Allí nos instalamos en una carpa clavada en la ladera de una colina y de allí salimos durante tres días acompañando a los personeros del CONAP a supervisar la selva y a dirigir a los helicópteros que derramaban sus cargas para sofocar los fuegos. Eran horas de subir y bajar colinas de verde brillante, con un calor sofocante. Horas de caminar por estrechas veredas rodeadas de espesa vegetación. Horas de andar sin hablar, cargando cada uno una mochila de lona con quien sabe cuántos litros de agua para los hombres de la columna y una mochila pequeña con comida. El tercer día, el último que podíamos quedarnos, los guardarecursos nos hicieron caminar largas horas casi sin parar, gastándonos bromas y burlándose de nuestra desfalleciente mirada sólo para anunciarnos victoriosamente desde una empinada colina que al fin habíamos llegado al Usumacinta. Un ruido descomunal y una línea plateada que corría a nuestros pies. “Allá, al otro lado está México”, nos dijo uno de ellos; “Estamos en el vértice cero del mapa”, nos dijo otro. Nos derrumbamos bajo una sombra a ver el río y a escuchar su torrente durante unos minutos. Cuarenta, quizás. Luego, a caminar de regreso al campamento. Tal vez por esa experiencia me devoré las 153 páginas de mi edición en dos sentadas a leer. Sigue leyendo

Mi lectura del Quijote, segunda parte 11

Jorge Luis Contreras Molina

Quijote, vas por la noche

cuajada de voces,

menguado

hasta el alma

por la voz tosca

que quedó

del esperado canto

alucinador de Dulcinea.

Otra vez ganan los malos,

otra vez a tus ojos sorprendidos

acuden solo sombras,

solo ordinarias imágenes

de lo que tú sabes

es un pensamiento diáfano

hecho de cristales y éter

que puedes asir

si cierras los ojos.

Quijote, confrontas presto

a la muerte, al diablo, al cielo.

Quijote, amas la vida,

amas el teatro,

has amado siempre

tu fama de hombre libre,

de inquisidor profano.

Defiendes con armas y flores

a tu creador,

a tu manco fecundo

que a su imagen te hizo.

Demonios parlantes,

Muerte que es solo disfraz,

ángel que nada cuida,

emperador que es solo apariencia,

Cupido sin máscaras,

actores de autos,

todo un desfile de destinos,

todo un enjambre de reflejos,

un equívoco no más.

Cada cual a lo suyo,

todos a la senda

del devenir que es

un ir y marcharse

del gozo a la angustia

que nos juntan,

aunque las ideas

nos lleven a puertos hostiles.

Mi lectura del Quijote, segunda parte 9 y 10

Jorge Luis Contreras

La Sierra Morena está lejos dormida en el sueño del Quijote que ha hecho de sus experiencias motivos para soliloquios y recuerdos.  La Sierra Morena es el juez del pasado que amenaza al mentiroso escudero tartamudo presuroso y escapista indigno.

Ya que no hubo primer encuentro del escudero con la señora Dulcinea, ahora que el hidalgo pretende renovación de votos se nos revelan locuras nuevas que están más allá de las pretéritas.

Ya sale el hidalgo del pueblo.  Con engaños Sancho lo lleva al bosque para que espere su ansiada cita con la señora de sus pensamientos.

Sancho lleva mandato del psicólogo y brujo.  Debe observar los gestos de la dama y reportar.

A pocos metros el rusio se detiene.  Sancho se cuestiona en monólogo ingenioso y profundamente analítico.  Resuelve: a) que don Quijote está loco, b)que Sancho, también, un poco, c) que las visiones extrañas han sido muchas y pueden fabricarse a conveniencia…

Desfilan tres aldeanas, marchan cien mentiras sanchescas y se turba el corazón hidalgo.  El teatro está montado. Pero don Quijote nada ve.  Solo realidades.  Solo la verdad.  Es desdichado porque los encantadores –dice- gobiernan su vida y lo privan del grato encuentro añorado largamente.

En lugar de bendiciones dulces recibe pestilencia hombruna.

Si mis manos pudieran deshojar, poema de Federico García Lorca

Yo pronuncio tu nombre
en las noches oscuras,
cuando vienen los astros
a beber en la luna
y duermen los ramajes
de las frondas ocultas.
Y yo me siento hueco
de pasión y de música.
Loco reloj que canta
muertas horas antiguas.

Yo pronuncio tu nombre,
en esta noche oscura,
y tu nombre me suena
más lejano que nunca.
Más lejano que todas las estrellas
y más doliente que la mansa lluvia.

¿Te querré como entonces
alguna vez? ¿Qué culpa
tiene mi corazón?
Si la niebla se esfuma,
¿qué otra pasión me espera?
¿Será tranquila y pura?
¡¡Si mis dedos pudieran
deshojar a la luna!!

El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince

Jorge Luis Contreras Molina

La enternecedora apología que nos entrega Héctor Abad Faciolince deja una noticia en el alma. La de un padre digno que ha impregnado de alegría su mundo y especialmente a su hijo que brinda el panegírico tierno que habla mil veces del médico muerto en una Colombia incendiada por la violencia insensata.

Tal como hiciera García Márquez en su Crónica, Héctor Abad nos cuenta, de entrada, el final.  Así le queda limpio el terreno para escribir un encomio cargado de nostalgia desbordada, casi atropellada.

El olvido que seremos es una novela sencilla, sin saltos temporales ni experimentos narrativos; es la oda a un hombre signado por la tragedia que le arrancó al destino destellos de bondad y coraje.

Las dos muertes que se cuentan en el relato han puesto en evidencia a un contador cuya existencia aparece cortada, ajena, pueril, cobarde, distante, informe, incompleta… triste.

Aunque no tiene ironías ingeniosas, ni ambigüedades, ni subterfugios, es gran literatura porque conmueve e intranquiliza mientras se nos refleja de una intertextualidad tajante y directa pues de colofón giran Borges y Manrique para que podamos conmovernos con sus elegías lejanas que Héctor Abad nos pone enfrente, en el pecho, del lado del corazón.

El regreso a los orígenes

Rodrigo Fernández-Ordóñez

Tras doblar la última hoja me ha quedado un sentimiento serio de culpabilidad.  La culpabilidad de no haber retrasado el final, de releer las páginas para agotarlas y no terminarlo nunca.

El mismo sentimiento que me asaltó cuando lo terminé de leer, no en papel, sino en la versión electrónica de Kindle. El libro de Philip Hoare, Leviatán o la ballena, es un libro que se lee con la misma obsesión con la que fue escrito. Sus páginas se pasean en nuestra mente como si lo estuviéramos soñando. Su contenido se consolida en el cerebro y en nuestro ánimo, sólo cuando dejamos de leer y sus frases nos quedan rondando en la cabeza. Aún mejor, el libro completo se nos queda en el ánimo después de terminado de leer. No sorprende que haya ganado el prestigioso premio literario Samuel Johnson para relatos de no ficción del año 2009, por el que su autor recibió la nada despreciable suma de £20,000.

En esta época en la que las editoriales han reducido sus criterios de calidad al mínimo, y nos vemos asaltados por libros entretenidos, pero de dudoso valor literario (Cincuenta sombras de Gray, el último libro de Dan Brown, Infierno, o los infumables de Paulo Cohelo), es un verdadero placer sumergirse en un libro profundo, sin pretensiones, que discurre, como decía Henry Miller cuando algo le gustaba particularmente, “como una canción”. Para empezar, el libro de Hoare es inclasificable. Es un libro mezcla de relato de viajes, diario íntimo, crítica literaria, crítica de cine, historia natural y exploración científica. Es también un viaje a los miedos de su niñez. Quizás sea más fácil decir que es un largo ensayo sobre las ballenas. Explora a estos maravillosos animales desde todas las perspectivas posibles, y por eso en su libro aparecen tanto Herman Melville, Thoreau, Nathaniel Hawthorne y Ralph Waldo Emerson, como Abraham Lincoln, Frederick Douglas, Joseph Conrad o Gregory Peck. Hasta el legendario Orson Welles tiene una pequeña aparición. Por eso es un libro obsesivo que arranca con la industria de la caza de ballenas en el siglo XIX y nos lleva de viaje a Nantucket, a New Bedford, Cape Cod y Martha’s Vineyard en los Estados Unidos, a Southhampton, Liverpool y Londres en Inglaterra y las Azores. Lee y nos lee libros de historia natural de las ballenas, nos actualiza sus descubrimientos. Los critica. Recrea la época en la que luchar contra el inmenso animal era lo más parecido a la gloria y luego nos confronta con los militantes de Greenpeace y la nueva tendencia de la conservación.

Comparto unos fragmentos tomados al azar, como ejemplo de su calidad literaria y de la diversidad de perspectivas con las que aborda un solo tema, a lo largo de 500 páginas:

Sobre Hawthorne:

“Nathaniel había estudiado en el verde campus de la Universidad de Bowdoin, Maine, antes de cambiarlo por una lúgubre casa en Salem, donde pasó doce años encerrado en el desván, saliendo sólo de noche para pasear por las calles desiertas. ‘He hecho de mí mismo un recluso y me he encerrado en una mazmorra’, confesó; ‘y ahora no encuentro la llave y no puedo salir’”.

De la caza de la ballena:

“Entonces el arponero recogía el arpón del fondo del bote y se ponía en pie, manteniéndose en precario equilibrio sobre la proa, siendo la embarcación y sus armas meras extensiones de su poder. Erguido, con los músculos en tensión y la ballena acercándose, se apuntalaba contra el bote con el muslo derecho fijado en un semicírculo recortado en la borda. Era lo que se llamaba la cornamusa del torpe, en el que el cazador se encajaba.”
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Tu maldita llamada

Martín Fernández-Ordóñez

Te marchaste hace muchas, muchas horas y no he recibido todavía ni un mensaje de texto, mucho menos una llamada tuya.

Al despedirte me dijiste claramente, -no me lo he inventado yo- , que me hablarías al llegar al aeropuerto. Pero no lo hiciste. Fui yo quien te llamó para desearte feliz viaje y nuevamente fuiste tu quien me dijo que te comunicarías al llegar a tu destino.

Es fin de semana y es pleno invierno. Me acerco a la gran ventana de la sala y solamente veo las violentas torrentadas de agua golpeando los cristales, cubriendo de un manto gris impresionista todo el paisaje de la ciudad.

Preparo mi comida con lentitud y cada cierto tiempo reviso mi móvil para ver si tal vez ha entrado algún mensaje en lo que yo buscaba latas en la alacena, pero no hay señales tuyas. Como a toda prisa viendo la televisión y decido llevar el móvil al comedor para no estar pendiente de él. Vuelvo a la cocina pero después de diez minutos regreso por él al comedor porque ¿a quién quiero engañar? De todas formas no logro pensar en otra cosa que no sea en tí y en tu llamada.

Transcurre la tarde y mi impaciencia va creciendo con el pasar de las horas. Afuera sigue lloviendo a cántaros y me siento como gato enjaulado dentro del frío apartamento. Me recuesto en el cómodo sofá para leer, pero después de unos minutos me doy cuenta de que no consigo concentrarme. Cierro mis ojos para ver si logro quedarme dormido pero lo único que consigo es que tu imagen se haga todavía más palpable, todavía más intenso el recuerdo de tus besos antes de la despedida.

Decido hacer una larga sesión de yoga, tal vez logre distrarme y relajarme. Pero no logro evitar revisar mi móvil cada vez que hago una pausa. El impulso es más fuerte que yo. Termino el ejercicio y aunque me cuerpo se siente más relajado, mi mente se atiborra de preguntas.

El enojo aumenta.

¿Por qué no me has llamado? ¿Tanto te cuesta tomar el maldito aparato y enviar aunque sea una breve noticia de que ya llegaste? ¿Qué cosa tan importante estarás haciendo que te impide llamarme? Porque si hubiese sido yo, lo primero que habría hecho al bajarme del avión habría sido comunicarme contigo.  Qué desconsideración, seguramente no me amas como tantas veces me lo has dicho.

Entro a la ducha y me quedo bajo el agua por un largo rato, dejándome envolver por su abrazo mojado y cálido. De pronto un pensamiento terrible se me cruza por la mente: ¿Y si me hubiese vuelto dependiente emocional? ¿Cómo es posible que desde que te fuiste no sea capaz de pensar en otra cosa? Y de pronto, sin darme cuenta cómo, me va surgiendo un llanto profundo y amargo desde lo más profundo de mi pecho. Lloro por tu ausencia, por tu silencio, por el dolor que me causa tu indiferencia, por sentirme tan estúpido, infantil y dependiente, por no ser capaz de sacarte de mi mente ni tan solo por un instante.

Salgo de aquella catársis bajo la ducha un poco más sereno, pero profundamente triste. Te debiste haber comunicado hace varias horas ya y yo no tengo manera de localizarte. Pero tampoco quiero hacerlo, también yo tengo mi orgullo. No quiero que pienses, -más bien que sepas- , que estoy casi al borde de la desesperación, que estoy más pendiente de tu llamada que de mi propia respiración.

Respiración, claro como no se me había ocurrido. Preparo inmediatamente mi recinto para meditar y permanezco sentado con la vista fija hacia al exterior lluvioso por un tiempo que no se cuanto duró. Desapego, paciencia, renuncia al control, serenidad, tranquilidad… Repito en mi mente estas palabras infinidad de veces, a la vez que intento concentrarme en el aire que entra y sale por mi nariz… Al mismo tiempo que intento no mirar hacia el móvil que permanece mudo, impasible e inútil sobre la orilla de la cama.

Por fin llega la noche y ya vi dos películas porque nunca conseguí concentrarme lo suficiente para poder leer. Tengo sueño pero al mismo tiempo siento que el corazón me palpita muy rápido como si tuviese taquicardia. Me acuesto y paso una noche terrible. Me duermo por momentos pero pronto me despierto agitado, con la imagen del móvil sonando. Lo reviso una y mil veces  y sufro cada vez que noto que no me ha entrado ni un solo mensaje. Vuelvo a llorar, de rabia e impotencia. No puedo creer que no me consiga controlar.

Amanece y me doy cuenta de lo poco que logré dormir. Al verme al espejo al levantarme me asusta observar la profundidad de mis ojeras y las arrugas al rededor de mis ojos. Me veo realmente demacrado. No puedo seguir así. Me doy cuenta de que han pasado cinco días que para mí han sido idénticos, como si hubiese sido uno solo. Un largo día que ha durado cinco  vueltas completas del reloj.

Y yo sigo sin saber de tí.

Me bombardean las preguntas, las dudas, los cuestionamientos, los temores, las posibilidades. He pensado en todo lo que me se me pueda ocurrir que podría haber sucedido, pero ninguna me ha dado paz. Estoy furioso, quiero insultarte, decirte cuánto me has hecho sufrir, reprocharte por tu falta de consideración, de respeto. Y yo que te he amado tanto.

Al sexto día, alrededor del medio día, por fin suena el teléfono. Pero estoy tan agotado, tan hecho a la idea de que no volveré a saber de ti, que, dejo que el aparato siga sonando. Finalmente me levanto de mi parsimonia y leo en la pantalla que eres tu llamando desde tu móvil. Llamas una vez, dos veces, tres veces y yo siento desde los miles de kilómetros de distancia la desesperación con la que insistes. Pero yo me he vaciado de tanto llorar. De tanto esperarte ya no te espero.

Llega la noche y pierdo la cuenta de la cantidad de veces que has llamado, hasta has llenado el buzón de mensajes que no he escuchado.

De pronto me invade un impulso certero, implacable, inflexible e inesperado. Camino lentamente hacia la mesa donde mi agotado teléfono agoniza en sus ataques epilépticos cada vez que entra una nueva llamada tuya. Lo tomo cuidadosamente como si fuese un ave herida, y abriendo las ventanas de la habitación de par en par salgo hacia el balcón con el aparato en mis manos.

Continúa la tormenta pero yo me dejo empapar por la lluvia y el viento, sintiéndome cada vez más liviano y vacío. Entonces tomo mi móvil y lo lanzo con fuerza desde el balcón. Este cae sobre la grama del parque justo del otro lado de la calle, y veo desde donde estoy la lucecita de la pantalla que se sigue encendiendo con cada nueva llamada tuya.

Regreso a mi habitación y me quito toda la ropa mojada, sintiendo todavía en la piel los golpes leves de los chorros de lluvia. Me seco con una toalla fresca y pongo un disco de ópera en mi viejo equipo de sonido. Me lavo los dientes con meticulosa calma, contemplo mi rostro sereno en el reflejo del espejo e involuntariamente me contemplo con una amplia sonrisa.

Vuelvo a la habitación perfumada de invierno tropical y decido dejar las ventanas abiertas, a pesar del viento y de la fuerza con la que llueve. Me acuesto en mi cama y me meto desnudo dentro de las suaves y cálidas sábanas. Extiendo mis brazos y piernas para disfrutar de todo el espacio que tengo para mí y poco a poco, sin dominio alguno, cierro mis ojos y me quedo profundamente dormido.

Preguntas Ingenuas a la Luz de la Lámpara de Diógenes

Amable Sánchez Torres

Homenaje devoto a la mujer,

sin la cual todo hombre es…

“inconcebible”

¿Quién ha mentido aquí?  ¿Quién ha engañado?

¿Quién dijo “la mujer tuvo la culpa”?

¿Quién la empujó y la puso en el patíbulo?

¿Quién levanta la piedra y quién acusa?

¿Qué hombre o qué dios o qué fantasma

que tras el árbol del saber se oculta

dentro del paraíso?  ¿Qué pretende

después que degustó la dulce fruta?

¿A quién quiere engañar?  ¿Por qué se esconde?

¿Quién acunó su llanto y quién su cuna?

¿Quién veló su desvelo?  ¿Quién su fiebre

calmó con un sorbito de agua pura?

¿Quién lo llamó hijo mío?  ¿Quién a solas

sin dormir lo esperó en noche sin luna?

¿Quién le enseño a decir sol y le dijo

esa estrella que ves ahí es la tuya,

esa libélula frágil tu caballo,

esa nube arcangélica tu brújula?

¿Quién le mostró que la ternura es fuerza

y que al fin la que gana es la ternura?

¿Quién hizo del dolor torre de oro,

telar de la paciencia, hada y musa

de la sonrisa fiel, de la esperanza

escala hacia la dicha, de la duda

certeza en flor, seguridad del aire

y de la maldición buenaventura?

¿Quién fue su compañera, quién fue su madre,

quién fue su hermana y quién su sierva ilusa?

¡Eva… Ave… Eva!  Gira el mundo

en tu quicio de lágrima fecunda.

Dicen que preguntando se va a Roma.

Si Roma en la sordera se refugia,

¿a quién preguntaremos, sino al viento?

Y el viento, que ni hablar sabe, murmura:

mujer, mujer, mujer…, mujer poema,

mujer albor, palmera, oasis, música,

mujer alondra, cielo despejado,

mujer samaritana, risa y súplica…

Mujer, mujer, mujer… ¿Quién te condena?

Yo te absuelvo.  Ve en paz.  Mía es tu culpa.

Bereshit bará Elohim et hashamáyim…

…y su voz se hizo en ti destino y ruta.

Valoración de la obra de arte

Thelma Muratori de Wyld

A lo largo de la Historia ha variado lo que se considera lo más importante a la hora de valorar una obra de arte, configurándose así las distintas tendencias historiográficas de la Historia del Arte.  A finales del siglo XIX surge la primera de las grandes corrientes historiográficas de la Historia del Arte, el Formalismo, en el que se defiende el arte como forma, frente a las tendencias idealistas anteriores que entendían la obra de arte como una experiencia sentimental.  Para esta corriente, el arte se da a través de una forma, por lo que tiene una importancia decisiva en su análisis y estudio.  Los principales miembros fueron los de la Escuela de Viena: Riegl o Wölfflin, en Francia F. Focillon.

Entre los siglos XIX y XX, en que se desarrollan la Iconografía y la Iconología, como oposición al Positivismo y al Formalismo, cuyo objetivo es el significado de la obra de arte, ocupándose la Iconografía del estudio del origen y desarrollo de los temas figurados que aparecen en las obras de arte.  La iconología lo que hace es penetrar en su significado.  Sin excluir el aparato formal, en el análisis se trata de establecer en la obra tres niveles de interpretación: a) identificar lo representado, mediante una descripción de los elementos que la integran; b) identificar el tema y sus valores simbólicos o alegóricos, analizando su origen y variación a lo largo de la Historia; c) identificar el significado, las ideas o valores que el autor trata de transmitir.  Sus principales representantes son: E. Panofsky, E. Gombrich y R. Wittkower.

A partir del Materialismo Histórico, desde el Marxismo, se vincula la obra de arte con la estructura económica, social, cultural, política, etc., dando lugar a la Sociología del Arte, cuyos miembros más conocidos son Arnold Hauser, y P. Francastel.  La obra de arte está ubicada en el contexto histórico, para lo que se tomará en cuenta las circunstancias que la hicieron posible en cada época, y así poder entenderla completamente en la actualidad: el mecenas, el público a la que iba dirigida, las circunstancias históricas y políticas en las que se originó, la ideología predominante al momento de su creación, su posible intención propagandística, etc.

Posteriormente, ante la sensación de que el análisis de la obra de arte no estaba aún completo, surgen corrientes como la Psicología del Arte, que se deriva de dos tendencias: la que incide en la psicología del autor, que explica la obra a partir del carácter, de la inspiración o de los avatares del artista; y la que se preocupa de la psicología del receptor, entre los que podemos citar a Rudolph Arnheim y su “Teoría de la percepción”.

También el Estructuralismo tiene un papel importante en la interpretación de la obra de arte, trasponiendo al lenguaje del arte el  mismo proceso de análisis que se aplica con cualquier tipo de lenguaje comunicativo, la distinción entre un significante (la obra en sí) y un significado (su aportación temática).  W. Benjamín, Mukarovsky y N. Goodman, son los que hacen la mayor aportación desde esta perspectiva.

Se puede decir entonces, que cada una de estas corrientes historiográficas ha realizado importantes aportaciones, ya  que han contribuido enormemente a enriquecer el análisis de la obra de arte, aunque  se pueden llegar a complementar estos puntos de vista con otras tendencias.

Mi lectura del Quijote, segunda parte 8

Jorge Luis Contreras

Escucho la voz del Quijote. Ya no hablamos así. Más bien no hemos sabido nunca hablar así.  Es gallardo el decir hidalgo, incuestionable.  Sancho topa su palabrería vulgar con el frontón del elevado tono discursivo del gigante enamorado.  Van al Toboso.

No es solo la profundidad del Quijote; es, y más contundente, la poética cadencia que embelesa al lector cuando Quijano expone sus argumentos.  Ángel es Dulcinea, ángel tiene la del Toboso, ángel como León Felipe llamaría a nuestra Isabel.

Don Quijote percibe, como siempre, simple a Sancho.  Le endilga, le acicatea, le declama, y, sobre todo, le declara que su amor por Dulcinea es una decisión. Sancho puede solo en su defensa anunciarse simple, transparente y fiel creyente.

Sancho, el simple Sancho, discurre largamente acerca de la trascendencia de los caballeros matagigantes y su inferior condición respecto de los santos mártires cristianos que llegan, incluso, a tener templos de veneración más solemnes que reyes y césares. Luego, colige, habrá que hacerse frailecillos humildes con pasaporte seguro al cielo.

Sancho es ahora hijo de la zozobra. Mintió a su señor acerca de Dulcinea.  La verdad asoma rauda cuando amanecen los héroes a las puertas del Toboso.